miércoles, 25 de mayo de 2016

martes, 24 de mayo de 2016

sin título


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Nos pasamos un par de días en Chicago y pensaba escribir alguna nota sobre la ciudad, sus rascacielos, las corruptelas políticas o las carpas que están arrasando el lago Míchigan pero -como suele pasar en la vida- sucedió algo inesperado que puso mi mente en otro sitio.

Hay un rascacielos llamado Willis Tower (antes conocido como Sears Tower) que durante algún tiempo fue el edificio más alto del mundo por sus 442 metros. En el mirador tiene tres ventanas flotantes que son como cubos de cristal que dan la ilusión de que te vas a caer al vacío. Pues nada, allí estábamos Cecilia y yo tratando de pelearnos con una multitud de turistas que a fin de cuentas querían exactamente lo mismo que nosotros: meterse en las susodichas ventanas y hacer el mono. Tras la espera Cecilia avanzó al cubo transparente -donde caben apenas cinco o seis personas apretadas- y hasta ahí todo fueron sonrisas; al llegar mi turno entré y lo cierto es que apenas sentí nada, no tengo vértigo ni temores estructurales. Mientras me concentraba en disfrutar vi a una vieja india en otro de los cubos aéreos e intenté sacarle una fotografía, quería que se viese la señora y la altura y el paisaje y todo a la vez.

Fue en ese momento en el que noté algo blando y suave bajo mi pié. Un eco en el fondo de mi mente me sugirió que el suelo de cristal sobre el que me encontraba no debía tener tal consistencia y una vez aceptada la contradicción miré (como a cámara lenta) qué pasaba. No tengo ni idea de cómo había llegado allí pero resulta que un niño chino de unos cuatro o cinco años había gateado por el vidrio; mi zapatilla estaba justo encima de su mano.

Obviamente aparté el pié en un pestañeo y me agaché para ver si el niño estaba bien. Era un pequeñajo minúsculo y su familia estaba al lado tratando de sentarse en la ventana flotante. El niño no me miró pero tenía cara de dolor, se metió la mano en la boca. La madre le agarró mientras yo me deshacía en disculpas pero apenas me hizo caso: sentó al nene junto al abuelo y el hermano y se hicieron la foto.

La multitud de turistas hizo que dejase de ver la escena. La culpa me atenazó un rato -aunque sabía que el niño estaba bien- y ya no pude hacer más fotos arriba. Fue en el ascensor cuando me recompuse un poco y pensé en lo que acababa de suceder. Tres cosas vinieron a mi mente:

1. A veces queremos hacer algo y no pensamos en la gente que nos rodea. Incluso sin mala intención hay que estar más atento.
2. La madre vio que le pisé sin querer y no montó un drama. Muchas habrían puesto el grito en el cielo. Muy loable.
3. El pequeño no lloró ni hizo el menor ruido. En el mundo de hoy donde muchos niños son los reyes de la casa -lo consiguen a base de berrinches y rendiciones de los padres, casi una guerra de trincheras- me pareció algo absolutamente excepcional.

Así es como pisar la mano a un niño puede devolverte la esperanza en el mundo. Busquen uno cerca y hagan la prueba.

lunes, 23 de mayo de 2016

viernes, 20 de mayo de 2016

jueves, 19 de mayo de 2016

martes, 17 de mayo de 2016

lunes, 16 de mayo de 2016

viernes, 13 de mayo de 2016

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El fin de semana que viene nos vamos a Illinois y supongo que escribiré algunas notas de viaje pero antes de eso quería contar -al que no lo sepa- que en USA cada uno de los Estados tiene un apodo que lo distingue y de Illinois es "el Estado de la pradera" (que a algunos les recordará a una serie de los años 70 que en realidad tenía lugar en Minnesota, un poco más al oeste). Para hacernos una idea, es de grande como un tercio de España, y todo llano (obvio).

Otra curiosidad de los Estados Unidos es que los fundadores pensaban que el gobierno y el poder económico debían estar separados y por eso la capital de este Estado es Springfield, una ciudad que no conoce ni dios, y no Chicago, que es la segunda ciudad industrial del país (después de Los Ángeles) y el segundo centro financiero (después de Nueva York).

