domingo, 29 de noviembre de 2015

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Apenas tres horas de sueño y va y amanece. Abro los ojos con la misma sensación que esas siestas que le gustan a Ceci, mi cuerpo aún no aceptó las catorce horas de diferencia. Ni siquiera sé si tengo hambre o no. Anoche hicimos eso que nos encanta de entrar al azar en sitios; cenamos en una tasca de madera gastada, kanjis en las paredes y una televisión olvidada en una esquina, solo faltaba el serrín en el suelo y una señora con delantal. Sobra decir que la comida -tofu, riñón, setas, anguila- rozó la perfección. Algo más tarde callejeamos por las colinas de Shibuya evitando ofertas de masajes con final feliz -las hubo- e intentando no acabar sin querer en ningún lugar turbio, se requería atención. Vimos una gente haciendo cola y por su aspecto podría haber sido cualquier cosa, chicos con gorros de lana, dos chicas con mochilas grandes y pantalones rotos, y tres o cuatro frikis estándar. Como nos gusta, nos pusimos a esperar sin saber si era un cine de medianoche o una sesión de acupuntura. La cola crecía poco a poco y nos sentimos con suerte. El portero nos cacheó y entramos a un ascensor pequeño, el local estaba en el piso seis y siete. Cualquier cosa que escriba será peor que lo que encontramos. Dicen que una imagen vale más que mil palabras y yo hice fotos bonitas. Ya las veremos.

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