sábado, 31 de diciembre de 2005

Hombre vendiendo verduras


Una de las magias de la fotografía es la de tener muchas vidas de un instante de duración cada una. Hoy vendo verduras, mañana soy taxista, pasado un pez que salta en una catarata de gotas paralizadas en el tiempo. En cada momento estás tú -en silencio- reflejado.

jueves, 29 de diciembre de 2005

Jinetes


Los camellos me recordaron a los tauntaun del Imperio Contraataca; no pude enviarlo, imaginar el sable luz colgando de mi cinturón y la pistola láser bien asegurada a mi derecha. Del mismo modo, cuando entré en la pirámide de Keops -la Gran Pirámide, le dicen, no me extraña- intenté olvidar que había más gente en los pasadizos por los que tenías que caminar encorvado hasta llegar a un impresionante ascenso de decenas de metros de largo y muy muy alto. Mientras resoplaba casi podía sentir el látigo colgando de mi cinto y el sombrero de ala ancha sobre mi frente. Entré en la cámara de paredes lisas y había varias personas por allí y un yanqui se había metido en el sarcófago para hacerse con la energía positiva de la pirámide extraterrestre. Eso fue el colmo. Tiré el látigo, me deshice de la pistola y el sombrero, escondí los sables luz y hasta tiré por un agujero las llaves de la nave espacial. Volví a ser yo, pequeñito, sudor en la frente, cámara a un lado, zapatillas manchadas, en el interior de un sepulcro viejo, lejos de casa.

miércoles, 28 de diciembre de 2005

Cuervo en movimiento


Cuando estaba en Japón hice un estudio de movimiento parecido a éste, nueve momentos en el vuelo de un cuervo. Como había alcanzado el límite de rapidez de mi cámara y había tenido una suerte loca, creí que era irrepetible. No sé qué pasa que siempre me equivoco.

Hombre en la entrada de un templo


Caminas por la arena del desierto, hace calor matutino y huele a palmera. La arena es rosada, muy fina. Sabes que recordarás muchas veces este instante concreto de tu vida así que intentas memorizarlo con pelos y señales. Te pasas la punta de la lengua por la comisura de los labios secos, pestañeas con suavidad cuando estás a punto de llegar a la cima de la colina. Faltan unos metros cuando te detienes a mirar atrás saboreando la espera, esa tensión que tira de ti casi imperceptiblemente. Son todos los años de sueños y fotos, de dibujos, de postales que hacían de ventanitas en miniatura para mostrarte lo que hay al otro lado de la colina, junto al lago. Te ha esperado y pensabas que nunca llegaría pero está ahí. Tangible. Real. Es la vida que te sorprende a veces, sólo tienes que caminar unos metros cuesta arriba, como si no te hubiese costado más de treinta años llegar justo allí, a ese instante, a ese lugar sin sombra.

martes, 27 de diciembre de 2005

Hombres hablando


En Egipto es bastante común ver a hombres de la mano o muy juntos, creo que manejan unas distancias de intimidad distintas a las nuestras. Entre ellos parece normal olvidarse un brazo en el hombro de un amigo o apoyarse en él sin más, lo que sin duda haría sonrojar a la mayor parte de los hombres que conozco o a mi mismo. Cuando la proximidad te resulta molesta lo es por encima de lo racional, es la costumbre la que te dicta dónde es demasiado, la diferencia es sutil pero real, apenas unos centímetros.

Luego está que yo soy un poco cactus.

Farolas


Vamos en autobús a la orilla occidental del Nilo mientras escribo estas palabras en mi libreta negra : alguien ha vomitado en los asientos de atrás y no ha tenido la decencia de decirlo : ha esperado a que otro lo encontrase por casualidad : el olor es insoportable : Lupe me va pasando un botecito de perfume a ratos para ayudarme a aguantar : no es una anécdota sucia sin más, a mi estas cosas me deprimen : me recuerdan que da igual dónde estés, los lugares que visites, la estupidez humana te persigue allí donde te escondas : me dan ganas de que pare el autobús y se haga un test de inteligencia a ver quién ha sido el desgraciado : seguro que piensa que no es su problema, que lo limpie otro : es insoportable : encima creo que sé quien fue pero me resisto a decir nada : trato de pensar por qué no les digo nada y me doy cuenta de que soy un cobarde : ya somos iguales : me siento como si hubiese sido yo mismo : porque yo también estuve atrás : dios, cada vez huele peor : uno me mira : no consigo entenderlo : contengo mi asco y me maravillo con la mente humana : ¿no pensarán ellos que fui yo? : las consecuencias son idénticas.

Dos mujeres


Creo que no hace falta hablar mucho del tema de las mujeres y el Islam: una sociedad es algo muy complejo que no se resume en una foto.



¿...o si?

Hombre rezando


Todas las religiones tienen algún elemento sugestivo importante; impresiona entrar en una mezquita mientras el imán reza en alto y se escucha su eco entre los muros rompiendo el completo silencio; impresiona caminar descalzo sobre alfombras y la devoción de los orantes que se arrodillan; impresiona el sonido de la llamada al rezo desde los minaretes de la ciudad, cinco veces cada día; e impresiona que sean todos tan puros y el mundo siga siendo una mierda.

Chico en una garita


Nunca había visto tantas armas hasta que fui a Egipto, veías hombres con fusiles por todas partes; casi en cada esquina había un policía, para llegar a algunos lugares era obligatorio llevar escolta, si te fijabas bien distinguías agentes de paisano con pistolas bajo las americanas, chicos con ametralladoras en garitas, puntos de control en las carreteras, soldados y un largo etcétera militar. Lo peor era si te fijabas en ellos, muchos eran simples críos que apenas podían con el peso de los fusiles, aburridos por la falta de acontecimientos.

Egipto gasta casi dos billones y medio de dólares anualmente en sostener su ejército, su servicio militar obligatorio dura tres años. Hay un viejo dicho, "si quieres paz has de estar dispuesto a la guerra". Siempre me pareció una estupidez.

Chicos jugando al fútbol

A muchos europeos les choca mucho ver algunos barrios destrozados que parecen recién salidos de un bombardeo. No comprenden una vida rodeada de muros derrumbados, paredes caídas, ventanas desencajadas, techos cedidos y todo tipo de objetos abandonados por los suelos. Creo que después del terremoto de 1992 nadie se molestó en limpiar los escombros de manera que -para el europeo desprevenido- un paseo por el caos puede resultar desolador.

