miércoles, 26 de octubre de 2005

Nueva serie

En pocos días empezaré a poner una nueva serie -el tema es una sorpresa-; lo digo para que no borreis sin más el link del blog :)

domingo, 23 de octubre de 2005

Banderas -última de la serie-


A veces se necesita más tiempo para contar las historias que para vivirlas. En realidad te puedes pasar la vida hablando de aquel instante, de una mirada o de una anécdota pero no creo que sea cierto eso de que las cosas sólo las vive el que las cuenta. Además nuestros recuerdos de las cosas cambian con el tiempo -para mejor o peor, nunca se sabe-. Lo que no me gusta es vivir siempre en un pasado por bonito o feo que fuese; es hora de terminar esta historia y empezar otras. He dormido. He descansado. Continuaré con la búsqueda de eso que sé que no existe.

Fuente y gato


Creía que me gustaban los gatos hasta que tuvimos a Adorno. Era el siamés más bonito del mundo pero no hacía santo caso el bicho. Un egoísta de campeonato, vamos. Comía lo que quería, no lo que le dabas. Se ponía como un basilisco si le llevabas la contraria y celoso en cuanto no le hacías caso. Cuando estábamos solos en casa, en navidades, se subía al sofá para que lo mimase; cuando había otra gente era como si yo fuese invisible, sin más. Redoblé mis esfuerzos por hacerme con el cariño del gato pero era evidente que era imposible. Adorno vivía sólo para él mismo, yo era como una mesa animada o un aparador diferente. Comía, meaba, dormía y era feliz sin importarle nada más.

Sin embargo siempre pensé que odiaba los perros, hasta la primera vez que fui con Idefix al monte a dar un paseo. Se alejó corriendo por el bosque; silbé y regresó moviendo la cola a mi lado. Subimos callados, como dos amigos.

Paso a nivel


Cuando pasa el tren el mundo se detiene, no necesito pestañear o respirar. Dejo de sentir frío o calor, olvido la preocupación acumulada, el cansancio de días, la sed, incluso el pulso interior. Todo se pliega. Es sólo un instante que siempre me recuerda a la primera vez que te vi.

sábado, 22 de octubre de 2005

Gente en un templo


El otro día le dije a una amiga que le regalaría El Juego de Ender, uno de mis cinco libros favoritos. El lunes te lo mando, le escribí.

(...)

Cuando el martes me preguntó me dio vergüenza decirle que me había olvidado y vi el camino de la mentira abierto ante mi como una salvación sencilla y fácil. Qué raro, le dije; en realidad tenía que haber dicho que era normal que no le llegase porque el paquete no existía todavía, pero no. Diez decenas de miles de palabras escritas acerca de la honestidad y la honradez echadas a perder por un jodido libro y dos jodidos días de retraso. Cuando me acosté el demonio del remordimiento me acosó sin contemplaciones. Desgraciado -me decía al oído-, desgraciado.

(...)

Me levanté con ojeras a eso de las siete de la mañana. Me dieron ganas de darle una patada al maldito libro. Durante un rato le eché la culpa al libro y a ella misma; me obligaron, siempre lo hacen. Al infierno.

(...)

El café me despertó del todo. Recuperada la cordura acepté que el único que había mentido era yo. Apreté los labios y me fui a correos con el paquete bajo el brazo. De manera infantil -como para restaurar el daño- pensé en regalarle otro libro además del prometido. "¿Estás comprando a alguien?" mi voz interior no me dejaba tranquilo "qué triste eres". No le hice caso y mandé los dos bultos. Al salir del edificio postal llovía a rabiar y me alegré. En el interior de uno de los libros le había pedido disculpas por mentir pero eso no aliviaba nada. Tampoco he matado a nadie, me abrigué. "Yo creo que si".


(...)


Y pensando en todo esto y tratando de lavar mis culpas con la lluvia me di cuenta de que el mundo es un lugar bien sencillo. Las cosas cuando son ciertas no tienen la menor complejidad, tienen una simplicidad abrumadora. Son los cuentos y las mentiras las que hacen que el mundo sea un lugar incierto. Imaginemos que dios no existe, que efectivamente es una mentira -yo lo creo-. Alguien, hace siglos y siglos, se la inventó. Alguien no tiene que ser una persona, son muchas; pero alguien a fin de cuentas. Cuando le preguntaron por ese ser divino en vez de ser sincero decidió inventar complejas tramas de paraísos, lugares místicos, dioses reencarnados, almas que visitan lugares celestiales, destinos guiados por hilos invisibles, entes del más allá que nunca podemos ver o percibir, ritos, oraciones, palabras que significan cosas que no significan nada, vestimentas, templos, estatuas, clanes eclesiásticos, modos de pensar, modos de ser culpable, virtudes, pecados, sacrificios, muertes, y en general una trama mundial que a fin de cuentas ha determinado cómo es nuestro universo. Todo lo que conocemos se basa en esa mentira bajo múltiples formas. Incluso nosotros somos hijos de ella, meras consecuencias de algo que no es verdad. Decenas y decenas de millones de personas engañadas por un pensamiento erróneo que ha hecho de todo un galimatías imposible de comprender, diseñado para ocultar que en realidad nada es cierto.

