jueves, 24 de noviembre de 2005

Portugal


Ella era mayor que yo y posiblemente sabía mucho más de la vida y las personas de lo que yo sabré nunca, por eso mis trucos de seductor barato no valían para nada, si los intentaba era como ridículo. Por primera vez alguien me obligó a dejar atrás todos los subterfugios, las ganas de asombrar y los misterios que en realidad no ocultaban nada.

Y me gustó.

Nos fuimos juntos a Portugal. Yo ya había estado antes pero de pronto todo era más bonito, los pasteles sabían mejor, los cafés olían como nunca, incluso el trazado de las calles y la gente me resultaba más agradable. La lluvia en Lisboa, el viento en Sintra o las nubes de tormenta invernal en Porto, parecían repentinamente especiales.

Sólo cuando se fue descubrí cuál había sido el verdadero viaje.

martes, 22 de noviembre de 2005

La Palma



Cuando me dijeron que tendríamos un guía y mula para ir al interior del volcán en La Palma me reí de lo lindo. Hice el equipaje como el que se va a un hotel de cuatro estrellas, dos mochilas y un portátil para cinco días, y eso sin contar las cámaras o el trípode. Un par de horas de vuelo y una lluvia torrencial al llegar, menuda suerte. Desde la pista de aterrizaje se veía el mar picado y oscuro y las copas de las palmeras agitándose al viento. Dentro del aeropuerto, con un paraguas prestado, nos esperaba un tipo con cara de tonto. Nos ayudó torpemente a meter el equipaje en el coche de su mujer y nos dijo que entrar en la caldera era imposible, hacía un par de horas se había producido una riada en el cruce de los dos ríos mientras cruzaban unos alemanes, se temían cuatro muertos. Subimos a trompicones por unas cuestas increíbles y el parabrisas no paraba de empañarse, el tío no sabía usar el aire y hasta tuvo que llamar por teléfono a la mujer para preguntarle cómo funcionaba. Mi cara era un poema. Conseguimos llegar sin estrellarnos –de puro milagro- a un restaurante de carretera. Por el camino nos había preguntado por nuestro trabajo, así en confianza. Nosotros –conmigo estaba Patricia- le dijimos la verdad, era la primera vez que nos encargaban algo así. No dijo nada, como si no entendiese.
Algo me olió mal cuando entrando en el restaurante todos le saludaban con respeto. Se sentó con un aire muy diferente al que tenía hasta el momento: resultó ser el jefazo, mandaba en todos y en todo. Incluso era el presidente del equipo de fútbol, sólo le faltaba una corona de plumas. Se había hecho el tonto para enterarse bien y en la comida nos puso tiesos. Primera lección.

(...)

Después de que encontrasen los cadáveres de los alemanes, con un día de retraso nos dieron permiso para entrar. El guía se llamaba Manolo, vino a por nosotros en un Suzuki aunque nos dijo que una vez en el volcán ya no había todoterreno que pasase, habría que andar unos kilómetros. Nada del otro mundo, pensé. Desde el coche por la ventanilla se empezaron a ver precipicios de pinos de unas alturas imposibles y tuvimos que cruzar un cauce de aguas turbias. Empecé a pensar que podía ser duro. Dejamos el coche y tardé cien metros en darme cuenta que mi equipaje pesaba demasiado. Parecía un dominguero de medio pelo con todos esos bultos encima, correteando sin aliento detrás del guía. Patricia nos seguía con cara de suplicio. El camino nos llevó casi toda la tarde, curvas, cuestas, riscos, senderos al borde de precipicios, laderas angulosas, caídas mortales y un peso espantoso que no me dejaba respirar. El guía caminaba tranquilo abriendo el paso y yo maldecía mi estupidez, preguntándome qué había sido de la mula. Segunda lección.

(...)

Un día Manolo nos contó una historia, los turistas como nosotros solían entrar a las bravas en el volcán, pensando que lo sabían todo. A veces querían bajar por los pinares inclinados y saltaban por las grietas, primero un metro, luego dos, luego cuatro hasta que llegaban a un punto en el que no podían bajar ni subir. Y allí se quedaban esperando a morir o a que los rescatasen, lo que llegase primero. La semana anterior a nosotros encontraron a un hombre que llevaba allí tres días y había escrito su testamento en la cajetilla de tabaco. Tercera lección.

(...)

Volvimos con la mula.

lunes, 21 de noviembre de 2005

Atenas

Había acabado el milenio y ya estaba claro que no habría sonoros finales apocalípticos, o eso pensé yo. No era una época precisamente feliz, hacía un año que tenía novia y las cosas no estaban muy claras. Quizás me gustaba demasiado y eso me nublaba la vista hasta convertirme en tonto. Un día –a los pocos meses de estar juntos- surgió el primer engaño. Lo descubrí con dureza y supo más amargo que ninguno, pero decidí olvidarlo. Me costó muchas noches sin dormir. Cuando creí que volvía a ser feliz, segundo aviso, en primavera: cartas de amor de procedencia desconocida y ella que desapareció una semana. Sufrí como un perro abandonado pero cuando volvió no me salieron las palabras que la mandaban directamente a la mierda. Tercer aviso y hundido, se fugó con otro al sur, en plan película. Volví a verla un día antes de irme a Atenas, por supuesto lo dejamos. En el avión tuve ganas de que nos estrelláramos de una santa vez.