Hay muchos motivos que provocan esa desolación. Cada uno tiene los suyos.

Estatuas

A cualquiera que le guste la Historia se le paraliza algo al ver algunos lugares. Estas estatuas estaban ahí mucho antes de que Alejandro Magno naciese y conquistase Egipto. Seguían ahí en tiempos de Roma cuando el Imperio dominó estas tierras. Olvidadas, sobrevivieron a los cristianos y permanecieron impasibles con el paso de los siglos mientras el Islam construía mezquitas por doquier en tiempos de Saladino. Enterraron a los mamelucos y vieron pasar a los británicos y a los alemanes en los tiempos de las guerras. Llegamos a la Luna y a Marte y seguían en pie, como pasará aún después de que ya no estemos aquí. Ese es el terror de la Historia, un miedo que nos atrae y nos fascina.

lunes, 26 de diciembre de 2005

Hombre bajo una puerta


En los templos es casi imposible no acabar haciendo alguna foto de turista. Vi que a muchos les entra el afán expoliador mezclado con una ansiedad voraz de retratar cada columna, cada muro, todas las puertas, obeliscos y tumbas que encuentren a su paso. Ni siquiera saben lo que registran pero lo hacen, aquí, allí, el techo, el suelo, otra vez aquí, cámaras de vídeo, cámaras compactas, reflex, digitales, de cartón de un sólo uso, teléfonos con memoria, un arsenal de cacharrería que impide que la gente pasee con serenidad entre las columnas e imagine mundos antiguos en los que el sol era un dios y la muerte casi un sueño.

Hombre desatando una barca


Es curioso que la mayor parte de los egipcios hablen de África como si fuese un lugar al sur, algo ajeno a ellos. Me dio la sensación -puedo estar equivocado, eso siempre- que les molestaba que se les asociase de alguna manera con la población nubia -que son negros- a los que se referían como gente del Sudán. De hecho la población negra del sur del país ni siquiera tenía reconocida la nacionalidad a pesar de haber perdido sus casas y sus vidas para que la presa de Asuán pudiese llevarse a cabo.

Visto eso, siempre que podía mencionaba que estábamos en Africa. Nadie se molestó en corregirme.

Mercado

Paseaba sin rumbo por el mercado intentando no llamar demasiado la atención con mi cámara; como soy bastante moreno casi pasaba por ser egipcio y los vendedores me molestaban mucho menos que al resto de extranjeros que se veían por ahí; sin embargo en cuanto alguien me veía haciendo fotos o hablar la ilusión de anonimato se desvanecía y tenía que escapar del lugar perseguido por una recua de vendedores de papiros, figuritas de alabastro, esencias, perfumes, alfombras e incluso semillas o hena. Otros te liaban con historias en las que siempre acababas pagando a alguien.

En una de esas un tipo moreno me vio fotografiando el pasillo de entrada de una mezquita. "¡Amigo!" me gritó. Se me pasó por la cabeza que estaba prohibido hacer fotos en los lugares de culto y que acababa de fastidiarla cuando el tipo llegó hasta mi lado haciendo el gesto universal de silencio -el dedo en los labios-. Otro gesto para que le siguiese y de repente todo era misterio, corrí tras él cuando le vi desaparecer bajo el arco de entrada de la mezquita. Sin decir palabra le seguí por un pasillo de baldosas mientras él sacaba una llave de sus ropajes. Miró a ambos lados como asegurándose de que nadie nos viese y abrió la puerta. Escaleras que subían. Entró y yo detrás. Cerró la puerta, pasó por otras escaleras diferentes, más antiguas. Abrió otra puerta con otra llave de aspecto viejo. La puerta daba a unas escaleras de caracol estrechas que subían, muchas, polvorientas, en la penumbra.

Me temblaba el pulso de la emoción. Traté de controlar la sonrisa con todas mis fuerzas. Cuanto más alegre se me notase en la cima del minarete más tendría que pagar al egipcio que me había conducido allí que esperaba como distraído mirando un nido de palomas, la cara de contento y frotándose las manos.

domingo, 25 de diciembre de 2005

Hombre sentado


Cuando llegas a ciertos lugares resulta que hay algunos egipcios trabajando, llevan canastos con piedras, tallan roca o vigilan la zona atentamente. Yo estoy muy acostumbrado a hacer fotos y creo que conozco un poco el mundo de la instantánea o el retrato donde siempre se necesita tiempo y paciencia para obtener lo que uno quiere; quizás por eso me sorprendió mucho la naturalidad con la que salían los egipcios trabajando en las primeras imágenes, era tan fotogénicos que acabó por resultarme sospechoso. Una voz interior me decía que era demasiado fácil. Para cerciorarme de mis temores, en un templo decidí esperar a que todos los turistas se fuesen por donde habían venido. El sol ya estaba en lo alto cuando no quedaba absolutamente nadie y todos los que trabajaban con rigor dejaron sus cuerdas, canastos y cinceles para así esperar a otra tanda de turistas a los que engañar con sus esfuerzos fingidos.

Por supuesto no pagué ni una piastra a ninguno de ellos por salir en una sola foto pero he de decir que evitar esa farsa me costó muchos esfuerzos. En Egipto nada es lo que parece.

Hombre en un mercado


Me fue imposible entender cómo piensan los egipcios a pesar de que puse bastante empeño en salirme del cánon del turista ocasional. Anduve por donde pocos van, tratando de ver algo más que templos antiguos y obeliscos caídos; no sirvió para nada, nunca dejé de sentirme un extraño. Durante el viaje esta idea me molestaba un poco y no paraba de darle vueltas, sin embargo reflexionando acerca de ello encontré la clave: es ingenuo tratar de entender otros mundos si ni siquiera comprendo el mío propio.

