viernes, 10 de agosto de 2018

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Yo pensaba que era desordenado pero esta mañana al salir de casa resultó que la vecina de enfrente tenía la puerta abierta de par en par. Presencié el Caos -si, con mayúscula- por breves instantes. Fue un paisaje que no me voy a molestar en describir, inenarrable.
La señora, consumada por la vergüenza extrema del que ha revelado demasiado una miseria, cerró de un portazo, olvidando por completo su maleta en el descansillo. Tres segundos después -tras experimentar cierto alivio, imagino- recordó que de hecho se iba, de modo que abrió una rendija minúscula por la que pasar, se deslizó por ella y con toda la dignidad posible se colocó junto a mi a la espera del ascensor. Agarraba la maleta con las dos manos, nudillos blancos.

Por fin llegó el elevador. Cinco pisos de bajada que, tras lo sucedido, se antojaban eternos. De modo que ella consideró necesario decir algo (en inglés):

-Huele bien ese aftershave que usa.

(Vamos a aclarar que llevo barba de dos semanas)

-Ah gracias, pero creo que se refiere a mi jabón.
-Si, eso, huele muy bien.
-gracias...
-¿Es argentino?
-¿Quién, yo?
-No, el jabón.

No pude responder porque el ascensor llegó y la mujer salió despavorida. La vi alejarse por la acera en la mañana newyorquina, con el sol rebotando en las calles, el runrún del tráfico, una sirena distante y miles de desconocidos atareados subiendo y bajando con sus iphones carteras zapatos de tacón cafés del Dunkin’ Donuts gafas de sol trajes baratos caros semáforos homeless y una señora negra gritando a un Uber.

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