domingo, 12 de junio de 2016

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Ya no sé cuántas horas hace que no duermo pero fue de esta guisa que me subí al tren del aeropuerto a Ginebra y se me pasó la estación literalmente por tres pueblos; vino el revisor y me preguntó dónde iba y cuando se destapó el pastel fue amable pero un subgesto de desesperación le delató: me tuvo por tonto.

Regresé a la inversa y esta vez sí.

Quizás es que llevo mucho tiempo en los Estados Unidos pero la primera impresión de la ciudad fue fantástica con sus casas viejas y el lago y cierto saborcillo a decadente calma chicha y las iglesias medievales y las calles retorcidas con escaleras y voladizos y árboles que rompen el suelo con sus raíces de dos siglos. Luego cuando uno se fija un poco es cierto que el retrogusto no es tan bueno porque por donde yo pasé (también pudo ser mala suerte) estaba abarrotada de boutiques caras, restaurantes pijísimos, hoteles de muchas estrellas y yates privados con salón de té... y la gente que frecuenta esos sitios, claro.

Busqué mi casa que resultó estar en la Place de Bourg-de-Four justo al lado de St. Pierre, que es la iglesia donde Calvino en el siglo XVI la lió bien liada y por tanto mi primera visita de mañana. Di una vuelta alrededor del edificio (que tiene el tamaño de una catedral) y he de admitir que me fascinó lo sobria y bonita que es; no existe nada como la pátina del tiempo. Feliz como estaba no di cuenta de dos individuos que se me acercaron con claro aspecto de buscavidas. Me preguntaron algo en francés y como no respondí me preguntaron en inglés, les dije que era de España y se alejaron. Yo (que puedo estar dormido pero no soy tan tonto como el revisor cree) les seguí con la vista disimuladamente y vi que se daban la vuelta y empezaban a seguirme. Algo me decía que no era momento de fingir (porque las calles estaban totalmente vacías) así que vi unas escaleras medievales y me metí por ellas, bajé rápido, salí a una muralla, otra escalinata, un balcón, una cuesta y zas, plaza con terrazas y doscientas personas. No los volví a ver merodeando.

Me jodió no haber completado el diámetro de St. Pierre por culpa de estos notas pero creí prudente dejarlo para mañana. Quizás sólo eran unos pesados pero siempre es mejor ser cauto.

Sin darle más vueltas bajé al lago y estaba bonito. Junto al agua había un piano de estos que a veces están para que los toque cualquiera así que me inventé un par de piezas que quedaron resultonas. Me gusta ver lo diferente que toca uno a solas en casa comparado con cuando hay público: el miedo escénico, implacable. Lo contuve pero me costó esfuerzo con el sueño que tenía.

Cené solo en una vieja bodega rodeado de gente hablando en francés. Uno de ellos tenía un perro y cuando estaba por pensar algo al respecto resultó que el chico era ciego. El otro día leí que llamarle así o invidente es despectivo y nada más lejos de mi

(escribía eso en cama y ahí me dormí bruscamente; fuera había estallado una tormenta gigante y me habría encantado verla pero el sueño dijo no)

Casi dormí siete horas. Abro los ojos y no se escucha nada, ni un ruido. A veces hay un tenue piar de pájaros y algún graznido de cuervo, pero es silencio.

Mientras no escucho nada, pienso que me gustaría ver las instalaciones del acelerador de partículas (CERN) pero creo que es domingo y estarán todos en su casa. Ahí no se inventó Internet pero sí el lenguaje html y la web en 1989, que el propio CERN regaló al dominio público en 1993 de modo que si nos leemos aquí ahora es gracias a ellos y un tal Tim Berners-Lee, un señor inglés que hoy en día debe rondar los sesenta y vive en Massachusetts.

Voy a dejar las notas y tratar de dormir unos minutos más. Seguro que fracaso pero al menos podré disfrutar del silencio, ese gran desconocido.

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