jueves, 19 de junio de 2014

sin título

A veces dudo si es que la vida es corta o esa idea es una ilusión de la mente pues recordar algo es un acto instantáneo. Tardo como un milisegundo en recordarme gateando por la casa de mis abuelos y otro milisegundo en saltar diez años en el tiempo y verme sentado en el sofá de la salita escribiendo historias en un bloc de hojas a cuadros, y si salto otros diez años más estoy en la terraza de arriba viendo cómo amanece en el Calvario (que es como llaman a la punta de la sierra que se yergue junto al pueblo). Así hasta hoy, día en el que venden esa casa y empezará a habitar sólo en el recuerdo, difuminada por el tiempo, distorsionada por todas las cosas que me pasen, amplificados los olores, los espacios, los muros infinitos, las paredes blancas, los instrumentos colgantes, los jamones, los embudos, la batidora para hacer ajoblanco, el periódico recortado para hacer de papel higiénico improvisado, las jaulas de las perdices, las gafas del abuelo, la televisión vieja, las peras de luz, los techos altos, el tapiz con la escena de caza, los botijos, el pozo, el limonero, las tejas, el olor a jabón, el carbón del brasero, los hules, la lechera entrando en casa, los espejos de cristal que deforman el reflejo, mi tío Gregorio, mi abuelo Vicente, mi abuela Manuela, mi tía abuela Quica, recuerdos de un milisegundo que dura para siempre.

Esto es lo que me vino a la mente al ver esta foto de Tanzania, cuando mi hermano y yo cruzábamos el Índico hasta la isla de Mafia. Quizás es que la siesta era parte de la vida extremeña y no puedo ver a alguien dormir sin que me asalte una sensación vívida de cuarenta grados a la sombra, moscas y silencio en la casa.

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