lunes, 30 de enero de 2006

Nieve




Cuando las nubes se arremolinan, cae una densa niebla o se avecina un temporal de nieve, coja su equipo y salga. Vaya a donde crea que puede hacerse una buena foto. A mí, una marina repleta de embarcaciones en un día soleado no me resulta excesivamente interesante, pero un amanecer brumoso o una violenta ventisca... bueno, eso si que hace que el día sea excitante. Parece que el blanco y negro realmente muestra su excelencia cuando la luz o la climatología son inciertas. Asimismo, acuérdese de llevar un filtro amarillo para resaltar las nubes cuando el día sea soleado.

(Richard Olsenius, National Geographic)

miércoles, 25 de enero de 2006

sin título (última de la serie)


Según pasa el tiempo, como es inevitable, se desvanece cualquier recuerdo. Siempre nos es imposible imaginar cómo recordaremos algo, pasados los años, o siquiera si no lo olvidaremos por completo. Por eso muchas veces sacamos fotos, traen consigo un sentimiento vívido, un eco del pasado que ya no es y que no volverá a repetirse jamás.

Me gustaría acordarme no de los edificios o el obelisco, ni nada de eso. Las fotos las hice para alguien que me acompañó, para bien o para mal, durante todo el viaje; cuando estaba solo y cuando no, cuando me perdía por los barrios de San Telmo o cuando cenaba sushi en Palermo Viejo. Con el tiempo es de ella de quien me gustaría acordarme al mirar esta foto, de su dulce y alegre sonrisa, y -por qué no- del sonido de su voz al despedirse para siempre, como si nos fuésemos a ver mañana.

sin título

"Dicen que existe un margen de tiempo, un lapsus, entre que deseas algo y lo tienes por fin. Hoy me he enterado de que los que saben le llaman "tiempo de reacción" y es motivo de numerosos estudios de esos psicológicos, todo ese tramo que va desde la cuestión del poder y querer hasta los motivos que finalmente te deciden a hacer algo porque si, porque te da la gana. Lo que no sé, ni me han dicho, es si hay alguna manera de medir el placer generado en esa pausa momentánea; a mi al menos me resulta un gustazo ser consciente de una realidad que será como yo quiero, y ya sentirla tan vívida como un recuerdo. Luego se te va la cabeza en decenas -quizás cientos- de pensamientos que llenarían primeras planas enteras de árboles lógicos, racionales o incluso absurdos, meras hipótesis del qué pasará si. Aunque me encanta permitirme estos pequeños delirios la verdad es que luego la realidad nunca se parece en nada: está llena de cosas. Detalles, olores, un accidente, transeúntes que no imaginabas, una mancha en la pared, ruido y más que ruido que empieza por distorsionar la historia si no es que acaba por ser la propia historia."

Este es el principio de un relato de viajes que tenía la pretensión de escribir durante mi estancia en el sur. Había pensado titularlo "el tercer hemisferio", refiriéndome a que el verdadero viaje es el que uno realiza en su interior. Al regresar fue instantáneamente a la basura porque pensé que me estaba pasando de pedante con tanta afectación y tanta pose teórica. Le faltaba, precisamente, la frescura de la verdad. Y si no tienes nada que decir, no lo pintes de bonito.

edificio

Según me contaron la tal Corina Kavanagh era una millonaria que quería casarse por segunda vez -creo que en el Santísimo Sacramento, o sea, San Martín 1039-, pero en dicha iglesia le dijeron que nanai de la China -que no es que no-, porque como todos sabemos el matrimonio es un sacramento vitalicio...

La individua se enfadó y como todo buen millonario excéntrico se gastó una fortuna en levantar una gigantesca mole de dos mil cuatrocientos metros cuadrados, cinco escaleras, mil setecientos escalones, treinta pisos divididos en ciento cinco departamentos hasta ciento veinte metros de altura.

¿Para qué todo esto?


Para esconder la iglesia y que jamás se volviese a ver desde ninguna parte.

sin título


Al regresar a España, muy contento con mi estancia en Buenos Aires, sentí algo de curiosidad y le pregunté a cuatro personas qué opinaban de los argentinos. Se trataba de dos gallegas, un catalán y un madrileño que me contestaron aparte, quiero decir, sin conocer la opinión de los otros tres.

La primera de las gallegas valoró positivamente que, en el pasado, la Argentina (el "la" se lo pongo yo, aquí todos le llaman Argentina a secas) fuese un lugar de acogida (de emigrantes gallegos, se entiende). Recordó que han pasado y pasan malos tiempos e insistió en lo mucho que le gusta el acento.

-Eso si -dijo, cambiando su tono- no soporto la actitud de los hombres argentinos. De las tías, nada malo.

Pareció que había acabado, pero sólo estaba pensando cómo seguir:

-De hecho, las argentinas que conocí hasta ahora son personas estupendas, con carácter, carisma y buenas personas... mientras ellos son incultos, sobones y babosos.

La segunda gallega fue más breve, sólo dijo que tienden a lo exagerado, y añadió:

-¿Teatrales, podría ser? -y cambió el acento para imitar el porteño- "Son unos boludos porque dicen muchas boludeces".

El madrileño aún fue más escueto:

-Pues las argentinas, hablan demasiado... y dicen poco. -Y un rato después añadió- Es expandible a los argentinos.

El catalán, de Barcelona:

-Los tíos son unos mentirosos, i wuaperas. Wueno no mentirosos del todo, pero tienen un deje, y siempre trolean. Y eso supongo ke es porke las argentinas no se dejan kamelar fácilmente, aunke siempre están pajareando y kalentando al personal, pero después ai ai

sin título


Una costumbre muy argentina es la de preguntar. Se indaga acerca de lo que sea, si estás casada, si tienes hijos, si buscas pareja, si te gusta tu trabajo, si te follarías a nosequién, si te gustó tal libro, si eres comunista, tus gustos musicales, culinarios, operísticos, incluso la ropa que llevas -de qué tejido es- o cómo demonios conseguiste un sitio aquí sin reserva. Con el tiempo -cuando te acostumbras, si es que lo haces- ves que es un todos contra todos, no sólo le preguntan los hombres a las mujeres, también ellas indagan de lo lindo e incluso entre ellas, es decir, todos lo hacen.