Con este pensamiento me quedé satisfecho.

sábado, 24 de diciembre de 2005

Calle


Creo que todo es confuso en Egipto, no sabes dónde mirar, dónde subir, qué lugar pisar, qué beber, con quién hablar, a quién hacer caso, el valor de las cosas o el sabor que tendrán una vez las pruebes y ya sea demasiado tarde. Como los olores en un mercado, la vida se superpone y se mezcla. Por las noches -al cerrar los ojos- escuchas tu corazón latiendo con fuerza; y no sabes si es porque eres feliz o perdiste los nervios.

lunes, 19 de diciembre de 2005

En el Cairo

Estoy vivo aunque estuve lejos de internet y sin tiempo para escribir acerca de Abu Simbel, el Valle de los Reyes, Karnak o las piramides (que acabo de ver hace un par de horas como por casualidad, en medio de la noche) o de esas mil cosas que me han pasado en este par de dias. Solo prometo una cosa, las fotos seran mejores que nunca, si todo va bien, incluso estoy contento con las imagenes robadas como sin querer, muchas, muchisimas; aunque todas en mi cabeza salvo unas pocas.

jueves, 15 de diciembre de 2005

Luces

Empecé a escribir un breve comentario que fuese simpático a la par que elegante, con cierto deje de sarcasmo antinavideño y con ese tonillo de saberlo todo que tanto me gusta. Tuve que borrarlo. Al mirar las dos o tres docenas de fotos que hice acerca de las lucecitas que han puesto por toda la ciudad me di cuenta de que la gente por la calle sigue teniendo su expresión de cansancio de siempre, achaparrados en sus bufandas y molestos con un frío que no deja alternativas. Pensé que ha llegado el momento de dejarles en paz con sus pequeñas alegrías, efímeras o no, inventadas por quien sea, postizas o lo que me de la gana. Bah, cualquier excusa es buena.

martes, 13 de diciembre de 2005

Egipto

Bueno, dentro de tres días estaré en Egipto. Escribiré todo lo que pueda aunque los primeros días voy a ir en barco por el Nilo y no tengo muy claro si encontraré algún tipo de conexión. Pase lo que pase queda prometida una serie completa de fotografías a mi regreso, el día 24.

:)


Ra

viernes, 9 de diciembre de 2005

Médulas


En las Médulas los romanos reventaron el paisaje buscando oro y encima les quedó algo bonito, casi con apariencia natural. Los pasadizos horadados por el agua de las minas no tienen paredes calizas duras ni estalactitas colgando como una cueva de verdad, pero son oscuras y frías que al final es lo que importa. Paseando por ahí me pregunté qué cosas a las que estamos acostumbrados serán raras en el futuro, si llegará un día en el que alguien encuentre un basurero del siglo XXI y escriba una tesis acerca del Utillaje en los tiempos del Sida.

miércoles, 7 de diciembre de 2005

Bilbao - Barakaldo



Hasta que no estás en un verdadero tumulto de masas no te das cuenta de lo que es correr por un pabellón con una silla en alto junto a tres mil personas dispuestas a destrozarlo todo con tal de que el DJ apague la música de una santa vez. Sientes emoción, miedo y tu personalidad sensata se ve sustituída por una voz implacable que te dice -te dicta- que tienes que gritar hasta perder el alma.

martes, 6 de diciembre de 2005

Valencia







Una party es una reunión de chavales a los que les gusta el rollo de la informática, alguien encuentra un sitio y patrocinadores y se arma un lío de campeonato (van miles), normalmente para jugar, intercambiar pirateos, conseguir música y programas con facilidad y hacer exactamente lo mismo que haces en tu casa pero rodeado de cables por todas partes y ruido, mucho ruido.

A mi siempre me gustó ir, la verdad es que antes me lo pasaba de miedo, jugaba con los amigos y le veía la cara a alguno con el que llevaba meses jugando por internet; para mi era un evento por el que esperaba impaciente todo el año.

Sin embargo en el 2001 debí hacerme mayor o algo así. De repente el asunto había pedido su gracia, estaba allí sentado delante del monitor sin ganas de jugar a nada, sin motivos para escribir, sin ánimo para botellones o juergas de ningún tipo. Notaba un sabor distinto a todo. Tenía que pasar allí una semana y repentinamente se me antojaba como un suplicio. No podía fingir que me estaba divirtiendo, era imposible, así que decidí buscarme un pasatiempo. Por suerte había llevado una cámara prestada, una Canon Powershot II, una compacta digital que hoy en día no vale un peso pero de aquella estaba más que bien. Salí por los alrededores a sacar unas fotos porque si, sin afán turístico y -por primera vez- deseando que no saliese nadie conocido en ellas. Opté por el blanco y negro porque quería hacerme el listo aunque a la tercera o cuarta foto me di cuenta de que -sin saber por qué- me gustaba de verdad. Unos meses antes había comprado -por error- una de esas cámaras de usar y tirar en formato panorámico, me había llamado la atención la posibilidad de sacar imágenes en una tira; recordando eso, hice lo mismo.

No sabía nada de nada acerca de cómo sacar una foto artística -hoy tampoco lo sé- pero decidí dejarme guiar por la intuición y mentalmente empecé a generar normas que me guiasen. Me acostumbré a buscar series en las cosas, orden, desorden, luz, sombra y ese lado bonito que casi todo acaba teniendo dependiendo de cómo lo mires. Descubrí sensaciones nuevas que jamás había tenido, por ejemplo cuando esa chica de arriba hizo ese gesto de rascarse en el preciso instante en el que yo la miraba por el visor -a sus espaldas- y la pillé en el momento justo, fue indescriptible. Tuve que sentarme a respirar porque no sabía qué me pasaba. Bueno, era la emoción.

Las fotos gustaron mucho en su momento. De repente descubrí el poder de estas cosas, me escribieron correos preguntándome cosas que no sabía de mis propias fotos, varias personas vinieron a conocerme -me daba vergüenza decepcionarlas con mi ignorancia- e incluso el año siguiente usaron algunas para rediseñar el aspecto del evento. Por supuesto eso me animó a ir a más, poco a poco, comprarme una cámara, llevarla encima, hacer otras fotos de otras cosas, montones de veces hasta hoy.

En muchas cosas he cambiado, como es normal. Lo único que sigue idéntica es esa sensación interior después de haber hecho una buena foto, cosquillas en la garganta porque la vida es dulce... y te sonríe.

jueves, 24 de noviembre de 2005

Portugal


Ella era mayor que yo y posiblemente sabía mucho más de la vida y las personas de lo que yo sabré nunca, por eso mis trucos de seductor barato no valían para nada, si los intentaba era como ridículo. Por primera vez alguien me obligó a dejar atrás todos los subterfugios, las ganas de asombrar y los misterios que en realidad no ocultaban nada.