(...)


Pensé esto y me detuve bajo la lluvia. Fue como una revelación; miré al cielo y di las gracias.

Calle por la noche

Camino entre los neones y no llevo una Plager Katsumate serie-D en la cartuchera, ni gabardina, ni pasan coches de policía volando a toda velocidad. No tengo que regatear para comer, las calles son seguras y limpias, no existen más robots que los de las películas y dos o tres ingenios de Sony para dar el pego. Mis gafas polarizadas no tienen un HuD que me dicta datos en tiempo real ni tengo una IA implantada en el cinturón que me ayuda en las tareas más sofisticadas. No hemos colonizado nada, las lunas de todos los planetas del sistema solar siguen intactas. Ni siquiera llevo teléfono, sólo un reloj Casio de quince euros la unidad. En el bolsillo llevo monedas para pagar la bebida y en mi bolso de tela llevo un rotulador de tinta negra y una libreta de hojas de papel sin reciclar. Me paro en una esquina a tomar nota de que el futuro se parece demasiado al presente.

miércoles, 19 de octubre de 2005

Tejados


Algún día todo acabará por venirse abajo. Pensad en tejados oscuros y antiguos, no puede ser que siempre sigan ahí, hasta la eternidad. La cultura cambiará y desmantelarán todo como si fuesen estorbos. O un terremoto se los llevará por delante. Guerras, bombas nucleares, carcomas microscópicas indetectables o un simple viento fuerte que le de a diario hasta que un día todo al infierno. Meditad sobre ello. En nuestro afán moderno nos resulta imposible pensar en lo perecedero de las cosas, como si el fin de algo bonito fuese malo o negativo. Puede tardar siglos pero todo lo que consideráis intocable o sagrado será olvidado alguna vez. También todo lo que creéis digno de durar; nosotros mismos no seremos nada ni nadie hablará de quiénes fuimos.

Esto no debe desanimarnos. Imaginemos lo contrario.

Todas las construcciones humanas de cierta elegancia van ocupando poco a poco la faz de la tierra, primero decenas de decenas en cada sitio -la actualidad-. Luego miles de miles. Finalmente millones por todas partes. Preservación total, restauración de cada muro, cada camino o lugar que alguna vez tuvo una historia. Fotocopiado constante de la realidad para salvarla de los contratiempos, por supuesto. Consciencia colectiva de lugares donde se sentó el papa o cagó cristo, donde tirotearon a nosequien o donde nació alguien famoso o brillante. Y cada vez más. El mundo anclado en momentos clave inmutables con las eras. Cada ciudad determinada para siempre por lo que empezó siendo una vez sin oportunidad de volver a ser otra, todo añadidos. Ideas viejas, miles, colapsando nuestra capacidad para distinguir. Religiones de antaño, idiomas que nadie usa y reuniones los sábados para tomar café, comer pastas y hablar de los muertos.

martes, 18 de octubre de 2005

Hombres cenando


Una de las mejores cosas de viajar es que todo es nuevo y especial, hasta las cosas más comunes. Un banco de madera, una farola, el olor de un restaurante o el aspecto de los taxis, es como si el mundo se reinventase de nuevo. Lo que me gustaría es no perder en casa esa capacidad de sorpresa, que todo me llamase la atención. Pasearía maravillado cada día de camino al trabajo entre soportales de piedra junto a la catedral, me llamarían la atención las galerías blancas y las chimeneas grandes, los muros altos de los monasterios, el caos hipnótico del tráfico, la vista lejana de decenas de grúas, los señores con el periódico matutino haciendo cola para hacer la quiniela y la gente paseando los perros con una correa y dejando que cagasen en las esquinas. Probaría la tortilla y las croquetas, volvería a odiar el vino blanco barato y me dejaría timar comprando una tarta de Santiago. Seguro que me sorprendería ver que las señoras agitan el polvo de las alfombras por las ventanas o que los niños tiran la basura por la calle, que la gente cruza los semáforos corriendo en rojo, los conductores vacían los ceniceros en los semáforos y -en general- el que no corre, vuela.

