domingo, 1 de enero de 2006

Tienda


Unos días antes de viajar a Egipto vi a Marisela tomando un café con unos amigos; no sé muy bien por qué pero se rio bastante de mi cuando se enteró de que no iba acompañado, se tapaba la boca aguantando las carcajadas. A pesar de que todo le hacía gracia me encargó un pañuelo con monedas, aunque suene raro resulta que practica danza del vientre aquí en Galicia. No dije nada pero el tema me sonó un poco rebuscado; pero bueno, he visto cosas peores.

Saltemos en el tiempo. Días después estaba en El Cairo, hacía más de una hora que había anochecido y buscaba a unos amigos -sin éxito- frente al Museo Egipcio. Se me pasó por la cabeza la idea estúpida de que podía encontrarles en el mercado del Halili, un sitio inmenso lleno de gente, saqué mi mapa y me puse a andar. Realmente era la primera vez que caminaba solo por El Cairo. Desde el principio me pareció una locura eso de cruzar las calzadas sorteando el tráfico a toda velocidad. Pasé un poco de miedo pero a la tercera ya corría como un gamo entre los autos. Las aceras -aparte de los baches y agujeros varios- eran más normales. Me detuve a comprobar dónde me encontraba, saqué mi mapa y fue ahí donde Mustafá me vio.

El tal Mustafá me preguntó que adónde iba. Su inglés era bueno, mejor que el mío. Le dije que paseaba al azar para ver si me encontraba por casualidad con unos amigos. No sé si me comprendió del todo pero se rio, le parecía imposible. Después de eso se puso a andar conmigo y me empezó a contar su vida, así sin más. Era militar y llevaba once meses sin tener un solo día libre, éste era su primer permiso y se lo había pasado velando por un amigo en el hospital. Su familia nosequé, otro amigo nosecuanto. Luego se ofreció a llevarme al mercado; acepté.

Me hacía gracia hablar con un egipcio. Turismo, religión -era musulmán, llevaba un Corán de bolsillo colgado del cuello, le dije que dios no existía-, azar, viajes. A mis ojos parecía la primera persona normal con la que hablaba que no pretendía timarme a la primera de cambio. Luego, más o menos una hora después, tras dar unas cuantas vueltas por el mercado, pensé que no encontraría a mis amigos así que le dije que me ayudase a comprar el susodicho pañuelo de monedas. Tuve que repetirle dos o tres veces que era para una amiga porque no daba crédito a mi historia de chicas gallegas haciendo bailes del vientre -a verdad es que a mi también me cuesta creerlo-. Se le ocurrió un juego: yo entraba en las tiendas y veía algo que me gustase y más tarde regresaba él y miraba lo mismo, la gracia consistía en ver la diferencia de precios.

Gastamos un par de horas entre tiendas y escondites de bares. Uno iba, el otro esperaba. Resultaba difícil describirle cuál había visto y más difícil salir de los sitios sin comprar: los egipcios son muy tenaces cuando entras en sus tiendas, me invitaron a tes con menta, me sentaron en sofás, subí a segundos pisos, incluso una chica se probó los modelos para que eligiese. Seguí el plan y siempre le veía un defecto irresoluble. Finalmente vi un vestido con monedas realmente bonito, me pedían un dineral que rebajé regateando hasta mil seiscientas libras. Insistí pero nada, no bajé el precio ni una piastra. La conocida táctica de irme tampoco funcionó.

Mustafá lo compró más tarde por ciento cincuenta.


Salimos del mercado con sensación triunfal, casi eufóricos. Bajo el brazo una bolsa con el vestido medio regalado. Fue ahí cuando él me dijo que si me apetecía tomar algo en algún lugar, conocía buenos sitios. Paramos un taxi y nos fuimos del mercado.

El tráfico y las calles locas me confundieron muy rápido. Realmente nunca supe dónde estábamos. Después de un buen rato de taxi paramos en una calle no muy grande, mal iluminada. Entramos en un local sin cartel con la puerta pintada de verde, por dentro no era muy grande y estaba bastante vacío; el suelo era de moqueta azul. Algunas chicas sentadas tomando cerveza y un tipo barriendo, no se sabía muy bien si estaban cerrando o abriendo. Nos sentamos y Mustafá me dijo que sólo había cerveza y queso así que fue lo que pedí. Resultaba extraño que trajesen las cervezas como en heladeras de champán.

Todo aquello me estaba pareciendo un poco raro. Mustafá me dijo que si no me oían hablar todos pensarían que era egipcio por mi pelo negro descuidado y mi barba de tres días. Y eso parecía, yo estaba callado y nadie me hacía el menor caso lo que, sin duda, era un alivio.

Fue entonces cuando se apagaron las luces y alguien encendió un foco violeta. Pusieron música suave y él me dijo que pronto empezaría a haber gente y todo sería más agradable, más mujeres, más cerveza. Llegado a aquel punto, estaba muy claro que aquello era un burdel; le dije que tenía algo de sueño y me quería ir.

Antes de que consiguiese convencerlo vino una chica y habló con él en árabe. Me miró de reojo y sonrió, yo quería morirme. Estaban entrando individuos en el local, se sentaban a fumar cachimbas y beber cerveza; a cada uno se le acercaba una chica y bailaba a su lado, se servía cerveza y le sonreía mucho. De vez en cuando se quitaba algo de ropa. Al mismo tiempo, muchas de las chicas se habían enterado de que yo era extranjero y vinieron a la mesa, se me comían con los ojos. No seas tímido, me decía Mustafá. Le dije que era tarde y debía irme.

Pagué la cuenta y me fui. Creo que algunas me miraron decepcionadas, una incluso me agarró del brazo pero lo más educadamente que pude me di a la fuga. También me di cuenta de que me estaban timando muchísimo con la cuenta pero me daba igual con tal de salir de allí. Cuando por fin estaba en la calle Mustafá vino detrás, creo que pensaba que me disgustaban esas chicas, conocía otras en otros lugares. Ya no sabía qué decirle para librarme del embrollo así que le confesé que estaba casado y que no me gustaba aquello. Aunque mi mentira fue convincente no surtió mucho efecto; eso no importa, decía.

Paré un taxi. Mustafá lo negoció por mi en árabe y me robó casi un centenar de libras en el trato aunque no me di cuenta hasta más tarde. Que dios te acompañe -dijo- y se fue.



El taxista no conocía el hotel y tardé -literalmente- horas en encontrarlo. Tuve que regatear con él, cambié de taxi tres veces y perdí cientos de libras en la búsqueda del puto lugar de superlujo. Cuando finalmente llegué a las tantas de la mañana me habían limpiado hasta la última libra, me dolía la cabeza por culpa de las cervezas, me olía toda la ropa a tabaco del burdel, el orgullo destrozado, me quedaban apenas tres horas para levantarme de nuevo y encima me había dejado encendido el aire acondicionado y mi habitación parecía el interior de un iglú. Eso si, tenía la jodida bolsa con el vestido de monedas.

Después de una ducha para calmar los nervios me acosté pero no era capaz de dormir. Odiaba a Mustafá. Odiaba a las putas y a toda la maldita gente de esa ciudad de locos. Odiaba la risa de Marisela con el vestido puesto.

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