Y me gustó.

Nos fuimos juntos a Portugal. Yo ya había estado antes pero de pronto todo era más bonito, los pasteles sabían mejor, los cafés olían como nunca, incluso el trazado de las calles y la gente me resultaba más agradable. La lluvia en Lisboa, el viento en Sintra o las nubes de tormenta invernal en Porto, parecían repentinamente especiales.

Sólo cuando se fue descubrí cuál había sido el verdadero viaje.

martes, 22 de noviembre de 2005

La Palma



Cuando me dijeron que tendríamos un guía y mula para ir al interior del volcán en La Palma me reí de lo lindo. Hice el equipaje como el que se va a un hotel de cuatro estrellas, dos mochilas y un portátil para cinco días, y eso sin contar las cámaras o el trípode. Un par de horas de vuelo y una lluvia torrencial al llegar, menuda suerte. Desde la pista de aterrizaje se veía el mar picado y oscuro y las copas de las palmeras agitándose al viento. Dentro del aeropuerto, con un paraguas prestado, nos esperaba un tipo con cara de tonto. Nos ayudó torpemente a meter el equipaje en el coche de su mujer y nos dijo que entrar en la caldera era imposible, hacía un par de horas se había producido una riada en el cruce de los dos ríos mientras cruzaban unos alemanes, se temían cuatro muertos. Subimos a trompicones por unas cuestas increíbles y el parabrisas no paraba de empañarse, el tío no sabía usar el aire y hasta tuvo que llamar por teléfono a la mujer para preguntarle cómo funcionaba. Mi cara era un poema. Conseguimos llegar sin estrellarnos –de puro milagro- a un restaurante de carretera. Por el camino nos había preguntado por nuestro trabajo, así en confianza. Nosotros –conmigo estaba Patricia- le dijimos la verdad, era la primera vez que nos encargaban algo así. No dijo nada, como si no entendiese.
Algo me olió mal cuando entrando en el restaurante todos le saludaban con respeto. Se sentó con un aire muy diferente al que tenía hasta el momento: resultó ser el jefazo, mandaba en todos y en todo. Incluso era el presidente del equipo de fútbol, sólo le faltaba una corona de plumas. Se había hecho el tonto para enterarse bien y en la comida nos puso tiesos. Primera lección.

(...)

Después de que encontrasen los cadáveres de los alemanes, con un día de retraso nos dieron permiso para entrar. El guía se llamaba Manolo, vino a por nosotros en un Suzuki aunque nos dijo que una vez en el volcán ya no había todoterreno que pasase, habría que andar unos kilómetros. Nada del otro mundo, pensé. Desde el coche por la ventanilla se empezaron a ver precipicios de pinos de unas alturas imposibles y tuvimos que cruzar un cauce de aguas turbias. Empecé a pensar que podía ser duro. Dejamos el coche y tardé cien metros en darme cuenta que mi equipaje pesaba demasiado. Parecía un dominguero de medio pelo con todos esos bultos encima, correteando sin aliento detrás del guía. Patricia nos seguía con cara de suplicio. El camino nos llevó casi toda la tarde, curvas, cuestas, riscos, senderos al borde de precipicios, laderas angulosas, caídas mortales y un peso espantoso que no me dejaba respirar. El guía caminaba tranquilo abriendo el paso y yo maldecía mi estupidez, preguntándome qué había sido de la mula. Segunda lección.

(...)

Un día Manolo nos contó una historia, los turistas como nosotros solían entrar a las bravas en el volcán, pensando que lo sabían todo. A veces querían bajar por los pinares inclinados y saltaban por las grietas, primero un metro, luego dos, luego cuatro hasta que llegaban a un punto en el que no podían bajar ni subir. Y allí se quedaban esperando a morir o a que los rescatasen, lo que llegase primero. La semana anterior a nosotros encontraron a un hombre que llevaba allí tres días y había escrito su testamento en la cajetilla de tabaco. Tercera lección.

(...)

Volvimos con la mula.

lunes, 21 de noviembre de 2005

Atenas

Había acabado el milenio y ya estaba claro que no habría sonoros finales apocalípticos, o eso pensé yo. No era una época precisamente feliz, hacía un año que tenía novia y las cosas no estaban muy claras. Quizás me gustaba demasiado y eso me nublaba la vista hasta convertirme en tonto. Un día –a los pocos meses de estar juntos- surgió el primer engaño. Lo descubrí con dureza y supo más amargo que ninguno, pero decidí olvidarlo. Me costó muchas noches sin dormir. Cuando creí que volvía a ser feliz, segundo aviso, en primavera: cartas de amor de procedencia desconocida y ella que desapareció una semana. Sufrí como un perro abandonado pero cuando volvió no me salieron las palabras que la mandaban directamente a la mierda. Tercer aviso y hundido, se fugó con otro al sur, en plan película. Volví a verla un día antes de irme a Atenas, por supuesto lo dejamos. En el avión tuve ganas de que nos estrelláramos de una santa vez.

Al llegar a Grecia me llegó el primer mensaje “tenemos que hablar en cuanto llegues, un beso”. Tenía que estar en la Acrópolis sacando fotos una semana entera y mi cabeza daba vueltas como loca. El tiempo pareció dilatarse. Más mensajes, la impaciencia era insostenible. No tenía más opción que joderme en aquella cima rodeada de un millón de casas con el aire tan contaminado que apenas se distinguía el horizonte. Había oleadas de turistas furiosos por conseguir su piedra única y su foto única para sus vidas únicas, en tandas de treinta minutos en grupos de a sesenta por guía, de la mañana a la noche. Y yo sentando junto al Partenón dibujando hasta que me preguntaron si los vendía, me refiero a los dibujos.

Finalmente regresé, sólo era cuestión de tiempo. Nos vimos en un bar; pedí un café solo y nos sentamos. La recuerdo frente a mi mirando al suelo.

-Ra -dios, me encantaba cómo lo decía, no puedo negarlo- tengo que confesarte una cosa un poco fea. Joder, me había engañado a saco durante meses con un pelotón de gente ¿qué podía ser peor? ¿me habría quemado los cómics? Por desgracia no se me ocurrió ningún chiste, en mis recuerdos me gusta pensar que soy la mar de simpático. Ella siguió- La verdad es que nunca te engañé, me inventé todas esas historias para que me dejases.