Lo interesante de esto es que el que pregunta muchas veces dice más de lo que obtiene. Con su curiosidad acaba mostrando nítidamente sus intereses, sus miedos, sus aversiones, sus manías, vamos, su forma de ser casi al dedillo. Y, cómo no, el máximo exponente mundial de los curiosos -que se esmeran en llegar al fondo de las verdades- es Carlos Maslatón. A través de sus cuestionarios en vivo pude llegar a imaginar cómo piensa realmente, tras sus gafas sin montura y su fama de personaje.

El mundo da muchas vueltas.

niñas

En los semáforos no sólo paran vendedores de pañuelos de papel o tabaco o limpiadores de parabrisas. Hay también gente con publicidad, la levanta sobre su cabeza una y otra vez, durante todo el día. Y niños malabaristas, se ponen delante de los coches con pelotas de goma a hacer juegos de manos para que les den una moneda.

Un día crucé el puente de Puerto Madero al otro lado del canal. A lo lejos parecía que había una especie de feria popular o algo así, anduve hasta allí para ver cómo eran esas fiestas donde todos eran argentinos de verdad, las que no estaban pensadas como una opereta para atraer turistas -me pareció que yo era el único foráneo-. Me llamó la atención la gran diferencia que existía entre la gente de allí y los porteños de Recoleta, parecían personas de distintas épocas, no sé expresarlo. Y aunque todo era mucho más humilde, la ropa, la expresión, incluso los coches -o sobre todo los coches-, la comida y la música, me sorprendió que apenas había mendigos o gente tirada en las aceras. Luego me enteré que sólo abundan realmente en los barrios más ricos, porque el que no tiene mucho no puede dar nada.

sin título


Buenos Aires puede ser una ciudad muy querida. Es un lugar que resulta familiar, como si ya lo conocieses desde siempre; con una rapidez sorprendente le tomas cariño a cien sitios que, una semana antes, no existían. Como si llevases toda la vida tomando cafés en la misma esquina, volviendo a casa con ese muro a la izquierda -mientras los vendedores ambulantes recogen sus cosas- o viendo taxis amarillos y negros por doquier. El rumor de los árboles en las calles, el portero sentado en el portal sin hacer nada, el señor del kiosko...

Es tan familiar que su recuerdo, cuando te has ido, siempre tiene un poso de tristeza.

sin título

Como dice Vale, el mundo no es lo que parece. Pero da igual del color que lo pintes, por debajo hay paredes, ventanas, balcones y -lo más importante- gente.

Me pareció muy triste la Boca, lo dejé constatado en mi libreta de notas:

"Me encuentro en un bar de la Boca, completamente desmoralizado. Acabo de dar un paseo por el Caminito, me ha resultado francamente patético. Cientos, no, millares de turistas idiotas con sus sonrisas postizas y sus cámaras digitales. Y yo igual, entre ellos como un borrego. No hay cosa más tonta en el planeta que el turista, posa para la posteridad con cara de imbécil junto a la postal de siempre sin enterarse de nada, lo llevan y lo traen, le alimentan, le protegen, le arreglan todo, le ponen la servilleta, la alfombra, la cama, lo que haga falta. La simple idea de que me puedan confundir con uno de ellos me enerva. Me dan ganas de tirar la cámara a ese río de aguas sucias, luego el bolso y salir de aquí corriendo a lugares donde la gente sea gente y no billeteras con patas. ¿Soy uno de ellos? En las calles repletas voy por detrás de los puestos, en los cafés me siento en el peor sitio, sobre todo intento ser amable, pero veo que no es suficiente."

sin título

En San Telmo intenté, a toda costa, no sentirme como los miles de turistas que se apelotonaban entre las barracas y puestecillos de antigüedades. Era una horda histérica ávida de souvenirs y artículos nativos, buscaban bombillas para decorar o sifones para hacer bonito, pasando por auténticos libros en castellano que se notasen bien viejos. En mi contra jugaba mi cámara, mi aspecto, mi cara y, por supuesto, mi acento. Me propuse pasear con calma observando lo que estaba a la venta e intentando que aquello no pareciese un zoo donde los argentinos, desposeídos de espíritu, posaban en sus jaulas de artefactos gastados. Me compré unas fotos y unos libros, como hubiese hecho en mi ciudad. Luego me senté olvidando mi cámara, a dejar pasar la tarde.

Mi éxito fue completo cuando, pasado un buen rato, un vendedor de sombreros me preguntó si yo era de allí. Todavía no, le dije, y nos reímos.

sin título


También hay lugares tranquilos en pleno Buenos Aires, donde parece que el tiempo se dilata con el calor. En la Casa Rosada abundan los patios silenciosos, las estancias vacías tan sólo frecuentadas por mozos de bandeja y café y paso apresurado para que Su Señoría lo tome en su punto, con ese vaso de agua con gas y quizás un alfajor de dulce de leche que se dan pese al verano. Algunas de sus salas tienen una pompa algo ajada, imperceptiblemente manoseadas por el desuso, con techos altos y puertas con cristales de colores dignas de repúblicas sureñas nuevas y viejas; y banderas, que no falten, con sus escudos de hilo de oro. Y esos ecos que nunca identificas, y olor a mármol y alfombra.

Pero no hay dinero para fotocopias.

sin título

Encontré la ciudad repleta de animales. Por una parte estaban los perros, hay incluso gente especializada en pasearlos por doquier, decenas de ellos. En parques, plazas, paseos, casi cualquier sitio, puedes cruzarte con verdaderas manadas caninas portadas por una sola persona atestada de correas. Luego están los gatos, no sólo los hay en el cementerio, en cada esquina ves uno, sobre todo por las noches. No sé cómo no se matan con las manadas de canes. Y palomas, siempre que das un grito en la calle hay una desbandada anónima no muy lejos.

Son una compañía más para el que pasea acostumbrado al silencio áspero de las calles de Europa, donde hay pájaros y gatos y perros, pero también son más serios.

sin título


Carlos y yo fuimos por la noche a ver cómo estaban las cosas en la Plaza Once después de la desgracia en el boliche. Él llegó a preguntarle a una chica que lloraba que cómo estaba, nos dijo que era amiga de varios desaparecidos y que se sentía mal porque tenía una alegría egoísta por no haber muerto... me impresionaron las luces y las velas, las telas con protestas colgando de los muros atestados de firmas y gritos. Luego nos fuimos de allí.

Al día siguiente volví solo. Esta era la lista de muertos y hospitalizados; y no era una película.