El nombre del Estado proviene del río Illinois, que a su vez se llama así por la tribu de nativos americanos llamada "illliniwek" que habitaba la zona. El nombre significa "tribu de hombres superiores" lo cual, no sé porqué, me suena de algo.

Al escribir Illinois en esta tipografía de facebook no se distinguen las íes de las eles y me da un poco de fastidio, parecen tres palos. Esta tipografía que se nos impone se llama "paloseco" o sans serif (sin remates), en oposición a las llamadas "gracias" o serif (con un remate en cada letra). Dicen que en la antigua Roma, en el proceso de grabado de la piedra, las letras eran delineadas antes de ser trabajadas a cincel, poniéndose unas marcas como guías de alineamiento. Al cincelarlas, los grabadores seguían estas guías, naciendo así las letras tipo serif. Otros no están de acuerdo y afirman que vienen de las marcas de tinta que deja la pluma al acabar una letra. El caso es que se leen mejor, coño.

Acabo ya, pero se me olvidaba mencionar que actualmente Illinois, desde el 2010, se encuentra en quiebra técnica y no atiende los pagos de los servicios básicos.

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jueves, 12 de mayo de 2016

sábado, 7 de mayo de 2016

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Cuando era pequeñito mi madre daba clase en una escuela en una aldea llamada Picotos. Nos llevaba con ella a mi hermana Raquel y a mí porque vivíamos en Santiago. El resto de niños y niñas de la escuela tenían sus casas cerca y eran de pueblo (nosotros de ciudad), todos pertenecían a familias humildes de agricultores (nosotros no), hablaban gallego en casa (nosotros castellano), estaban acostumbrados a ver gente bebiendo vino, tractores, barro, perros, gatos, vacas, cerdos, al día de la matanza, a ver gallinas poniendo huevos, a cocinas de hierro, a ver cómo se cosechaban patatas o maíz, y nosotros no. Cuando acababa la clase nos volvíamos a Santiago, nunca los veíamos fuera de la escuela. Nos separaban barreras físicas, económicas y culturales. Por todo eso nunca dejamos de ser unos extraños.

Tras unos años mi madre empezó a dar clases en Bembibre. No era aldea sino un pueblo en el Valle del Dubra, también lejos de Santiago. Se repitió la historia, por supuesto. Todos los niños de Bembibre estaban por un lado y los que éramos hijos de profesores (la gran minoría) en el otro, disociados.

Como mi madre es de Extremadura y vivíamos en Galicia viajábamos siempre que podíamos al pueblo de ella, Cabeza del Buey. Pasábamos allí los veranos, las semanas santas y las navidades. De esta forma si tenía amigos en Santiago nunca los veía en vacaciones y si tenía amigos en Cabeza del Buey, no los veía en días laborables. En el norte a veces me llamaban "el extremeño" y en el sur me llamaban "el gallego". Por supuesto las diferencias con los niños de Extremadura eran abismales y a pesar de que tenía amigos jamás dejé de ser un extraño. Los olivares, los espárragos, la caza, la jara, los botijos, los camiones de melones, las porras, los orinales, el brasero, el tener pozo o incluso los interruptores de pera y la señora lechera nos eran totalmente ajenos. Pero como no pasábamos ni un verano en Galicia tampoco teníamos días de playa con amigos o cosas así; por lo tanto también éramos un poco extraños allí.

Yo no era consciente pero mi mente ya estaba acostumbrada a la falta de pertenencia. Quizás por eso años después me fui a Madrid a trabajar, allí estaba de lunes a viernes pero volvía los fines de semana en avión a Santiago (repitiendo el patrón). Al tiempo, dejé España y vine a vivir a los Estados Unidos. Y si hay diferencias entre un niño de Santiago y uno de Picotos, imagínense con un newyorkino que no sabe ni dónde está Galicia en el mapa.

Así que me he parado a pensar que he vivido toda mi vida siendo un extraño. Quiera o no quiera, esa es mi condición. Quizás por eso cuando viajo y hay todo tipo de contrastes culturales y me tengo que meter por un mercado donde matan cabras o en un templo dorado lleno de santeros o en una plantación esclavista sureña o cualquier cosa por rara que sea, yo me encuentro como pez en el agua ya totalmente acostumbrado a estar de más.

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un camino en Lumbini


una mujer en Brooklyn


sin título


gente en un casino


lunes, 2 de mayo de 2016