Pestañeé dos o tres veces antes de entender lo que me estaba diciendo.

Viena


En 1999 me fui a Viena con Laura. Siempre me sorprendió lo contentos que parecemos en esta foto -la hice yo mismo con la mano libre-, si uno se para a mirarnos a los ojos yo mismo me pregunto qué demonios estaría pensando en ese instante. Recuerdo que el suelo estaba hecho hielo y había que tener un cuidado loco para no resbalar e irse directo al Danubio, ese río de la izquierda. Hacía unas horas que habíamos llegado de Salzburgo -fuimos para ver la ciudad natal de Mozart- y esa noche iríamos al Staatoper (el Teatro de la Ópera) porque teníamos entradas para Verdi. Lo que fuese con tal de tenerla distraída: hacía tres semanas que había muerto su padre, en un hospital, por un error médico. Eso la cambió -claro, para siempre- y nunca nada volvió a ser igual; no sólo entre ella y yo sino entre ella y todo el mundo. Qué impotente me sentí.

Ese día no se encontraba nada bien. Fuimos andando por la nieve al edificio Secession -para ver el Friso de Beethoven de Klimt- y al regresar al albergue ella apenas podía respirar. Se metió en cama y me hizo prometerle que haría lo que ella quisiera. Por supuesto yo estaba dispuesto a cuidarla, velarla, comprar medicinas, raptar un médico, sobornar al hospital, fugarme con una ambulancia. Ella me pidió -mi promesa estaba recién hecha- que me fuese sólo a la ópera. Sólo quería dormir.

Fui al Staatoper con esa barba de dos días y esa cazadora de nieve, gorro y gafas, vaqueros sucios y botas. Sabía que no podía llegar tarde y estaba muy mal de tiempo así que me colé en el metro -en Viena no hay controles, sólo un revisor en toda la ciudad que, por supuesto, me tocó-. Un señor de uniforme me pidió los billetes en alemán y le respondí en inglés que no los tenía. Por favor, bájese del vagón en la siguiente parada -eso si que lo entendí-. Openring, se llamaba la estación. Siete menos seis minutos, la ópera empezaba a las siete. Cuando bajé del metro sabía que no llegaría, y la multa por no pagar el billete encima era altísima. Se me ocurrió entonces enseñarle mi ticket de la ópera al revisor y le señalé la hora. Si me ponía la multa no llegaría a la ópera, así que sin más me dejó marchar.

Entré en el teatro medio minuto antes de que saliese el director y todo el mundo aplaudiese. Miré a mi alrededor y había unas ¿dos mil personas? en frac y trajes de noche. Me senté.

domingo, 20 de noviembre de 2005

Historias de viajes

Bueno, por fin me he decidido a empezar una serie nueva con fotos viejas, al menos hasta que viaje a Egipto, que será dentro de unas semanas (luego está Roma, iré en enero). Así aprovecho para reordenar los miles de fotos que tengo y contar alguna que otra historia a aquellos que no estáis hartos de oírmelas.

(sonrisa)


Ra

miércoles, 26 de octubre de 2005

Nueva serie

En pocos días empezaré a poner una nueva serie -el tema es una sorpresa-; lo digo para que no borreis sin más el link del blog :)

domingo, 23 de octubre de 2005

Banderas -última de la serie-


A veces se necesita más tiempo para contar las historias que para vivirlas. En realidad te puedes pasar la vida hablando de aquel instante, de una mirada o de una anécdota pero no creo que sea cierto eso de que las cosas sólo las vive el que las cuenta. Además nuestros recuerdos de las cosas cambian con el tiempo -para mejor o peor, nunca se sabe-. Lo que no me gusta es vivir siempre en un pasado por bonito o feo que fuese; es hora de terminar esta historia y empezar otras. He dormido. He descansado. Continuaré con la búsqueda de eso que sé que no existe.

Fuente y gato


Creía que me gustaban los gatos hasta que tuvimos a Adorno. Era el siamés más bonito del mundo pero no hacía santo caso el bicho. Un egoísta de campeonato, vamos. Comía lo que quería, no lo que le dabas. Se ponía como un basilisco si le llevabas la contraria y celoso en cuanto no le hacías caso. Cuando estábamos solos en casa, en navidades, se subía al sofá para que lo mimase; cuando había otra gente era como si yo fuese invisible, sin más. Redoblé mis esfuerzos por hacerme con el cariño del gato pero era evidente que era imposible. Adorno vivía sólo para él mismo, yo era como una mesa animada o un aparador diferente. Comía, meaba, dormía y era feliz sin importarle nada más.

Sin embargo siempre pensé que odiaba los perros, hasta la primera vez que fui con Idefix al monte a dar un paseo. Se alejó corriendo por el bosque; silbé y regresó moviendo la cola a mi lado. Subimos callados, como dos amigos.

Paso a nivel


Cuando pasa el tren el mundo se detiene, no necesito pestañear o respirar. Dejo de sentir frío o calor, olvido la preocupación acumulada, el cansancio de días, la sed, incluso el pulso interior. Todo se pliega. Es sólo un instante que siempre me recuerda a la primera vez que te vi.

sábado, 22 de octubre de 2005

Gente en un templo


El otro día le dije a una amiga que le regalaría El Juego de Ender, uno de mis cinco libros favoritos. El lunes te lo mando, le escribí.

(...)

Cuando el martes me preguntó me dio vergüenza decirle que me había olvidado y vi el camino de la mentira abierto ante mi como una salvación sencilla y fácil. Qué raro, le dije; en realidad tenía que haber dicho que era normal que no le llegase porque el paquete no existía todavía, pero no. Diez decenas de miles de palabras escritas acerca de la honestidad y la honradez echadas a perder por un jodido libro y dos jodidos días de retraso. Cuando me acosté el demonio del remordimiento me acosó sin contemplaciones. Desgraciado -me decía al oído-, desgraciado.

(...)

Me levanté con ojeras a eso de las siete de la mañana. Me dieron ganas de darle una patada al maldito libro. Durante un rato le eché la culpa al libro y a ella misma; me obligaron, siempre lo hacen. Al infierno.

(...)

