Cuando era pequeñito mi madre daba clase en una escuela en una aldea llamada Picotos. Nos llevaba con ella a mi hermana Raquel y a mí porque vivíamos en Santiago. El resto de niños y niñas de la escuela tenían sus casas cerca y eran de pueblo (nosotros de ciudad), todos pertenecían a familias humildes de agricultores (nosotros no), hablaban gallego en casa (nosotros castellano), estaban acostumbrados a ver gente bebiendo vino, tractores, barro, perros, gatos, vacas, cerdos, al día de la matanza, a ver gallinas poniendo huevos, a cocinas de hierro, a ver cómo se cosechaban patatas o maíz, y nosotros no. Cuando acababa la clase nos volvíamos a Santiago, nunca los veíamos fuera de la escuela. Nos separaban barreras físicas, económicas y culturales. Por todo eso nunca dejamos de ser unos extraños.
Tras unos años mi madre empezó a dar clases en Bembibre. No era aldea sino un pueblo en el Valle del Dubra, también lejos de Santiago. Se repitió la historia, por supuesto. Todos los niños de Bembibre estaban por un lado y los que éramos hijos de profesores (la gran minoría) en el otro, disociados.
Como mi madre es de Extremadura y vivíamos en Galicia viajábamos siempre que podíamos al pueblo de ella, Cabeza del Buey. Pasábamos allí los veranos, las semanas santas y las navidades. De esta forma si tenía amigos en Santiago nunca los veía en vacaciones y si tenía amigos en Cabeza del Buey, no los veía en días laborables. En el norte a veces me llamaban "el extremeño" y en el sur me llamaban "el gallego". Por supuesto las diferencias con los niños de Extremadura eran abismales y a pesar de que tenía amigos jamás dejé de ser un extraño. Los olivares, los espárragos, la caza, la jara, los botijos, los camiones de melones, las porras, los orinales, el brasero, el tener pozo o incluso los interruptores de pera y la señora lechera nos eran totalmente ajenos. Pero como no pasábamos ni un verano en Galicia tampoco teníamos días de playa con amigos o cosas así; por lo tanto también éramos un poco extraños allí.
Yo no era consciente pero mi mente ya estaba acostumbrada a la falta de pertenencia. Quizás por eso años después me fui a Madrid a trabajar, allí estaba de lunes a viernes pero volvía los fines de semana en avión a Santiago (repitiendo el patrón). Al tiempo, dejé España y vine a vivir a los Estados Unidos. Y si hay diferencias entre un niño de Santiago y uno de Picotos, imagínense con un newyorkino que no sabe ni dónde está Galicia en el mapa.
Así que me he parado a pensar que he vivido toda mi vida siendo un extraño. Quiera o no quiera, esa es mi condición. Quizás por eso cuando viajo y hay todo tipo de contrastes culturales y me tengo que meter por un mercado donde matan cabras o en un templo dorado lleno de santeros o en una plantación esclavista sureña o cualquier cosa por rara que sea, yo me encuentro como pez en el agua ya totalmente acostumbrado a estar de más.
Tras unos años mi madre empezó a dar clases en Bembibre. No era aldea sino un pueblo en el Valle del Dubra, también lejos de Santiago. Se repitió la historia, por supuesto. Todos los niños de Bembibre estaban por un lado y los que éramos hijos de profesores (la gran minoría) en el otro, disociados.
Como mi madre es de Extremadura y vivíamos en Galicia viajábamos siempre que podíamos al pueblo de ella, Cabeza del Buey. Pasábamos allí los veranos, las semanas santas y las navidades. De esta forma si tenía amigos en Santiago nunca los veía en vacaciones y si tenía amigos en Cabeza del Buey, no los veía en días laborables. En el norte a veces me llamaban "el extremeño" y en el sur me llamaban "el gallego". Por supuesto las diferencias con los niños de Extremadura eran abismales y a pesar de que tenía amigos jamás dejé de ser un extraño. Los olivares, los espárragos, la caza, la jara, los botijos, los camiones de melones, las porras, los orinales, el brasero, el tener pozo o incluso los interruptores de pera y la señora lechera nos eran totalmente ajenos. Pero como no pasábamos ni un verano en Galicia tampoco teníamos días de playa con amigos o cosas así; por lo tanto también éramos un poco extraños allí.
Yo no era consciente pero mi mente ya estaba acostumbrada a la falta de pertenencia. Quizás por eso años después me fui a Madrid a trabajar, allí estaba de lunes a viernes pero volvía los fines de semana en avión a Santiago (repitiendo el patrón). Al tiempo, dejé España y vine a vivir a los Estados Unidos. Y si hay diferencias entre un niño de Santiago y uno de Picotos, imagínense con un newyorkino que no sabe ni dónde está Galicia en el mapa.
Así que me he parado a pensar que he vivido toda mi vida siendo un extraño. Quiera o no quiera, esa es mi condición. Quizás por eso cuando viajo y hay todo tipo de contrastes culturales y me tengo que meter por un mercado donde matan cabras o en un templo dorado lleno de santeros o en una plantación esclavista sureña o cualquier cosa por rara que sea, yo me encuentro como pez en el agua ya totalmente acostumbrado a estar de más.
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