lunes, 30 de noviembre de 2015

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A pesar del orden y la calma milimétrica la ciudad de Tokio tiene un aire distópico, como de ciencia ficción de libro de bolsillo, que se observa en cientos de minúsculos detalles aquí y allá: en los cruces de las calles abarrotadas, en las cabinas de fumadores, en los siete policías ayudando a aparcar un camión o los borrachos de un lunes de madrugada en Shibuya que no dan para más, en las marcas del suelo en los andenes que te marcan por dónde ha de fluir la cola de acceso a los vagones de tren o las vistas a 201 metros de altura desde las torres del edificio de gobierno de la ciudad que dan cuenta de un interminable laberinto humano de emociones contenidas, cableado, tejados desordenados, tangencias, parques, autopistas, rascacielos y millones de personas con mascarillas blancas, teléfonos inteligentes, taxis de puertas automáticas (se conduce por la izquierda, al estilo inglés), restaurantes reducidos y falta de sueño. Todo encaja demasiado bien, como si hubiese sido planeado de antemano e incluso un despiste tuviese sus horarios o existiese una cuota de personas ya identificada que está aparte del canon, un 0'71% de inadaptados, gente que no entiende que no existan papeleras o que sea incapaz de ver el orden en el caos y viceversa. Y por encima de todo una capa de buena educación, modales estipulados, uniformas de hacer las cosas de siempre como un saludo, la trayectoria estipulada para dar un billete, poner los palillos, los decibelios de ruido al comer o el ir en el metro guardando silencio.

Mi forma de ser occidental y gallega me invita al amable desconcierto y respiro aliviado cada vez que abro la mochila y no hay dios que encuentre nada.

domingo, 29 de noviembre de 2015

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Y bueno, tenía que pasar -cómo no- que me encontrase con Manuel por casualidad en Tokio. Hacía unos quince años que no le veía y de repente nos cruzamos sin querer. ¿Cómo se calculan las probabilidades de esto? Pues como la ecuación para evaluar si en un planeta puede haber vida inteligente -fuera de la Tierra, se entiede- pero a pequeño nivel: tenemos que estar los dos a la vez en el mismo continente (Asia, uno de siete), en el mismo país (Japón, uno de cincuenta), en la misma ciudad (Tokio, una de ciento diez), en el mismo barrio (Harajuku, uno de cuarenta y siete), en el mismo lugar (el Meiji-jingu, pongamos a ojo de unos diez sitios posibles en la zona) y a la vez (es decir, pasar en el mismo minuto por ahí, lo cual es uno entre unos setecientos veinte que tenemos de luz). Nos da una posibilidad entre veintiséis mil millones, así a ojo.

Que en España te toque el sorteo del Euromillón -y es la más difícil de todas las loterías, estadística pura- tiene una posibilidad entre setenta y seis millones. Solo.

Pues vaya.

(sonrisa)

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Apenas tres horas de sueño y va y amanece. Abro los ojos con la misma sensación que esas siestas que le gustan a Ceci, mi cuerpo aún no aceptó las catorce horas de diferencia. Ni siquiera sé si tengo hambre o no. Anoche hicimos eso que nos encanta de entrar al azar en sitios; cenamos en una tasca de madera gastada, kanjis en las paredes y una televisión olvidada en una esquina, solo faltaba el serrín en el suelo y una señora con delantal. Sobra decir que la comida -tofu, riñón, setas, anguila- rozó la perfección. Algo más tarde callejeamos por las colinas de Shibuya evitando ofertas de masajes con final feliz -las hubo- e intentando no acabar sin querer en ningún lugar turbio, se requería atención. Vimos una gente haciendo cola y por su aspecto podría haber sido cualquier cosa, chicos con gorros de lana, dos chicas con mochilas grandes y pantalones rotos, y tres o cuatro frikis estándar. Como nos gusta, nos pusimos a esperar sin saber si era un cine de medianoche o una sesión de acupuntura. La cola crecía poco a poco y nos sentimos con suerte. El portero nos cacheó y entramos a un ascensor pequeño, el local estaba en el piso seis y siete. Cualquier cosa que escriba será peor que lo que encontramos. Dicen que una imagen vale más que mil palabras y yo hice fotos bonitas. Ya las veremos.