El café me despertó del todo. Recuperada la cordura acepté que el único que había mentido era yo. Apreté los labios y me fui a correos con el paquete bajo el brazo. De manera infantil -como para restaurar el daño- pensé en regalarle otro libro además del prometido. "¿Estás comprando a alguien?" mi voz interior no me dejaba tranquilo "qué triste eres". No le hice caso y mandé los dos bultos. Al salir del edificio postal llovía a rabiar y me alegré. En el interior de uno de los libros le había pedido disculpas por mentir pero eso no aliviaba nada. Tampoco he matado a nadie, me abrigué. "Yo creo que si".


(...)


Y pensando en todo esto y tratando de lavar mis culpas con la lluvia me di cuenta de que el mundo es un lugar bien sencillo. Las cosas cuando son ciertas no tienen la menor complejidad, tienen una simplicidad abrumadora. Son los cuentos y las mentiras las que hacen que el mundo sea un lugar incierto. Imaginemos que dios no existe, que efectivamente es una mentira -yo lo creo-. Alguien, hace siglos y siglos, se la inventó. Alguien no tiene que ser una persona, son muchas; pero alguien a fin de cuentas. Cuando le preguntaron por ese ser divino en vez de ser sincero decidió inventar complejas tramas de paraísos, lugares místicos, dioses reencarnados, almas que visitan lugares celestiales, destinos guiados por hilos invisibles, entes del más allá que nunca podemos ver o percibir, ritos, oraciones, palabras que significan cosas que no significan nada, vestimentas, templos, estatuas, clanes eclesiásticos, modos de pensar, modos de ser culpable, virtudes, pecados, sacrificios, muertes, y en general una trama mundial que a fin de cuentas ha determinado cómo es nuestro universo. Todo lo que conocemos se basa en esa mentira bajo múltiples formas. Incluso nosotros somos hijos de ella, meras consecuencias de algo que no es verdad. Decenas y decenas de millones de personas engañadas por un pensamiento erróneo que ha hecho de todo un galimatías imposible de comprender, diseñado para ocultar que en realidad nada es cierto.

(...)


Pensé esto y me detuve bajo la lluvia. Fue como una revelación; miré al cielo y di las gracias.

Calle por la noche

Camino entre los neones y no llevo una Plager Katsumate serie-D en la cartuchera, ni gabardina, ni pasan coches de policía volando a toda velocidad. No tengo que regatear para comer, las calles son seguras y limpias, no existen más robots que los de las películas y dos o tres ingenios de Sony para dar el pego. Mis gafas polarizadas no tienen un HuD que me dicta datos en tiempo real ni tengo una IA implantada en el cinturón que me ayuda en las tareas más sofisticadas. No hemos colonizado nada, las lunas de todos los planetas del sistema solar siguen intactas. Ni siquiera llevo teléfono, sólo un reloj Casio de quince euros la unidad. En el bolsillo llevo monedas para pagar la bebida y en mi bolso de tela llevo un rotulador de tinta negra y una libreta de hojas de papel sin reciclar. Me paro en una esquina a tomar nota de que el futuro se parece demasiado al presente.

miércoles, 19 de octubre de 2005

Tejados


Algún día todo acabará por venirse abajo. Pensad en tejados oscuros y antiguos, no puede ser que siempre sigan ahí, hasta la eternidad. La cultura cambiará y desmantelarán todo como si fuesen estorbos. O un terremoto se los llevará por delante. Guerras, bombas nucleares, carcomas microscópicas indetectables o un simple viento fuerte que le de a diario hasta que un día todo al infierno. Meditad sobre ello. En nuestro afán moderno nos resulta imposible pensar en lo perecedero de las cosas, como si el fin de algo bonito fuese malo o negativo. Puede tardar siglos pero todo lo que consideráis intocable o sagrado será olvidado alguna vez. También todo lo que creéis digno de durar; nosotros mismos no seremos nada ni nadie hablará de quiénes fuimos.

Esto no debe desanimarnos. Imaginemos lo contrario.

Todas las construcciones humanas de cierta elegancia van ocupando poco a poco la faz de la tierra, primero decenas de decenas en cada sitio -la actualidad-. Luego miles de miles. Finalmente millones por todas partes. Preservación total, restauración de cada muro, cada camino o lugar que alguna vez tuvo una historia. Fotocopiado constante de la realidad para salvarla de los contratiempos, por supuesto. Consciencia colectiva de lugares donde se sentó el papa o cagó cristo, donde tirotearon a nosequien o donde nació alguien famoso o brillante. Y cada vez más. El mundo anclado en momentos clave inmutables con las eras. Cada ciudad determinada para siempre por lo que empezó siendo una vez sin oportunidad de volver a ser otra, todo añadidos. Ideas viejas, miles, colapsando nuestra capacidad para distinguir. Religiones de antaño, idiomas que nadie usa y reuniones los sábados para tomar café, comer pastas y hablar de los muertos.

martes, 18 de octubre de 2005

Hombres cenando


Una de las mejores cosas de viajar es que todo es nuevo y especial, hasta las cosas más comunes. Un banco de madera, una farola, el olor de un restaurante o el aspecto de los taxis, es como si el mundo se reinventase de nuevo. Lo que me gustaría es no perder en casa esa capacidad de sorpresa, que todo me llamase la atención. Pasearía maravillado cada día de camino al trabajo entre soportales de piedra junto a la catedral, me llamarían la atención las galerías blancas y las chimeneas grandes, los muros altos de los monasterios, el caos hipnótico del tráfico, la vista lejana de decenas de grúas, los señores con el periódico matutino haciendo cola para hacer la quiniela y la gente paseando los perros con una correa y dejando que cagasen en las esquinas. Probaría la tortilla y las croquetas, volvería a odiar el vino blanco barato y me dejaría timar comprando una tarta de Santiago. Seguro que me sorprendería ver que las señoras agitan el polvo de las alfombras por las ventanas o que los niños tiran la basura por la calle, que la gente cruza los semáforos corriendo en rojo, los conductores vacían los ceniceros en los semáforos y -en general- el que no corre, vuela.

Pensándolo bien estoy bien como estoy.