Hombres


Benjamín y Vale no tuvieron exactamente la misma reacción cuando me vieron levantar la cámara y sonreír mientras, con calma, enfocaba, encuadraba... pensaba un segundo y hacía la foto. Luego la bajé con tranquilidad. Cuando Benjamín comprendió lo que acababa de suceder entonces intentó fingir que estábamos por allí haciendo fotos como para arreglar algo o por motivos de seguridad -algo imposible de creer para alguien de dos dedos de frente, aunque bueno, hablamos de militares-. Está claro que el del centro me mira fijamente. Se pregunta, incluso, qué hace allí mismo, en el centro de mi foto, con su camisa verde oliva remangada y su actitud de tener huevos ante lo que sea, boina de lado y sus compañeros a diestra y siniestra. Salimos de allí.

En voz baja, también con calma, Vale me dijo que era un niño. Miré atrás.

sin título


A veces también es cuestión de suerte. ¿Pero qué es la suerte? No sólo es lotería o estar en el lugar apropiado en el momento idóneo, también es aprender a agarrar las cosas al vuelo. Cuando soy capaz de tener suerte tengo una breve sensación de apogeo, bastante parecida a cuando besas a alguien por primera vez, sin pedir permiso. El problema con la suerte -como con los besos- es que siempre quieres más.

Chicas


Me quedé un rato mirando a esas chicas antes de hacer esta foto; parecía una ventana a otro mundo. Cuando les robé el alma me sentí como un pequeño dios que observa sus creaciones sin decir palabra, sin que nadie se entere, sin que nadie oiga, sin existir apenas.

sin título

En el hemisferio sur el agua se va por la pileta en el sentido inverso al reloj, quizás por eso me fijé en estos respiraderos.

Es para mi como un misterio extraño estar al calor en diciembre y que el sol llegue del norte. Las estrellas también son diferentes. En Europa alguna gente le llama mediodía al sur, las tiendas de variedades se llaman ultramarinos y se come turrón cuando hace frío. En Buenos Aires alguien se rió de mi porque, al cruzar las calzadas, siempre miraba a ambos lados. Incluso los semáforos están puestos de otra forma. En poco tiempo decidí dejar de compararlo todo a cada lugar donde miraba y aceptarlo tal y como era. Creo que lo conseguí, sin embargo vi que hay algo invariable ahí donde vas, siempre estás tú.

Calle

Lo más peligroso de Buenos Aires es el tráfico. Simplemente están locos. Los semáforos no dan tiempo a pasar y acabas teniendo que correr por tu vida. Los pasos de peatones son líneas blancas en la calzada sin la menor utilidad. Cuando un coche te encara jamás frena. Tu vida o su parachoques, o ambas cosas. Los taxistas conducen -manejan- rápido y sin temores, raras veces usan intermitente. Y los accidentes -según vi- no son infrecuentes.

Además de eso, existe una guerra no declarada entre taxistas y conductores de colectivos -autobuses-. En la furia de la ciudad normalmente los impactos entre ellos hacen que el taxista lleve las de perder, como es lógico. Uno de los días en los que estuve resultó que un colectivo se estrelló contra un muro, algo insólito. El conductor murió. Primera baja. Aquella mañana los taxistas no podían ocultar su alegría, el enemigo -por fin- mordía el polvo.

Patos

En realidad esta no es una gran foto, se trata de algo personal. Cuando era muy pequeño fui en una excursión del colegio a visitar las ciudades de León y Astorga, un fin de semana largo. Creo que fue la primera vez en mi vida que pude hacer fotos estando solo, tenía una vieja cámara compacta. Todos los niños estaban en la catedral sacándose fotos y saliendo felices en ellas, sonriendo lo más que eran capaces. Recuerdo perfectamente que me pareció algo un poco estúpido porque vendían postales, así que me fui a un parque cercano y saqué fotos a los patos. No vendían postales de los patos.

Saqué tres carretes de treinta y seis fotos cada uno. Me quedé bastante feliz con las fotos. Cuando volvía contento en el autobús no podía imaginar la azotaina que me esperaba días después, cuando mi madre trajese las fotos de la tienda de revelado y viese que yo no salía en ninguna y -lo que fue peor- estaban aquellos patos muertos de risa.

