martes, 24 de mayo de 2016

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Nos pasamos un par de días en Chicago y pensaba escribir alguna nota sobre la ciudad, sus rascacielos, las corruptelas políticas o las carpas que están arrasando el lago Míchigan pero -como suele pasar en la vida- sucedió algo inesperado que puso mi mente en otro sitio.

Hay un rascacielos llamado Willis Tower (antes conocido como Sears Tower) que durante algún tiempo fue el edificio más alto del mundo por sus 442 metros. En el mirador tiene tres ventanas flotantes que son como cubos de cristal que dan la ilusión de que te vas a caer al vacío. Pues nada, allí estábamos Cecilia y yo tratando de pelearnos con una multitud de turistas que a fin de cuentas querían exactamente lo mismo que nosotros: meterse en las susodichas ventanas y hacer el mono. Tras la espera Cecilia avanzó al cubo transparente -donde caben apenas cinco o seis personas apretadas- y hasta ahí todo fueron sonrisas; al llegar mi turno entré y lo cierto es que apenas sentí nada, no tengo vértigo ni temores estructurales. Mientras me concentraba en disfrutar vi a una vieja india en otro de los cubos aéreos e intenté sacarle una fotografía, quería que se viese la señora y la altura y el paisaje y todo a la vez.

Fue en ese momento en el que noté algo blando y suave bajo mi pié. Un eco en el fondo de mi mente me sugirió que el suelo de cristal sobre el que me encontraba no debía tener tal consistencia y una vez aceptada la contradicción miré (como a cámara lenta) qué pasaba. No tengo ni idea de cómo había llegado allí pero resulta que un niño chino de unos cuatro o cinco años había gateado por el vidrio; mi zapatilla estaba justo encima de su mano.

Obviamente aparté el pié en un pestañeo y me agaché para ver si el niño estaba bien. Era un pequeñajo minúsculo y su familia estaba al lado tratando de sentarse en la ventana flotante. El niño no me miró pero tenía cara de dolor, se metió la mano en la boca. La madre le agarró mientras yo me deshacía en disculpas pero apenas me hizo caso: sentó al nene junto al abuelo y el hermano y se hicieron la foto.

La multitud de turistas hizo que dejase de ver la escena. La culpa me atenazó un rato -aunque sabía que el niño estaba bien- y ya no pude hacer más fotos arriba. Fue en el ascensor cuando me recompuse un poco y pensé en lo que acababa de suceder. Tres cosas vinieron a mi mente:

1. A veces queremos hacer algo y no pensamos en la gente que nos rodea. Incluso sin mala intención hay que estar más atento.
2. La madre vio que le pisé sin querer y no montó un drama. Muchas habrían puesto el grito en el cielo. Muy loable.
3. El pequeño no lloró ni hizo el menor ruido. En el mundo de hoy donde muchos niños son los reyes de la casa -lo consiguen a base de berrinches y rendiciones de los padres, casi una guerra de trincheras- me pareció algo absolutamente excepcional.

Así es como pisar la mano a un niño puede devolverte la esperanza en el mundo. Busquen uno cerca y hagan la prueba.

1 comentario:

Diego F. Goberna dijo...

Uf, yo no podría, con mi vértigo.. Y eso que fui al abrebotellas de Shanghai, pero al ser de noche, la vista parecía un fotograma de blade runner..

Los niños son de goma, seguro que no le dolió apenas, y la madre lo supo. Además, la madre está cansada de ver los trompazos que se mete. Y para más inri, mi idea de la educación china es que no se andan con tantos miramientos con las crías. Lo que intento justificar es que seguramente fue bastante más traumático y excepcional para ti que para ellos, por eso no le dieron la mínima importancia.. Eso sí, te quedó una anécdota divertida y muy bien relatada, como de costumbre (para cuándo el libro(s) de tus aventuras?).

Un abrazo!