Dos mujeres a través de una tela


En Japón es muy común el uso de sombrilla. En cuanto sale un poco el sol la mitad de las mujeres se cubren con lo que pueden, muchos hombres también. Vi incluso a alguna gente con fundas para los brazos derechos que usan para conducir y que no se les oscurezca el antebrazo. Hay sombreros por todas partes y gorras de tamaños descomunales, de plástico oscuro de modo que si te bajas la visera funciona como si llevases un casco de protección lumínica. Alguno se envuelve la cara con toallas y hay cremas para estar más blanco.

La gorra es el símbolo nacional. Hasta yo me compré una de los Yankees. Hace diez años tuve una parecida pero la perdí en un tren en Portugal, se me olvidó en el asiento. Me miro en el espejo con ella puesta y la verdad es que no me queda muy bien. Hago un gesto raro para verme de lado y tampoco. No sé qué esperaba. Por culpa de la gorra la mitad de los japoneses pensaban que era americano o que me gustaba el baseball. Un día dos colegialas pasaron a mi lado por la calle y entre carcajadas dijeron: New York, New York. No miré atrás pero hasta doblar la esquina no dejé de oír sus risas.

Biombo

He oído que en algunas tiendas de diseño tienen los kanji del revés y no se dan cuenta, como es normal. Por no hablar de la leyenda urbana del tipo que tiene tatuado Made in China en el brazo y cree que pone otra cosa. No me sorprendería si fuese cierto, la verdad. He visto tantas cosas raras en la vida que eso me parece no sólo posible sino incluso probable. Haré un recuento así por encima. He visto a un hombre vestido de Jesucristo -con corona y todo- paseando por Cambridge. He visto a cuatro tipos dando una paliza mortal a un hombre y raptarlo en un automóvil. En cierta ocasión -estando con un amigo- se nos abalanzó un coche sin conductor que casi nos mata, quedó colgando de un puente. Vi el Ártico desde el aire, en la costa siberiana. Vi a dos hermanas gemelas besándose como si fuesen amantes. Tuve que ver, también, el petróleo llegarme hasta las rodillas en una playa tintada de oscuro. Una manifestación pacifista al completo trató de lincharme por sacar unas fotos. Vi a mi abuelo muerto en su cama de siempre y ayudé a levantarlo, jamás se me olvidará. Vi, en Viena, a un hombre pegando a una mujer en un bar y no me atreví a hacer nada; ella se levantó y le abrazó.


(...)


Estuve un rato pensando si borrarlo todo. Empiezo hablando de los kanji y acabo en la luna, sin el menor sentido. A veces creo que Biedma tenía razón cuando dijo que a alguno le iría mejor si, manteniendo los mismos defectos, tuviese menos virtudes.

lunes, 17 de octubre de 2005

Castillo

Natsugusa ya
Tsuwanonodomo ga
yume no ato

(La hierba del verano
es todo lo que queda
tras las quimeras de los guerreros)

Bashô

domingo, 16 de octubre de 2005

Calle torcida


A veces se me ocurre pensar que esta foto u otras ya las he hecho mil veces. Fotos de cielo, de gente, de árboles, resulta complicado dejar de ser yo para hacer otras fotos distintas a las que me salen. Lo mismo pasa con lo que escribo de las propias imágenes. Querría hacerlo mejor, todo. Cada foto tendría que ser única y cada texto debería estar a la altura de las circunstancias en vez de ser lo que se me pasa por la cabeza y varíe mucho dependiendo de si lo escribo por la noche cansado y con sueño o recién levantado en domingo, café negro, tostadas sin mermelada. No es así. Muchas veces -demasiadas- hablo de un mundo oscuro en blanco y negro que está roto, no funciona cómo debería. Y es así como lo veo, esté donde esté. Otras hablo de la belleza de las cosas, desde las más simples a las más complejas, porque es una de las cosas que me interesan sin caer en los rollos esotéricos de los artistillas de medio pelo que llenan las salas de muchos museos y dicen palabras como esencial, lírico, contracorriente, hiperclonado, ecléctico o superficial. Dios -ese que no existe- me lleve al infierno antes de que me convierta en uno de ellos y acabe siendo vegetariano y comiendo con palillos, vistiendo siempre de negro y moviéndome por la vida como lobo solitario entre ovejas que no entienden. Y hay más temas, las mujeres, arquitecturas, niños solitarios con pinta de abandonados, objetos extraños o el agua en cualquiera de sus formas -nieve, niebla, mar, lluvia, sed-. No sé, simplemente son las cosas que me pasan por los ojos, en las que me fijo entre millones de otras cosas. Pero no se puede -ni se quiere- ser original cada día de tu vida. Como dice Biedma -me encanta esta frase, ya la he dicho más veces- después de todo, no sabemos si las cosas no son mejor así, escasas a propósito... quizá, quizá tienen razón los días laborables.

Mujer durmiendo en el tren


Lo que menos me gusta de este mundo es la inconsistencia. Estaba sentado cerca de ella y estaba realmente bonita. Tras la ventanilla el mundo pasando a trescientos kilómetros por hora mientras ella, ojos cerrados respiración tranquila, se dejaba llevar por el sueño. Su piel brillaba con el sol y yo no sabía qué hacer, de repente todo había dejado de ser y sólo estaba allí, en silencio. Como tantas veces supe que ese instante se perdería para siempre en unos minutos. Saqué una foto pobre que no da cuenta de nada salvo de que existió ese momento y no es una invención. Pero ella, yo, la luz, ojos cerrados, mundo pasando a trescientos kilómetros por hora, piel brillante, sueño tranquilo y olor a verano son cosas que se quedaron allí.

sábado, 15 de octubre de 2005

Araña

Entré en el templo siguiendo a una pelirroja de ojos verdes, seguramente de algún país anglosajón. En la puerta pagué quinientos yenes distraídamente, sin dejar de mirarla, su manera de andar descalza. Me acerqué al estante para dejar las sandalias, siempre en la cuarta fila porque dicen que da mala suerte. Cuando levanté la vista ella ya no estaba. Subí los dos o tres peldaños hasta una zona de madera oscura y mis pies cansados agradecieron el tacto desnudo del suelo. Creí que sólo había un camino y lo seguí. Tarde o temprano me encontraría con ella así que me lo tomé con calma, no podía escapar. Me detuve a fotografiar una araña al lado de un jardín zen, me arrodillé para hacerlo y dos niños curiosos se acercaron a mirar qué hacía. Por un segundo temí que alguno metiese la mano, más por la foto que por el niño -me recriminé internamente por mi falta de sensibilidad-; cuando acabé me quedé satisfecho como el que termina el postre. Entretanto, la madre se los llevó cogiéndolos por los hombros sin dejar de mirarme de reojo. Sonreí y seguí por el pasillo, ahora cubierto de esterilla blanca de bordes negros. En las paredes estaban pintados tigres de oro y había una señal de prohibido hacer fotos. Miré atrás y adelante, ni rastro de la pelirroja. Sólo quedaba una sala para terminar el paseo, me quité la gorra sin pensar por qué, me rasqué la nuca en ese gesto de siempre y entré agachando la cabeza por una puerta de dintel bajo. Encontré la sala vacía.