Paso de peatones

El otro día vi que Carlos Maslatón tiene un pulso excelente, el mío es horrible. Café, maldormir, esas cosas que acaban jodiendo a uno. Hoy estuve pensando en llamarle, una especie de comida atea en Navidad. Ah, no es atea que él es judío, qué hostia, mi plan a la mierda ¡con lo que me gustaba! Salí temprano de casa, me gustaría decir que eran las ocho pero la verdad es que eran las nueve, cuando tienes el cerebro lleno de engranajes luego te sientes culpable por las cosas más idiotas, dormir quince o veinte minutos de más es una de ellas. Increíble pero cierto. A lo que iba, salí de casa con ánimos de boyscout y, como esperaba, todo estaba vacío y casi silencioso -he dicho casi-. Los porteros -esos que se pasan el día sin pegar palo- si que estaban, pero eran los únicos. Salí y me fui paseando por Posadas, las aceras vacías, los bares cerrados. Ni siquiera me encontré a las típicas criadas en el Cerrito, paseando los canes y dejando cagaditas por doquier en las veredas. La verdad es que hacía una mañana de perros, quiero decir que llovía y había viento, justo el día que salí en zapatillas. El viento me gusta y la lluvia también aunque me fastidia un poco lo de las fotos, la cámara se moja y ya sabes que se te rompe. Hasta la avenida esa del Obelisco, la 9 de Julio, no encontré un bar abierto, cómo no, el de un hotel con aspecto snob -concheto, lo llaman aquí-. Pese al aspecto, el café me resultó espantoso y mientras lo tragaba leía educadamente mi Lonely Planet de Buenos Aires, los capítulos de San Telmo y La Boca. Una vez acostumbrado a las distancias no me parece que todo esté tan lejos, es curiosísimo cómo me mareaba la distancia el primer día y ahora es al revés, el espacio se ha plegado sorprendentemente. De todos modos no quería irme por las ramas, estaba contando lo de mi café en el sitio éste, el hotel, y fue ahíc uando se me ocurrió llamar a Carlos. Luego recordé que la gente duerme y esas cosas, sin ir más lejos el primer día que estuve en la ciudad desperté a prácticamente todos mis conocidos, seis o siete, sin querer, llamando para ver qué hacían -dormir-. Por lo tanto salí del bar sin llamar, entonces se puso a llover fuerte, de manera que tuve que refugiarme en un andamio en Corrientes, justo al lado del susodicho Obelisco. La espera no se me hizo larga, incluso escuché algo de música (None but the lonely heart, de Tchaikovsky) y eso me recordó al Teatro Colón, por el que acababa de pasar. Aún lo tengo que ver por dentro, lo que es por fuera me pareció claramente sobrevalorado, casi diría ruinoso, sobre todo por la parte trasera. Como en todas partes, en cada vano del edificio había un mendigo durmiendo, qué mundo contradictorio de mierda, dormir a algo tan etéreo e incorpóreo como es el Arte. ¿Qué sentido tendrá la ópera para quien no tiene dónde dormir o qué comer? No lo sé. Y bueno, estaba pensando en todo esto cuando paró de llover. Al salir de mi andamio me llevé un buen susto -que acabó de sacarme de mis cavilaciones- porque dos coches casi chocan, no sólo conducen como locos, encima yo soy especialmente asustadizo. Crucé, con temores fundados, y tuve que pararme a dos manzanas -dos cuadras- porque volvió a llover; esta vez en el toldo de un bar de empanadillas -algo típico de aquí que la gente de fuera no sabe antes de venir por primera vez-. Allí sentado me acordé de Gigi, una antigua novia porteña que había pasado una temporada en Europa -allí nos conocimos, en Santiago-. En algún momento entre la comida y el café se las arregló para decirme que yo era duro e inflexible, autoritario, gruñón, serio e incapaz de actuar movido por la menor de las pasiones, ajeno a los sentimientos de los que me rodean y mentiroso con los míos. Anoté la lista, creo que incluso me fastidió un poco que me la espetara. Quizás esté resentida o quizás sea cierto, o ambas cosas. Al separarnos -cerca de la Recoleta-, pese a todo, confesó que se esperaba algo mucho peor de nuestro encuentro. Le respondí -a modo de despedida- que yo nunca estaba a la altura de las espectativas... y me fui. Luego pensé que quizás la culpa de todo lo que me critica, además de mía, se puede deber a la buena educación; en ocasiones resulto terriblemente educado, adecuado, apropiado, ubicado, todos los ados del mundo que a la postre evitan que diga lo que pienso, y no sólo eso, también que lo oculte. Antes de alcanzar una conclusión -recordemos que estaba sentado en la avenida 9 de Julio, esperando a que amainase- pasó por allí cerca un tío chillando, rompiendo botellas y pateando bolsas de basura, ósea un loco. Me dio miendo e intenté salir de allí haciéndome el despistado. Me gritó algo -no le entendí- cuando justo pasó un taxi, aquí levantas la mano y pestañeas y ya estás dentro.

Mientras me alejaba de allí el taxista me preguntó de dónde era. Soy gallego, de los de verdad, le dije.
-Ah, ¿cuánto lleva el viaje desde España? -me preguntó.
-Unas doce horas.
-¿En avión?

Miré por la ventanilla. Las gotas de agua en el cristal siempre son iguales.

Niños


Llegar a Uruguay fue como meterse en una película antigua a pleno sol. Después de vivir en Buenos Aires durante casi dos semanas, andar por Colonia a la hora de la siesta era una experiencia sumamente tranquila, silenciosa... podríamos decir que incluso reparadora. Además, era el último día del año.

Eso si, mis sentidos extrañaban un poco el olor salado ante una costa que se perdía en el horizonte -la de un mar dulce y sin olas-. Curioseando entre las casas viejas me crucé con dos o tres personas -grandes y pequeñas- y poco más, un faro, palmeras... la principal atracción era la calma.

Así que busqué una buena sombra donde abandonarme al sueño de la tarde, junto al río.

Edificio


Yo no sé si es cierto que el que pensó este edificio (que es, nada más y nada menos, la vieja Facultad de Ingeniería de Buenos Aires), un ingeniero renombrado -esta sería su obra maestra-, se equivocó en los cálculos y en plena construcción descubrió que la estructura no podía con el peso de la cubierta. El desastre fue, literalmente, monumental. Precisamente por eso llama la atención que el techo sea poco más que plano, sin la menor gracia o el menor atisbo de remate neogótico. El tipo no soportó la vergüenza y se suicidó.

No diré que la historia no me gusta, más bien me encanta. Es como una pequeña metáfora de la propia Argentina.

Ventana


Yo ya había acabado de hacer las fotos cuando, desde otro cuarto, Mariquita exclamó:

-¡Adorno! ¡Mirá qué color increíble!

Me acerqué y puse cara de admiración. Aunque en realidad vi esto.

sin título

Caminé frente al Congreso mientras el sol me daba con fuerza en la cara. Me tapé los ojos con la mano y durante un instante vi cierto parecido entre mis dedos y las alas del buitre, y me hizo gracia. Fue un momento bastante feliz y me gustó darme cuenta. Luego hice la foto, aún con el gesto de la sonrisa solitaria. Temí que no fuese suficientemente buena como para que valiese para algo, mucha luz y a esos dos se les nota que me han visto y se susurran algo entre ellos, imagino que "éste qué hace" o "cariño, pegale una patada a ese boludo" o yo qué se. Además, en la lente podía notar las irisaciones del ambiente lumínico, esos destellos que nunca ves si no llevas gafas y que, si te descuidas, te estropean las mejores fotos. Si, cuando me fui no sabía si la borraría o qué pasaría. Casi cada instantánea se acaba convirtiendo en un mar de dudas. Reflexioné acerca del por qué.

Para alguna gente uno de los grandes miedos en la vida es el que tiene a convertirse en alguien mediocre. Se pasa años preparándose para no serlo, de manera que absolutamente todo lo que hace, estudia, dibuja, escribe o fotografía no son libros, cuadros o fotos sino un simple preludio de lo que que será realmente algún día. Nada lo valora por sí solo y pocas veces le llena realmente. Las relaciones con los demás tampoco están libres de esta tara, muchas veces las aborda como algo meramente temporal, una simple etapa y nada más, su vida no es esa. Y el trabajo también es sólo por un tiempo, por unos años. Nunca sabe si es suficiente o si ese día que tanto espera ha llegado hace tiempo, sin que se diese cuenta. O mucho peor, ese momento nunca existió ni lo hará.

sin título


Es curioso que cuando eres niño no eres consciente de que lo eres. Luego lo echas de menos, o yo lo hago, mil cosas que había en ese mundo infantil que eran una verdadera gozada, desde jugar al escondite, correr por ahí y llegar a casa con las rodillas de los pantalones todas manchadas, los juegos de verano o las primeras veces que lees a escondidas con una lucecita escondido bajo las sábanas.