Al llegar a Grecia me llegó el primer mensaje “tenemos que hablar en cuanto llegues, un beso”. Tenía que estar en la Acrópolis sacando fotos una semana entera y mi cabeza daba vueltas como loca. El tiempo pareció dilatarse. Más mensajes, la impaciencia era insostenible. No tenía más opción que joderme en aquella cima rodeada de un millón de casas con el aire tan contaminado que apenas se distinguía el horizonte. Había oleadas de turistas furiosos por conseguir su piedra única y su foto única para sus vidas únicas, en tandas de treinta minutos en grupos de a sesenta por guía, de la mañana a la noche. Y yo sentando junto al Partenón dibujando hasta que me preguntaron si los vendía, me refiero a los dibujos.

Finalmente regresé, sólo era cuestión de tiempo. Nos vimos en un bar; pedí un café solo y nos sentamos. La recuerdo frente a mi mirando al suelo.

-Ra -dios, me encantaba cómo lo decía, no puedo negarlo- tengo que confesarte una cosa un poco fea. Joder, me había engañado a saco durante meses con un pelotón de gente ¿qué podía ser peor? ¿me habría quemado los cómics? Por desgracia no se me ocurrió ningún chiste, en mis recuerdos me gusta pensar que soy la mar de simpático. Ella siguió- La verdad es que nunca te engañé, me inventé todas esas historias para que me dejases.

Pestañeé dos o tres veces antes de entender lo que me estaba diciendo.

Viena


En 1999 me fui a Viena con Laura. Siempre me sorprendió lo contentos que parecemos en esta foto -la hice yo mismo con la mano libre-, si uno se para a mirarnos a los ojos yo mismo me pregunto qué demonios estaría pensando en ese instante. Recuerdo que el suelo estaba hecho hielo y había que tener un cuidado loco para no resbalar e irse directo al Danubio, ese río de la izquierda. Hacía unas horas que habíamos llegado de Salzburgo -fuimos para ver la ciudad natal de Mozart- y esa noche iríamos al Staatoper (el Teatro de la Ópera) porque teníamos entradas para Verdi. Lo que fuese con tal de tenerla distraída: hacía tres semanas que había muerto su padre, en un hospital, por un error médico. Eso la cambió -claro, para siempre- y nunca nada volvió a ser igual; no sólo entre ella y yo sino entre ella y todo el mundo. Qué impotente me sentí.

Ese día no se encontraba nada bien. Fuimos andando por la nieve al edificio Secession -para ver el Friso de Beethoven de Klimt- y al regresar al albergue ella apenas podía respirar. Se metió en cama y me hizo prometerle que haría lo que ella quisiera. Por supuesto yo estaba dispuesto a cuidarla, velarla, comprar medicinas, raptar un médico, sobornar al hospital, fugarme con una ambulancia. Ella me pidió -mi promesa estaba recién hecha- que me fuese sólo a la ópera. Sólo quería dormir.

Fui al Staatoper con esa barba de dos días y esa cazadora de nieve, gorro y gafas, vaqueros sucios y botas. Sabía que no podía llegar tarde y estaba muy mal de tiempo así que me colé en el metro -en Viena no hay controles, sólo un revisor en toda la ciudad que, por supuesto, me tocó-. Un señor de uniforme me pidió los billetes en alemán y le respondí en inglés que no los tenía. Por favor, bájese del vagón en la siguiente parada -eso si que lo entendí-. Openring, se llamaba la estación. Siete menos seis minutos, la ópera empezaba a las siete. Cuando bajé del metro sabía que no llegaría, y la multa por no pagar el billete encima era altísima. Se me ocurrió entonces enseñarle mi ticket de la ópera al revisor y le señalé la hora. Si me ponía la multa no llegaría a la ópera, así que sin más me dejó marchar.

Entré en el teatro medio minuto antes de que saliese el director y todo el mundo aplaudiese. Miré a mi alrededor y había unas ¿dos mil personas? en frac y trajes de noche. Me senté.

domingo, 20 de noviembre de 2005

Historias de viajes

Bueno, por fin me he decidido a empezar una serie nueva con fotos viejas, al menos hasta que viaje a Egipto, que será dentro de unas semanas (luego está Roma, iré en enero). Así aprovecho para reordenar los miles de fotos que tengo y contar alguna que otra historia a aquellos que no estáis hartos de oírmelas.

(sonrisa)


Ra