martes, 22 de noviembre de 2005

La Palma



Cuando me dijeron que tendríamos un guía y mula para ir al interior del volcán en La Palma me reí de lo lindo. Hice el equipaje como el que se va a un hotel de cuatro estrellas, dos mochilas y un portátil para cinco días, y eso sin contar las cámaras o el trípode. Un par de horas de vuelo y una lluvia torrencial al llegar, menuda suerte. Desde la pista de aterrizaje se veía el mar picado y oscuro y las copas de las palmeras agitándose al viento. Dentro del aeropuerto, con un paraguas prestado, nos esperaba un tipo con cara de tonto. Nos ayudó torpemente a meter el equipaje en el coche de su mujer y nos dijo que entrar en la caldera era imposible, hacía un par de horas se había producido una riada en el cruce de los dos ríos mientras cruzaban unos alemanes, se temían cuatro muertos. Subimos a trompicones por unas cuestas increíbles y el parabrisas no paraba de empañarse, el tío no sabía usar el aire y hasta tuvo que llamar por teléfono a la mujer para preguntarle cómo funcionaba. Mi cara era un poema. Conseguimos llegar sin estrellarnos –de puro milagro- a un restaurante de carretera. Por el camino nos había preguntado por nuestro trabajo, así en confianza. Nosotros –conmigo estaba Patricia- le dijimos la verdad, era la primera vez que nos encargaban algo así. No dijo nada, como si no entendiese.
Algo me olió mal cuando entrando en el restaurante todos le saludaban con respeto. Se sentó con un aire muy diferente al que tenía hasta el momento: resultó ser el jefazo, mandaba en todos y en todo. Incluso era el presidente del equipo de fútbol, sólo le faltaba una corona de plumas. Se había hecho el tonto para enterarse bien y en la comida nos puso tiesos. Primera lección.

(...)

Después de que encontrasen los cadáveres de los alemanes, con un día de retraso nos dieron permiso para entrar. El guía se llamaba Manolo, vino a por nosotros en un Suzuki aunque nos dijo que una vez en el volcán ya no había todoterreno que pasase, habría que andar unos kilómetros. Nada del otro mundo, pensé. Desde el coche por la ventanilla se empezaron a ver precipicios de pinos de unas alturas imposibles y tuvimos que cruzar un cauce de aguas turbias. Empecé a pensar que podía ser duro. Dejamos el coche y tardé cien metros en darme cuenta que mi equipaje pesaba demasiado. Parecía un dominguero de medio pelo con todos esos bultos encima, correteando sin aliento detrás del guía. Patricia nos seguía con cara de suplicio. El camino nos llevó casi toda la tarde, curvas, cuestas, riscos, senderos al borde de precipicios, laderas angulosas, caídas mortales y un peso espantoso que no me dejaba respirar. El guía caminaba tranquilo abriendo el paso y yo maldecía mi estupidez, preguntándome qué había sido de la mula. Segunda lección.

(...)

Un día Manolo nos contó una historia, los turistas como nosotros solían entrar a las bravas en el volcán, pensando que lo sabían todo. A veces querían bajar por los pinares inclinados y saltaban por las grietas, primero un metro, luego dos, luego cuatro hasta que llegaban a un punto en el que no podían bajar ni subir. Y allí se quedaban esperando a morir o a que los rescatasen, lo que llegase primero. La semana anterior a nosotros encontraron a un hombre que llevaba allí tres días y había escrito su testamento en la cajetilla de tabaco. Tercera lección.

(...)

Volvimos con la mula.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Los viajes por volcanes suelen ser extraños. La primera vez que subí al Poás me quedé alucinada; lloviznaba y había mucha niebla. Me asomé desde un mirador desde el que se dominaba todo el cráter, el más grande del mundo. Al día siguiente un viejito se asomó desde el mismo lugar, y casi a la misma hora, y una bomba piroclástica le cayó en la cabeza. Murió, claro.