Luego, cuando eres adolescente, tampoco te das cuenta hasta que se te pasa la edad. La vida es rápida y maravillosa a esas edades, eres casi un dios. Un dios joven.

Ahora ya soy adulto y hago esfuerzos por darme cuenta de qué demonios echaré de menos cuando pasen los años; porque pasarán.

sin título

Una tarde cualquiera, Benjamín y yo nos acercamos al Museo de Arte Contemporáneo, en San Telmo. Pasamos por una serie de salas bastante ingratas donde estaban expresadas cosas que yo no entendía, todavía no comprendo esa moda de convertir los museos post-post-modernos en lugares con sonidos desasosegantes que te mantienen en vilo, latidos de corazón, ruido de industria o zumbidos de insectos. Con las luces igual, se trata de que no veas nada, todo pasa rápido -como la vida- y no te enteras. Vivimos, sin duda, en la victoria del desenfoque, del motion blur. Entramos en una sala que se llamaba "dualidades" o algo así y había un sabio con gafas de vegetariano que estaba explicando las fotos -lamentables- a un grupo de conmovidos. Soltaba unas sandeces increíbles, seguro que luego va por ahí diciendo que es ateo o citando a Chomski. Me alivió mucho ver que Benjamín contenía la risa tanto como yo, ¡tuvimos que salir de allí casi corriendo! Como odio a esa gente que ve un Miró y dice "eso lo hago yo" sin tener puta idea de pintar, hice esta foto.

Estatua


Cuando me preguntan por Buenos Aires la verdad es que no sé qué contestar. No porque yo sea corto de palabras sino porque es una ciudad extremadamente ambigua. Se combinan en un sólo sitio las verdades más extrañas, contradicciones, sinsentidos y varios mundos en uno. Puede que sea defecto mío por ser de pueblo y, cuando camino por la calle, aún me sorprendo al ver gente con traje y chaqueta hablando por teléfono por la calle y sorteando con presteza a durmientes en el suelo, desposeídos de todo, incluso del sentido de dónde quedarse quieto y cerrar los ojos. Mi primer impulso era de ayudar y lo hice, luego vi otro, y otro, y otro, y muchos otros. Invité a niños a helado, les di monedas a unos que se bañaban, en los semáforos, le hablé con amabilidad a un desgraciado como salido de una guerra, incluso invité a uno a comer... ¿qué hago? me dije un día. No tenía sentido lavar mi moral con unos restos. ¿O sí lo tiene, por poco que sea?

Quizás el día que eso te deja de importar te conviertes en una estatua perfecta, Buenos Aires está lleno de ellas.

Cementerio


María me dijo que existía un lugar, una ventana, desde la que se podían ver los edificios de la Recoleta rodeando el cementerio. La busqué por tres veces y casi no la encuentro, finalmente era la última ventana de la última sala del último intento... cuando miré y vi las cúpulas silenciosas de la ciudad de los muertos sentí cierta calma, cierto alivio, como el que llega a algo largamente deseado y descubre que es, exactamente, tal y como esperaba. Al caminar de vuelta, satisfecho, me di cuenta de lo raro que es eso en la vida, que algo imaginado y real coincidan de alguna forma.

Tampoco será esta la última búsqueda que me conduzca a un cementerio.

sin título


Mientras las familias alrededor del lago festejaban el año nuevo Uruguayo (que no coincide con el argentino y mucho menos con el español) el patriarca de la casa se escapó de allí y fue a la casa a por una maleta -valija, le llaman- para realizar un ritual que, al parecer, efectúa todos los años y que consiste en pasearse con ella por toda la casa. De este modo la fortuna y los viajes se ponen de su parte y se asegura el tener un buen año de vuelos, autobuses y visitas a lugares lejanos. Aunque soy una persona terriblemente escéptica y no creo ni en la suerte, ni en el destino ni en los buenos auspicios, tuve que contener unas enormes ganas de agarrar mi mochila y dar vueltas por la casa. No sólo eso; también quise ser abuelo, hablar de robots y celebrar muchos fines de año junto al lago, comiendo churrasco y bebiendo vino rodeado de todos...

Luego volví en mi.

Hombres sonriendo

Vale me llevó a ese bar un lunes. Habíamos quedado en dar un paseo aquel día para que me enseñase algunos sitios que le gustasen de su ciudad, había insistido en que llevase mi cámara para enseñarle a hacer fotos. Yo no sabía muy bien qué decirle, aparte de lo obvio -los botones y se mira por aquí- el resto estaba ante ella, sólo era cuestión de esperar y ser paciente. Pero ella me gustaba, para qué negarlo, así que después de mucho resistirme, me vendí. Puse la voz esa que uno pone cuando quiere impresionar y le conté algunas chorradas sobre la percepción y yo qué se. Pareció funcionar; sólo me amargaba mi propia voz interior que me decía una y otra vez que era patético. Recorrimos el barrio e hicimos unas pocas fotos de turista. Me di algo de vergüenza e incluso me temblaba el pulso.Esa noche no pude dormir. Por la mañana borré todas las fotos que habíamos hecho. Estaba rabioso conmigo mismo, toda la vida diciendo esto y aquello y al final me ninguneo por una sonrisa. Agarré la mochila y, solo, me fui al barrio sabiendo que tenía que redimirme de alguna manera. E hice esta foto. Imagino que así me perdoné.

Estación

Como todas las estaciones, olía a hierro, aceite y madera gruesa.
Siempre quise tener algún recuerdo despidiéndome de alguien en una estación de tren, una de esas situaciones exaltadas en las que sabes que no volverás a verte y rollos de esos. Pero todos sabemos que el mundo nunca es como uno quiere, así que fue en Barajas, olía a moqueta y friegasuelos y si, ella se iba: se despidió con un chao y yo perdí mi vuelo, tuve que esperar doce horas sentado en un banco, solo, por supuesto.

sin título


A veces los demás nos ven de un modo que nos es imposible imaginar, así lo sentí en mi estancia en el hemisferio sur.
También, en ocasiones, las cosas no terminan cuando uno cree ni conducen a donde uno piensa. A veces mueren de manera prematura y nos fastidiamos, pero otros caminos nos llevan mucho más lejos de lo que habríamos jurado en un millón de años: nos guste o no, la vida tiene grandes sorpresas. Nunca cometas el error de pensar que ya las conoces todas.