viernes, 14 de octubre de 2005

Playa al atardecer

Estoy sentado en la arena. Por fin descalzo. Se me ha mojado la libreta negra y parte de la tinta se ha corrido por el papel de modo que parece que estuve llorando al escribir las hojas de atrás. El resto está seco pero se acartonó un poco, aunque quizás gane en encanto porque huele a mar, un olor muy suave levemente salado pero océano a fin de cuentas. Creo que me gusta más el Atlántico, será una cuestión de localismo. Corren críos por la playa como si fuesen autómatas programados para jugar y me ha hecho gracia fijarme en que no hacen castillos de arena como nosotros sino montoncitos redondos sobre los que ponen una pluma. Me pregunto qué demonios significan, ¿una montaña? Hay decenas con plumas de cuervo, negras con brillos azulados.

El cielo se oscurece por instantes. Por el oeste una franja roja inmensa, como un borrón de tinta en el cielo de la tarde.

miércoles, 12 de octubre de 2005

Bajo el agua


Hace muchos años cuando estaba en Extremadura, en la piscina municipal, tenía un juego que hacía siempre para engañar al paso del tiempo. Me tiraba al agua y me dejaba hundir poco a poco, a la deriva, con los ojos cerrados para ignorar todo salvo ese sonido sordo subacuático y el latido de mi corazón. Estaba así un buen rato, el sol brillando en el fondo de la piscina y el techo líquido sobre mi cabeza.

Pensaba que si todos los años la sensación era idéntica el tiempo no pasaría por mi.

martes, 11 de octubre de 2005

Calle


Cuando Susana y Luis se casaron nos dijeron que querían un regalo personal, algo con un poco de sentido común, nada que ver con esas extrañas listas de bodas gestionadas por el Corte Inglés. Bueno, es cierto que para el invitado convencional esas listas son algo cómodo y para los recién casados quizás sean un método lucrativo de organizar mejor sus ganancias, pero precisamente lo que no querían era hacer pasar a los amigos por eso.

Nos pusimos manos a la obra. Sonia y Fer les regalaron un juego de té, si no me equivoco. Más que rozando lo convencional, pero fue su elección. No olvidemos que a mi hace años me regalaron un kit de picnic en cierta ocasión "porque me gustaba ir al monte", así que no puedo decir que me sorprendiese. Chema y Nair pensaron en regalarles una espada, una katana para ser más exactos. Me quisieron meter en la aventura pero me negué y eso que cuando era pequeño tenía una en casa: acabé por regalarla cuando el gusto me cambió, gracias al cielo. Yo, por mi parte, pensé en enmarcarles unas fotos para su nueva casa; alguien me dijo que eso era algo egocéntrico, joder, no les voy a regalar retratos míos.

Cuando el plan de ir a Japón se convirtió en un billete en la estantería de mi habitación se me ocurrió la brillante idea de ayudar a Chema y Nair con lo de su espada. Eso no me involucraba demasiado en la compra, no al menos como para decir que el regalo era mío en parte. Y eso hicimos. Pasó la boda y días después me fui.

En Japón los primeros días me costaba encontrar una lavandería así que no hablemos de una forja antigua. La katana de Susana -porque era más para ella que para él, todo hay de decirlo- no podía ser decorativa, tenía que cortar como las de verdad. Después de días y días buscando encontré en Kioto, al fondo de esta calle, un armero.

Susana quería una espada chisa con hoja forjada al carbono 1050, endurecida al calor, templada y pulida. Tsuba, fuchi y kashira de hierro negro, menuki de latón envejecido. La tsuba forrada de piel de raya con trenzado negro, entre otro montón de detalles como la hoja con forma shinogi-zukuri, el boshi tipo yakizume, el hamon tipo sugu y nosecuantas hostias más.

Miré el cartel del armero y recordé eso de un regalo personal, algo con un poco de sentido común.

Gente en un interior de bambú

Learn about pines from the pine, and about bamboo from the bamboo.

(Matsuo Basho)

Fotógrafo


A alguna gente le gustan las postales, les interesa tener una ventanita a la mejor cara de cada lugar. No puedo decir que siempre las odié, antes lo hacía -decirlo- hasta que un día rebuscando entre cajas viejas encontré unas de Asturias y otras de no-recuerdo-dónde que sólo podían ser mías. No tengo el menor recuerdo de haberlas comprado pero estoy seguro de que me pertenecen. En ocasiones nos cambian los gustos o la manera de pensar. Antes odiaba el pescado y ahora me encanta. Casi todos los que somos ateos alguna vez creímos en dios. Y estuve enamorado de personas a las que ahora casi odio.

Pero lo más curioso del espíritu humano no es el cambio, eso es algo que se ve en casi cualquier evento natural. Lo realmente humano -y posiblemente erróneo, según mi opinión- es que siempre creemos que cambiamos a mejor. No puedo evitar pensar que gustar de las postales es peor que no hacerlo, que comer pescado es más sano, que creer en dios es más tonto que ser ateo y que estoy mucho mejor solo que mal acompañado. Da igual si tengo razón o no, a fin de cuentas las cosas siempre dependen de cómo las mires.

Eso es lo bonito de las postales.

lunes, 10 de octubre de 2005

Pasillo

Cuando estoy en un sitio extraño a veces entrecierro los ojos e imagino que alguien de otra época ve lo mismo que yo. Seguro que pensaría que en el siglo XXI el mundo ha cambiado, la raza -por fin evolucionada- habita el planeta sosegadamente y los viejos intereses se han olvidado. Trato de engañarle con un poco de ingeniería sin mirar demasiado a los lados.