Pensándolo bien estoy bien como estoy.

Dos mujeres a través de una tela


En Japón es muy común el uso de sombrilla. En cuanto sale un poco el sol la mitad de las mujeres se cubren con lo que pueden, muchos hombres también. Vi incluso a alguna gente con fundas para los brazos derechos que usan para conducir y que no se les oscurezca el antebrazo. Hay sombreros por todas partes y gorras de tamaños descomunales, de plástico oscuro de modo que si te bajas la visera funciona como si llevases un casco de protección lumínica. Alguno se envuelve la cara con toallas y hay cremas para estar más blanco.

La gorra es el símbolo nacional. Hasta yo me compré una de los Yankees. Hace diez años tuve una parecida pero la perdí en un tren en Portugal, se me olvidó en el asiento. Me miro en el espejo con ella puesta y la verdad es que no me queda muy bien. Hago un gesto raro para verme de lado y tampoco. No sé qué esperaba. Por culpa de la gorra la mitad de los japoneses pensaban que era americano o que me gustaba el baseball. Un día dos colegialas pasaron a mi lado por la calle y entre carcajadas dijeron: New York, New York. No miré atrás pero hasta doblar la esquina no dejé de oír sus risas.

Biombo

He oído que en algunas tiendas de diseño tienen los kanji del revés y no se dan cuenta, como es normal. Por no hablar de la leyenda urbana del tipo que tiene tatuado Made in China en el brazo y cree que pone otra cosa. No me sorprendería si fuese cierto, la verdad. He visto tantas cosas raras en la vida que eso me parece no sólo posible sino incluso probable. Haré un recuento así por encima. He visto a un hombre vestido de Jesucristo -con corona y todo- paseando por Cambridge. He visto a cuatro tipos dando una paliza mortal a un hombre y raptarlo en un automóvil. En cierta ocasión -estando con un amigo- se nos abalanzó un coche sin conductor que casi nos mata, quedó colgando de un puente. Vi el Ártico desde el aire, en la costa siberiana. Vi a dos hermanas gemelas besándose como si fuesen amantes. Tuve que ver, también, el petróleo llegarme hasta las rodillas en una playa tintada de oscuro. Una manifestación pacifista al completo trató de lincharme por sacar unas fotos. Vi a mi abuelo muerto en su cama de siempre y ayudé a levantarlo, jamás se me olvidará. Vi, en Viena, a un hombre pegando a una mujer en un bar y no me atreví a hacer nada; ella se levantó y le abrazó.


(...)


Estuve un rato pensando si borrarlo todo. Empiezo hablando de los kanji y acabo en la luna, sin el menor sentido. A veces creo que Biedma tenía razón cuando dijo que a alguno le iría mejor si, manteniendo los mismos defectos, tuviese menos virtudes.

lunes, 17 de octubre de 2005

Castillo

Natsugusa ya
Tsuwanonodomo ga
yume no ato

(La hierba del verano
es todo lo que queda
tras las quimeras de los guerreros)

Bashô

domingo, 16 de octubre de 2005

Calle torcida


A veces se me ocurre pensar que esta foto u otras ya las he hecho mil veces. Fotos de cielo, de gente, de árboles, resulta complicado dejar de ser yo para hacer otras fotos distintas a las que me salen. Lo mismo pasa con lo que escribo de las propias imágenes. Querría hacerlo mejor, todo. Cada foto tendría que ser única y cada texto debería estar a la altura de las circunstancias en vez de ser lo que se me pasa por la cabeza y varíe mucho dependiendo de si lo escribo por la noche cansado y con sueño o recién levantado en domingo, café negro, tostadas sin mermelada. No es así. Muchas veces -demasiadas- hablo de un mundo oscuro en blanco y negro que está roto, no funciona cómo debería. Y es así como lo veo, esté donde esté. Otras hablo de la belleza de las cosas, desde las más simples a las más complejas, porque es una de las cosas que me interesan sin caer en los rollos esotéricos de los artistillas de medio pelo que llenan las salas de muchos museos y dicen palabras como esencial, lírico, contracorriente, hiperclonado, ecléctico o superficial. Dios -ese que no existe- me lleve al infierno antes de que me convierta en uno de ellos y acabe siendo vegetariano y comiendo con palillos, vistiendo siempre de negro y moviéndome por la vida como lobo solitario entre ovejas que no entienden. Y hay más temas, las mujeres, arquitecturas, niños solitarios con pinta de abandonados, objetos extraños o el agua en cualquiera de sus formas -nieve, niebla, mar, lluvia, sed-. No sé, simplemente son las cosas que me pasan por los ojos, en las que me fijo entre millones de otras cosas. Pero no se puede -ni se quiere- ser original cada día de tu vida. Como dice Biedma -me encanta esta frase, ya la he dicho más veces- después de todo, no sabemos si las cosas no son mejor así, escasas a propósito... quizá, quizá tienen razón los días laborables.