Calle

Estaba ahí sentado en la calle Corrientes, sacando fotos a los caminantes, a media tarde. Estaba esperando a que el sol bajase un poco y se alargasen las sombras. Hacía calor. Me distraía haciendo fotos al azar, ahora, ahora no, ahora... ahora no. En un momento dado pasaron, tranquilamente, dos chicas de la mano, ambas llevaban falda blanca y pelo largo, suelto. La verdad es que las dos eran preciosas. Se pararon junto a mi, justo en frente, me quedé congelado. Una pasó la mano por la mejilla de la otra y se besaron como para despedirse, un beso tibio y fresco, cariñoso.

Fue como si el tiempo se hubiera detenido. Hacía mucho tiempo que no sentía envidia de algo o alguien, y ni siquiera sé describir lo que sentí -encima me siento torpe-, porque me quedé atónito. Se fueron; entonces me acordé de la cámara.

Hombre pescando


Tras el retorno siempre acaba por llegar la hora de subir por otros ríos, de caminar otras playas, de andar otros montes donde el aire sea diferente y la luz cambie nuestra visión de las cosas. El apego al pasado sólo es un eco de lo que fuimos, de lo que nos gustó ser. Y no es algo malo. Pero si aspiramos a la virtud en aquello que hagamos -no a la mera y fútil grandeza- es extremadamente importante saber aceptar el genuino final de las cosas.

Edificios


Volviendo de Puerto Madero, con los pies cansados de caminar, decidí tomar un taxi.

-A Posadas y Callao-le dije, intentando que no se me notase el acento para evitar la ya manida conversación.
-¿Sos español? -me contestó mirándome a los ojos por el espejo retrovisor. En esos casos no sabía bien si hablarle a la nuca o al espejo, ambas cosas se me hacían raras.
-Si, gallego -miré por la ventanilla, casi siempre te sientas en el lado derecho del coche, eso impide que veas cómo se pone el sol si estás cerca del río. Sin embargo hay edificios grandes con paredes de espejo, vi un reflejo inmenso.
-¡Pare aquí! -pagué rápido y salí corriendo del taxi, sacando la cámara mientras miraba a ambos lados de la acera buscando un buen sitio, y vi un buzón. Me subí de forma algo patosa, me gustaría escribir que di un salto o algo así pero sería mentira. Desde arriba miré al cielo y sonreí, las puestas de sol son como las cosas de la vida, si se te pasan hay más, pero ya no es la misma.

Chica en un tren


Los trenes que vi en Buenos Aires llevan las ventanillas bajadas, la verdad es que parecen del siglo pasado -y lo son- pero hay que reconocer que la travesía es mucho más agradable cuando te da el viento en la cara. En uno de esos, me senté junto a Benjamín y justo delante estaba ella, su pelo se mecía con la brisa cálida acariciándole las mejillas. No hay nada más impresionante que una perfecta desconocida de espaldas, sin nombre, sin problemas, incluso sin voz o vida o circunstancias. Es la promesa de un mundo infinito donde perderse y encontrarse, una idea en estado puro. Contuve el aliento.

Cementerio


La fotografía en sí misma consiste en una búsqueda de algo, que nunca sabes con certeza lo que es. Podría, quizás, ser un intento de separar la belleza de objetos comunes o incluso aparentemente feos. E instantes resumidos en un sólo microsegundo en el que eclosionan todos sus momentos en uno. Has de cambiar tu manera de mirar el mundo y preguntarte con máxima sinceridad qué te gusta de eso que ves, a veces no es lo obvio y otras, precisamente, lo tienes delante de tus narices y no te das cuenta. Y es un juego, en el mundo todo tiene muchos lados, y no me refiero sólo a que cambies de acera para verlo desde otro ángulo, sino a la idea en sí de que muchas veces creemos que nuestro modo de ver las cosas es el único, y no es así. Por último, también es compañía, cuando haces fotos para gente o para alguien en concreto tendrás que involucrarte de alguna manera en lo que esa gente o esa persona sienten, tú serás sus ojos de azul profundo.

Nubes


Siempre me gustó empezar por el final, estaba sentando en el avión contando nubes y ligeramente ofuscado por la chica que me había tocado al lado. Ya es casi una constante, siempre me toca sentarme al lado de mujeres silenciosas, no dicen ni mu. Esta era la mar de guapa, la verdad sea dicha, aunque no paraba de mesarse el pelo y empecé a obsesionarme con la idea de que parase. Fantaseé con ser capaz de decirle que se estuviese quieta de una vez, pero no me atreví. Parecía española, leía a Joyce traducido con un poco de desgana, la verdad es que no conseguía acabar una sola hoja sin detenerse un rato, o estaba inquieta o yo no sé. A veces bostezaba como un gato, quizás no se daba cuenta de que la veía mirarme de reojo cuando yo me giraba a hacer fotos de nubes. Me hice el interesante y dibujé en mi libreta arqueando la ceja izquierda, con un gesto clásico de sabiondo. Cuando pasó la azafata bebimos lo mismo, agua: almas gemelas. Empecé a preguntarme cómo sería su apellido. El de mi madre es bonito, el de mi padre la mar de común. Tendríamos que ver si pegaba bien, yo siempre estoy dispuesto a claudicar en aras de un nombre más sonoro. Creo que tenía -no me atreví a mirarla directamente- unas mechas rubias sobre un fondo moreno, eso teníamos que hablarlo porque no hay nada como el color natural de uno mismo, seguro que con algo de tiempo la convencía de que abandonase esas costumbres bárbaras de colorearse el cabello. En esto se durmió y arruinó nuestra relación, no soporto a las mujeres que roncan.

Serie Buenos Aires - Montevideo

Varias personas me han pedido que ponga aquí la serie de Buenos Aires que hice en diciembre del 2004 y enero del 2005, dadme un día o dos y la subo.