sábado, 28 de noviembre de 2015

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No sé si es muy buena idea esto de tomarse un café a las nueve de la noche pero es lo que tienen los humanos y el planeta, que no estamos pensados para cambiar tan rápido de usos horarios. Me gustaría ver la cara del primer pionero de los aviones -o barcos a vapor- que lo sintió por primera vez, un mal moderno y maravilloso, una broma astronómica. Hablando de bromas, ya he llegado a Tokio. Vi al atardecer el monte Fuji desde el cielo y me quedé pasmado, los volcanes siempre me impresionan mucho, me recuerdan a Julio Verne y a la prehistoria y al origen del mundo que no deja de ser un bombazo de algo caliente. También impresiona cuando aterriza el trasto este de nosecuantas toneladas y yo sigo sin saber cómo cojones hacemos para que vuele un avión, será que soy de letras. En tierra todo ordenadito, pulcro, y ese olor agradable a arroz, té verde, tierra, bosque, madera de cedro, cemento y yo qué sé que es como huele Japón. Tras tres segundos de infarto, reconocí la línea de metro y me compré el billete y tímidamente -como de broma- saqué la cámara y me puse a mirar. Mentalmente puse títulos preliminares, gente en el andén, vagón de metro, restaurante subterráneo, vapor, casas por la noche, escaleras mecánicas, gente, gente, paso de cebra, gente, gente, gente, taxi, gente. Llegué al piso que hemos alquilado en Shibuya, me pegué con las instrucciones para entrar, dejé las zapatillas -los tenis, decimos en Galicia- en la entrada y examiné la casa con dos futones, una cocinita, un retrete con mil teclas y calientaculos, una botella de licor de cerezo de bienvenida y, en la pared, un póster gigante de Nueva York.

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Llueve en Toronto mientras el avión se empieza a llenar. Ya se escucha ese rumor de otro idioma que uno no entiende, frases cortadas y tonos diferentes. Pasan dos chicas con mascarillas (para no pasarle el catarro a nadie, creo) y gafas de pasta. El piloto nos dice que apagu

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Nada como ese temblor en las manos de miedo e incertidumbre antes de un viaje, el vacío en el estómago, sequedad en la garganta, sensación de tormenta, de lluvia, de labios resecos, ojos escocidos, la mente repasando el pasaporte, el dinero, la cámara de fotos, el horario, la terminal A, el libro de viaje de letra pequeñísima, los rotuladores y la libreta negra con todas las hojas por contar -predestinadas-, las tarjetas de memoria, las dudas con el calzado -que si éste o aquel-, y esa certeza casi mágica de que algo se te olvidará, ya sea el bañador o la pasta de dientes o el mapa anotado sabe dios y aún faltan seis horas, no, cinco cincuenta y el tiempo se estira y acorta y no sabes si estás desvelado o revientas de sueño y el jet lag que dice hola serás mío y de repente caes en sacar la basura, desenchufar lo que sea, abrir la ventana, no, demasiado tiempo, cerrarla, entreabrirla, cinco cuarenta, cierras los ojos, te dices que ya has hecho esto muchas veces por favor, vas a mojarte la cara y ves en el reflejo a un tipo que no puede parar de sonreír porque sabe que algún día lejano y triste echará de menos este preciso instante pero justo aquí y ahora está él, desgranando el tiempo en microscopismos: sala, pasillo, puerta, ascensor, coche, avión, Canadá, Alaska, Polo Norte, Pacífico, nubes, sueño, más nubes, islas, Japón.

martes, 24 de noviembre de 2015

sábado, 21 de noviembre de 2015

miércoles, 18 de noviembre de 2015

lunes, 16 de noviembre de 2015