viernes, 25 de febrero de 2011

miércoles, 23 de febrero de 2011

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De repente te acordaste de aquellos días de incertidumbre en Buenos Aires en aquel apartamento de paredes blancas. Te encantaba el olor de la ciudad y sus cafés y los árboles y tumbas y esquinas que nunca llegaban a ser esquinas, sobre todo en San Telmo. Te dijiste que eran cosas del pasado y te preguntaste qué pensarías en el futuro de aquella temporada en Nueva York, qué cosas permanecerían en el recuerdo y cuales simplemente dejarían de existir: ¿las calles sucias?, ¿las ratas?, ¿el olor de los trenes o los gritos de medianoche?, ¿o quizás algo tan simple -y humano- como el frío sol de invierno o el verano sofocante? Pero sólo había una forma de saberlo.

Caminabas por la calle pensando en esto cuando pisaste la mierda de perro más rara que habías pisado jamás. Levantaste el pie asqueado para darte cuenta de que en realidad estaba en una bolsita de plástico. Porque en Nueva York los perros cagaban en bolsas.

viernes, 18 de febrero de 2011

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Según llegaba el buen tiempo empezaban las contradicciones que tanto te gustaba apostillar. Como aquel chico con pantalones cortos y abrigo tipo Alaska con la capucha puesta. O aquella chica en el tren con vestidito corto de primavera avanzada y botas de invierno australianas hasta las rodillas. O una cosa u otra, pensabas. Te encantaba hacer eso. Pero en silencio pasabas calor porque a pesar de tu manga corta llevabas calcetines de nieve.

Es más, por aquel entonces mirabas los lagos aún congelados -sólo quedaba una fina película de hielo que pronto se rompería- y tuviste un deseo contradictorio, el de caminar sobre el frío y estar en una playa atlántica oliendo a verano y salitre y algas con un poco de brisa ojos cerrados.

Era viernes y un pájaro muy grande se había posado cerca de la ventana.

jueves, 17 de febrero de 2011

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Entonces saliste de casa con el tiempo justo para llegar al metro y luego a Grand Central. Se cerró la puerta y de repente te acordaste de la sopa convenientemente olvidada sobre la mesa en el tupperware del ikea. Mierda -pensaste-. Sopa de algas, miso, patatas cocidas y repollo con un poco de picante chino. Nadie normal come eso, lo sabías.

Te pusiste a caminar rápido por la calle. El sol naciente a tu espalda llegando desde Brooklyn mientras cambiabas de acera. Pronto amanecería antes y no verías esa luz rosada y esas sombras que tanto te gustaban pero uno debe disfrutar de lo que tiene y no pensar en cuándo dejará de tenerlo. Le dabas vueltas a ese consejo de viejos cuando de repente viste a Rachel cruzar la avenida. Apretaste el paso para llegar junto a ella y cuando lo conseguiste te diste cuenta de que era otra persona. Curioso que el día antes te había pasado lo mismo, habías pensado que Pablo pasaba por allí con una maleta de ruedas. Pero tampoco era él.

Pasaron un par de taxis. Cruzaste otra calle. Y de repente viste a María con su mirada miope y distraída. Pensabas que estaba embarazada y en Madrid y de repente no era ella sino otra chica de pelo largo castaño ojos pequeños. ¿Qué coño pasa aquí? te dijiste a ti mismo. Había que aceptar que últimamente reconocías a amigos en extraños, una y otra vez. Al único que no reconocías del todo era a ti mismo, con espejo o sin él.

Luego te olvidaste de todo esto porque un tipo roncaba en el tren. Era un sonido gutural horrible, como cuando un hombre carraspea y se trae todas las flemas de la garganta para escupirlas, pero sin hacerlo. Era una tensión, un asco. Trataste de olvidarte metido en tu libro, en las cavilaciones matutinas, en el regusto a té de Yunnan en tus labios, en la colonia de la negra sentada a tu lado -demasiada y barata, como siempre-, en las últimas nieves, en la fruta, en el susurro del inglés flotando en el aire, ininteligible y misterioso como algún encantamiento largamente olvidado.

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Estoy sentado en la sala de espera de una consultoría en Armonk, más o menos en la línea entre Nueva York y Connecticut. Los impuestos y papeleo del infierno. Fuera hay nieve pero no durará mucho tiempo, los lagos empiezan a descongelarse; ya ni se puede caminar por ellos. Veo entonces un manojo de folletos en la mesita, anuncia sandalias polacas hechas a mano. Me paso la mano por la barba mientras pienso en el mundo raro en el que vivo. Cada vez va a peor. Como esta mañana, una mujer negra se sentó a mi lado en el tren, muy buen parecer pero, de repente oí un clap clap y la tía que se estaba cortando las uñas. Los trocitos volaban sin control e imaginé la conversación que tendríamos si se me metía una en el ojo. Un rato después me pasé por el baño en el estudio. Estaba sentado en la taza y oigo al del sitio vecino, hablaba con su mujer: "cariño, te llamo ahora que me tengo que limpiar".

Sigo sentado en la consultaría. Despeinado. Camiseta raída. Zapatillas rotas. Pantalones de segunda mano. Y mi Casio de siempre. Planeando cenar un baozé y el repollo seco del fondo del frigorífico. Pensando en blanco y negro. Desenfocado.

viernes, 11 de febrero de 2011

lunes, 7 de febrero de 2011

miércoles, 2 de febrero de 2011