:)

lunes, 23 de enero de 2006

Hombre andando


Hay una gran diferencia entre lo que deseamos hacer y lo que podemos hacer, son muchos los motivos que originan ese escalón: a veces no nos da la gana, sin más; otras nos gustaría que nos gustase algo que -en realidad- no nos gusta; o no somos capaces por imposibilidad física o intelectual; o el precio es demasiado alto; no sé, hay miles. Personalmente el motivo que más me fastidia es cuando soy yo mismo el problema: hice cientos de fotos en Roma pero todas se me parecen demasiado a algo que ya he visto no sé dónde. En definitiva, me resulta imposible seguir con ellas sin sentirme un poco falso así que ésta será la última visión de Italia por el momento.

Hoy leí esta frase de "no tenemos cuerpo, somos cuerpo". Quiero que sea cierta.

Reflejo en una puerta doble


De la misma manera que cuando nos oímos hablar siempre nos suena raro -desde dentro nos sonamos mejor-, en ocasiones no me reconozco en las fotos. Me miro en el papel y veo un extraño que no tiene nada que ver conmigo. Parece como serio y concentrado en algo que no se sabe qué es, como en otro mundo que no es éste; su mundo de yupi -parafraseando a alguna-.

sábado, 21 de enero de 2006

Chicas en un pasillo


Según la teoría del efecto mariposa cualquier hecho, por pequeño que sea, puede tener grandes consecuencias. De este modo si un insecto vuela en el ecuador del planeta podría ser que esto provocase una tormenta polar por una encadenación de circunstancias. Dediquémosle unos segundos a esta idea estúpida: yo estaba allí porque aunque no tenía pensado ir a ningún sitio en enero unas amigas me dijeron que se iban de viaje y me anoté; tenía trazado un plan para ir solo por mi cuenta pero una no pudo subir al avión -le robaron el carnet- por lo que decidí variar mi plan y acompañar a la otra en sus paseos, de modo que aquel día por la mañana yo no habría estado allí, en esa cúpula, pero estaba -subiendo escaleras-; iba hablando y no iba a sacar fotos en todo el ascenso pero mi acompañante se adelantó y me quedé solo, por eso encendí la cámara; ví que estaba todo torcido y me pareció interesante, a pesar de eso no habría hecho la foto si la chica -que era japonesa y no de otro sitio, quizás por eso me fijé en ella- no hubiese levantado la pierna, pero lo hizo y la saqué; ella se estaba rascando porque quizás estaba un poco acalorada de la subida, anorac grueso y calcetines gordos, seguramente fuera hacía bastante más frío que dentro porque, justamente, venía un viento frío del norte; dicho viento provenía de una tormenta que, días antes, había sido provocada por la dichosa mariposa ecuatorial.

Por lo tanto sin el bicho no habría foto. Es simple.

viernes, 20 de enero de 2006

Esculturas


Me impresionan las estatuas que se parecen demasiado a alguien.


Cuando no miras, pestañean.

jueves, 19 de enero de 2006

Luz en una ventana


ser uno más, de miles, de millones de miles de millones a lo largo del tiempo, en el mismo sitio, en la misma dirección, respirando el mismo aire viciado que ha pasado por otros tantos antes que por mi interior, me rodea y le doy forma, me sigue como ha seguido a todos y se concentra frente a mi dejándome ver la luz que entra por una ventana, partículas de polvo flotando en el ambiente, brillando en un instante que muchos confunden con dios; así es este mundo.

nunca he de rendirme -me digo-, y disfruto por dentro hasta que la garganta me hace cosquillas.

sábado, 14 de enero de 2006

Roma

Imagino que la semana que viene pondré una miniserie de fotos: el domingo me voy unos días a Roma. Podremos ver qué tal luce la piedra con la luz de invierno.

(sonrisa)



R.

martes, 3 de enero de 2006

Pared de piedra (Última de la serie)


Cuando escribo el final de una serie siempre me pregunto qué me estoy dejando sin contar, siempre tengo más fotos que no enseño y algunas historias que me guardo porque si. Realmente no sé qué es lo que hace una historia mejor que otra, qué le da interés a unas fotos y qué se lo quita. Podría ser que fuésemos nosotros mismos; puedes pasar por esta puerta bostezando, comiendo cacahuetes o bien detenerte a mirar la luz en la pared, pasar la mano por la piedra y sentirla en la punta de tus dedos -y emocionarte-. Hagas lo que hagas, la puerta es la misma. Lo que cambia todo eres tú.

lunes, 2 de enero de 2006

Ciudad


Imagina que tu familia tiene un panteón o una cripta donde entierra a sus muertos. Alrededor de ella hay muchas más, miles, iguales. Imagina que un buen día alguien te llama y te dice que una familia se ha instalado en la tumba y que ahora viven allí. Tratas de echarlos pero no sólo no lo consigues sino que encima debes pagarles para que cuiden el sepulcro con respeto, una cantidad de dinero que hace que esa familia que ocupa el panteón de los tuyos viva mejor que tú. Ves en el telediario que el gobierno les ha puesto luz y agua, son cientos y cientos de miles. Un día pasas por allí y compruebas que se han comprado un coche, está aparcado justo al lado de donde están enterrados tus tatarabuelos. Otro día tienes la desgracia de que muere tu padre y les tienes que pedir permiso para organizar el funeral; abren las puertas de la casa y le das sepultura a pocos metros de un sofá, estarán esperando a que te marches para seguir viendo la tele. Imagina que un día te pasa eso y es cierto.

Bienvenido a la Ciudad de los Muertos. Bienvenido a El Cairo.

domingo, 1 de enero de 2006

Tienda


Unos días antes de viajar a Egipto vi a Marisela tomando un café con unos amigos; no sé muy bien por qué pero se rio bastante de mi cuando se enteró de que no iba acompañado, se tapaba la boca aguantando las carcajadas. A pesar de que todo le hacía gracia me encargó un pañuelo con monedas, aunque suene raro resulta que practica danza del vientre aquí en Galicia. No dije nada pero el tema me sonó un poco rebuscado; pero bueno, he visto cosas peores.

