miércoles, 25 de enero de 2006

Paso de peatones

El otro día vi que Carlos Maslatón tiene un pulso excelente, el mío es horrible. Café, maldormir, esas cosas que acaban jodiendo a uno. Hoy estuve pensando en llamarle, una especie de comida atea en Navidad. Ah, no es atea que él es judío, qué hostia, mi plan a la mierda ¡con lo que me gustaba! Salí temprano de casa, me gustaría decir que eran las ocho pero la verdad es que eran las nueve, cuando tienes el cerebro lleno de engranajes luego te sientes culpable por las cosas más idiotas, dormir quince o veinte minutos de más es una de ellas. Increíble pero cierto. A lo que iba, salí de casa con ánimos de boyscout y, como esperaba, todo estaba vacío y casi silencioso -he dicho casi-. Los porteros -esos que se pasan el día sin pegar palo- si que estaban, pero eran los únicos. Salí y me fui paseando por Posadas, las aceras vacías, los bares cerrados. Ni siquiera me encontré a las típicas criadas en el Cerrito, paseando los canes y dejando cagaditas por doquier en las veredas. La verdad es que hacía una mañana de perros, quiero decir que llovía y había viento, justo el día que salí en zapatillas. El viento me gusta y la lluvia también aunque me fastidia un poco lo de las fotos, la cámara se moja y ya sabes que se te rompe. Hasta la avenida esa del Obelisco, la 9 de Julio, no encontré un bar abierto, cómo no, el de un hotel con aspecto snob -concheto, lo llaman aquí-. Pese al aspecto, el café me resultó espantoso y mientras lo tragaba leía educadamente mi Lonely Planet de Buenos Aires, los capítulos de San Telmo y La Boca. Una vez acostumbrado a las distancias no me parece que todo esté tan lejos, es curiosísimo cómo me mareaba la distancia el primer día y ahora es al revés, el espacio se ha plegado sorprendentemente. De todos modos no quería irme por las ramas, estaba contando lo de mi café en el sitio éste, el hotel, y fue ahíc uando se me ocurrió llamar a Carlos. Luego recordé que la gente duerme y esas cosas, sin ir más lejos el primer día que estuve en la ciudad desperté a prácticamente todos mis conocidos, seis o siete, sin querer, llamando para ver qué hacían -dormir-. Por lo tanto salí del bar sin llamar, entonces se puso a llover fuerte, de manera que tuve que refugiarme en un andamio en Corrientes, justo al lado del susodicho Obelisco. La espera no se me hizo larga, incluso escuché algo de música (None but the lonely heart, de Tchaikovsky) y eso me recordó al Teatro Colón, por el que acababa de pasar. Aún lo tengo que ver por dentro, lo que es por fuera me pareció claramente sobrevalorado, casi diría ruinoso, sobre todo por la parte trasera. Como en todas partes, en cada vano del edificio había un mendigo durmiendo, qué mundo contradictorio de mierda, dormir a algo tan etéreo e incorpóreo como es el Arte. ¿Qué sentido tendrá la ópera para quien no tiene dónde dormir o qué comer? No lo sé. Y bueno, estaba pensando en todo esto cuando paró de llover. Al salir de mi andamio me llevé un buen susto -que acabó de sacarme de mis cavilaciones- porque dos coches casi chocan, no sólo conducen como locos, encima yo soy especialmente asustadizo. Crucé, con temores fundados, y tuve que pararme a dos manzanas -dos cuadras- porque volvió a llover; esta vez en el toldo de un bar de empanadillas -algo típico de aquí que la gente de fuera no sabe antes de venir por primera vez-. Allí sentado me acordé de Gigi, una antigua novia porteña que había pasado una temporada en Europa -allí nos conocimos, en Santiago-. En algún momento entre la comida y el café se las arregló para decirme que yo era duro e inflexible, autoritario, gruñón, serio e incapaz de actuar movido por la menor de las pasiones, ajeno a los sentimientos de los que me rodean y mentiroso con los míos. Anoté la lista, creo que incluso me fastidió un poco que me la espetara. Quizás esté resentida o quizás sea cierto, o ambas cosas. Al separarnos -cerca de la Recoleta-, pese a todo, confesó que se esperaba algo mucho peor de nuestro encuentro. Le respondí -a modo de despedida- que yo nunca estaba a la altura de las espectativas... y me fui. Luego pensé que quizás la culpa de todo lo que me critica, además de mía, se puede deber a la buena educación; en ocasiones resulto terriblemente educado, adecuado, apropiado, ubicado, todos los ados del mundo que a la postre evitan que diga lo que pienso, y no sólo eso, también que lo oculte. Antes de alcanzar una conclusión -recordemos que estaba sentado en la avenida 9 de Julio, esperando a que amainase- pasó por allí cerca un tío chillando, rompiendo botellas y pateando bolsas de basura, ósea un loco. Me dio miendo e intenté salir de allí haciéndome el despistado. Me gritó algo -no le entendí- cuando justo pasó un taxi, aquí levantas la mano y pestañeas y ya estás dentro.

Mientras me alejaba de allí el taxista me preguntó de dónde era. Soy gallego, de los de verdad, le dije.
-Ah, ¿cuánto lleva el viaje desde España? -me preguntó.
-Unas doce horas.
-¿En avión?

Miré por la ventanilla. Las gotas de agua en el cristal siempre son iguales.

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