lunes, 20 de agosto de 2018

martes, 14 de agosto de 2018

viernes, 10 de agosto de 2018

...

Yo pensaba que era desordenado pero esta mañana al salir de casa resultó que la vecina de enfrente tenía la puerta abierta de par en par. Presencié el Caos -si, con mayúscula- por breves instantes. Fue un paisaje que no me voy a molestar en describir, inenarrable.
La señora, consumada por la vergüenza extrema del que ha revelado demasiado una miseria, cerró de un portazo, olvidando por completo su maleta en el descansillo. Tres segundos después -tras experimentar cierto alivio, imagino- recordó que de hecho se iba, de modo que abrió una rendija minúscula por la que pasar, se deslizó por ella y con toda la dignidad posible se colocó junto a mi a la espera del ascensor. Agarraba la maleta con las dos manos, nudillos blancos.

Por fin llegó el elevador. Cinco pisos de bajada que, tras lo sucedido, se antojaban eternos. De modo que ella consideró necesario decir algo (en inglés):

-Huele bien ese aftershave que usa.

(Vamos a aclarar que llevo barba de dos semanas)

-Ah gracias, pero creo que se refiere a mi jabón.
-Si, eso, huele muy bien.
-gracias...
-¿Es argentino?
-¿Quién, yo?
-No, el jabón.

No pude responder porque el ascensor llegó y la mujer salió despavorida. La vi alejarse por la acera en la mañana newyorquina, con el sol rebotando en las calles, el runrún del tráfico, una sirena distante y miles de desconocidos atareados subiendo y bajando con sus iphones carteras zapatos de tacón cafés del Dunkin’ Donuts gafas de sol trajes baratos caros semáforos homeless y una señora negra gritando a un Uber.

lunes, 6 de agosto de 2018

Francia, 1

Mochila en la espalda esperábamos en la Gare de Lyon el tren que nos llevaría a Annecy. Dijeron que había retraso, creo que un cable se había quemado y a la mierda. Aburridos, bebimos agua mineral a tragos cortos sentados en el suelo. Exploramos la sección 1, hablamos con los guardias y mantuvimos una cabal vigilancia sobre la pantalla de salidas, al igual que las otras cuatrocientas personas que nos rodeaban. En un momento dado vi un piano cerca de unos asientos. Un señor negro estaba sentado en la butaca y tocaba con torpeza un par de teclas. Su mirada al vacío.

Pin. Pin. Pin. Piiiin.

Me coloqué a la orilla del piano y me quedé quieto unos minutos.

Pin. Pin. Pin.

El tipo fingía que no me veía pero claramente empezó a sentir la presión.

Pin.

Vale, finalmente con gesto agobiado se levantó del asiento y se apartó con cierta timidez. Sonreí y me senté. El pobre piano estaba muy desafinado, rozando lo roto. Intenté una melodía sencilla mezclando segundas menores y aumentadas, algo que amenizase la espera sin pretensiones.

Pero llevaba apenas unas frases cuando inopinadamente oí una nota agudísima que no era mía.

Pin. Pin. Pin.

El tipo, escorado al borde, tocaba una de las últimas teclas haciéndose el distraído. Seguí tocando como si nada.

De nuevo. Pin. Piiiin. Por supuesto.

Y por un instante pensé que su nota interrumpida era quizás una llamada de socorro en morse, una petición de ayuda, una inspiración inaplazable, un canto a lo efímero, una ilusión de esperanza, una disonancia fruto de la dialéctica fallida entre dos humanos que no hablan el mismo idioma, que no viven en la misma ciudad, ni el mismo país, que comen cosas diferentes, que nacieron en años dispares en circunstancias lejanas irreconciliables, viajeros del espacio y del tiempo que se cruzan en un único parpadeo en forma de do agudo, en la séptima octava de un piano en una estación de París.

O quizás sólo quería tocar los cojones.

eh, Tom