Saltemos en el tiempo. Días después estaba en El Cairo, hacía más de una hora que había anochecido y buscaba a unos amigos -sin éxito- frente al Museo Egipcio. Se me pasó por la cabeza la idea estúpida de que podía encontrarles en el mercado del Halili, un sitio inmenso lleno de gente, saqué mi mapa y me puse a andar. Realmente era la primera vez que caminaba solo por El Cairo. Desde el principio me pareció una locura eso de cruzar las calzadas sorteando el tráfico a toda velocidad. Pasé un poco de miedo pero a la tercera ya corría como un gamo entre los autos. Las aceras -aparte de los baches y agujeros varios- eran más normales. Me detuve a comprobar dónde me encontraba, saqué mi mapa y fue ahí donde Mustafá me vio.

El tal Mustafá me preguntó que adónde iba. Su inglés era bueno, mejor que el mío. Le dije que paseaba al azar para ver si me encontraba por casualidad con unos amigos. No sé si me comprendió del todo pero se rio, le parecía imposible. Después de eso se puso a andar conmigo y me empezó a contar su vida, así sin más. Era militar y llevaba once meses sin tener un solo día libre, éste era su primer permiso y se lo había pasado velando por un amigo en el hospital. Su familia nosequé, otro amigo nosecuanto. Luego se ofreció a llevarme al mercado; acepté.

Me hacía gracia hablar con un egipcio. Turismo, religión -era musulmán, llevaba un Corán de bolsillo colgado del cuello, le dije que dios no existía-, azar, viajes. A mis ojos parecía la primera persona normal con la que hablaba que no pretendía timarme a la primera de cambio. Luego, más o menos una hora después, tras dar unas cuantas vueltas por el mercado, pensé que no encontraría a mis amigos así que le dije que me ayudase a comprar el susodicho pañuelo de monedas. Tuve que repetirle dos o tres veces que era para una amiga porque no daba crédito a mi historia de chicas gallegas haciendo bailes del vientre -a verdad es que a mi también me cuesta creerlo-. Se le ocurrió un juego: yo entraba en las tiendas y veía algo que me gustase y más tarde regresaba él y miraba lo mismo, la gracia consistía en ver la diferencia de precios.

Gastamos un par de horas entre tiendas y escondites de bares. Uno iba, el otro esperaba. Resultaba difícil describirle cuál había visto y más difícil salir de los sitios sin comprar: los egipcios son muy tenaces cuando entras en sus tiendas, me invitaron a tes con menta, me sentaron en sofás, subí a segundos pisos, incluso una chica se probó los modelos para que eligiese. Seguí el plan y siempre le veía un defecto irresoluble. Finalmente vi un vestido con monedas realmente bonito, me pedían un dineral que rebajé regateando hasta mil seiscientas libras. Insistí pero nada, no bajé el precio ni una piastra. La conocida táctica de irme tampoco funcionó.

Mustafá lo compró más tarde por ciento cincuenta.


Salimos del mercado con sensación triunfal, casi eufóricos. Bajo el brazo una bolsa con el vestido medio regalado. Fue ahí cuando él me dijo que si me apetecía tomar algo en algún lugar, conocía buenos sitios. Paramos un taxi y nos fuimos del mercado.

El tráfico y las calles locas me confundieron muy rápido. Realmente nunca supe dónde estábamos. Después de un buen rato de taxi paramos en una calle no muy grande, mal iluminada. Entramos en un local sin cartel con la puerta pintada de verde, por dentro no era muy grande y estaba bastante vacío; el suelo era de moqueta azul. Algunas chicas sentadas tomando cerveza y un tipo barriendo, no se sabía muy bien si estaban cerrando o abriendo. Nos sentamos y Mustafá me dijo que sólo había cerveza y queso así que fue lo que pedí. Resultaba extraño que trajesen las cervezas como en heladeras de champán.

Todo aquello me estaba pareciendo un poco raro. Mustafá me dijo que si no me oían hablar todos pensarían que era egipcio por mi pelo negro descuidado y mi barba de tres días. Y eso parecía, yo estaba callado y nadie me hacía el menor caso lo que, sin duda, era un alivio.

Fue entonces cuando se apagaron las luces y alguien encendió un foco violeta. Pusieron música suave y él me dijo que pronto empezaría a haber gente y todo sería más agradable, más mujeres, más cerveza. Llegado a aquel punto, estaba muy claro que aquello era un burdel; le dije que tenía algo de sueño y me quería ir.

Antes de que consiguiese convencerlo vino una chica y habló con él en árabe. Me miró de reojo y sonrió, yo quería morirme. Estaban entrando individuos en el local, se sentaban a fumar cachimbas y beber cerveza; a cada uno se le acercaba una chica y bailaba a su lado, se servía cerveza y le sonreía mucho. De vez en cuando se quitaba algo de ropa. Al mismo tiempo, muchas de las chicas se habían enterado de que yo era extranjero y vinieron a la mesa, se me comían con los ojos. No seas tímido, me decía Mustafá. Le dije que era tarde y debía irme.

Pagué la cuenta y me fui. Creo que algunas me miraron decepcionadas, una incluso me agarró del brazo pero lo más educadamente que pude me di a la fuga. También me di cuenta de que me estaban timando muchísimo con la cuenta pero me daba igual con tal de salir de allí. Cuando por fin estaba en la calle Mustafá vino detrás, creo que pensaba que me disgustaban esas chicas, conocía otras en otros lugares. Ya no sabía qué decirle para librarme del embrollo así que le confesé que estaba casado y que no me gustaba aquello. Aunque mi mentira fue convincente no surtió mucho efecto; eso no importa, decía.

Paré un taxi. Mustafá lo negoció por mi en árabe y me robó casi un centenar de libras en el trato aunque no me di cuenta hasta más tarde. Que dios te acompañe -dijo- y se fue.



El taxista no conocía el hotel y tardé -literalmente- horas en encontrarlo. Tuve que regatear con él, cambié de taxi tres veces y perdí cientos de libras en la búsqueda del puto lugar de superlujo. Cuando finalmente llegué a las tantas de la mañana me habían limpiado hasta la última libra, me dolía la cabeza por culpa de las cervezas, me olía toda la ropa a tabaco del burdel, el orgullo destrozado, me quedaban apenas tres horas para levantarme de nuevo y encima me había dejado encendido el aire acondicionado y mi habitación parecía el interior de un iglú. Eso si, tenía la jodida bolsa con el vestido de monedas.

Después de una ducha para calmar los nervios me acosté pero no era capaz de dormir. Odiaba a Mustafá. Odiaba a las putas y a toda la maldita gente de esa ciudad de locos. Odiaba la risa de Marisela con el vestido puesto.