Mujer durmiendo en el tren


Lo que menos me gusta de este mundo es la inconsistencia. Estaba sentado cerca de ella y estaba realmente bonita. Tras la ventanilla el mundo pasando a trescientos kilómetros por hora mientras ella, ojos cerrados respiración tranquila, se dejaba llevar por el sueño. Su piel brillaba con el sol y yo no sabía qué hacer, de repente todo había dejado de ser y sólo estaba allí, en silencio. Como tantas veces supe que ese instante se perdería para siempre en unos minutos. Saqué una foto pobre que no da cuenta de nada salvo de que existió ese momento y no es una invención. Pero ella, yo, la luz, ojos cerrados, mundo pasando a trescientos kilómetros por hora, piel brillante, sueño tranquilo y olor a verano son cosas que se quedaron allí.

sábado, 15 de octubre de 2005

Araña

Entré en el templo siguiendo a una pelirroja de ojos verdes, seguramente de algún país anglosajón. En la puerta pagué quinientos yenes distraídamente, sin dejar de mirarla, su manera de andar descalza. Me acerqué al estante para dejar las sandalias, siempre en la cuarta fila porque dicen que da mala suerte. Cuando levanté la vista ella ya no estaba. Subí los dos o tres peldaños hasta una zona de madera oscura y mis pies cansados agradecieron el tacto desnudo del suelo. Creí que sólo había un camino y lo seguí. Tarde o temprano me encontraría con ella así que me lo tomé con calma, no podía escapar. Me detuve a fotografiar una araña al lado de un jardín zen, me arrodillé para hacerlo y dos niños curiosos se acercaron a mirar qué hacía. Por un segundo temí que alguno metiese la mano, más por la foto que por el niño -me recriminé internamente por mi falta de sensibilidad-; cuando acabé me quedé satisfecho como el que termina el postre. Entretanto, la madre se los llevó cogiéndolos por los hombros sin dejar de mirarme de reojo. Sonreí y seguí por el pasillo, ahora cubierto de esterilla blanca de bordes negros. En las paredes estaban pintados tigres de oro y había una señal de prohibido hacer fotos. Miré atrás y adelante, ni rastro de la pelirroja. Sólo quedaba una sala para terminar el paseo, me quité la gorra sin pensar por qué, me rasqué la nuca en ese gesto de siempre y entré agachando la cabeza por una puerta de dintel bajo. Encontré la sala vacía.

viernes, 14 de octubre de 2005

Playa al atardecer

Estoy sentado en la arena. Por fin descalzo. Se me ha mojado la libreta negra y parte de la tinta se ha corrido por el papel de modo que parece que estuve llorando al escribir las hojas de atrás. El resto está seco pero se acartonó un poco, aunque quizás gane en encanto porque huele a mar, un olor muy suave levemente salado pero océano a fin de cuentas. Creo que me gusta más el Atlántico, será una cuestión de localismo. Corren críos por la playa como si fuesen autómatas programados para jugar y me ha hecho gracia fijarme en que no hacen castillos de arena como nosotros sino montoncitos redondos sobre los que ponen una pluma. Me pregunto qué demonios significan, ¿una montaña? Hay decenas con plumas de cuervo, negras con brillos azulados.

El cielo se oscurece por instantes. Por el oeste una franja roja inmensa, como un borrón de tinta en el cielo de la tarde.

miércoles, 12 de octubre de 2005

Bajo el agua


Hace muchos años cuando estaba en Extremadura, en la piscina municipal, tenía un juego que hacía siempre para engañar al paso del tiempo. Me tiraba al agua y me dejaba hundir poco a poco, a la deriva, con los ojos cerrados para ignorar todo salvo ese sonido sordo subacuático y el latido de mi corazón. Estaba así un buen rato, el sol brillando en el fondo de la piscina y el techo líquido sobre mi cabeza.

Pensaba que si todos los años la sensación era idéntica el tiempo no pasaría por mi.

martes, 11 de octubre de 2005

Calle


Cuando Susana y Luis se casaron nos dijeron que querían un regalo personal, algo con un poco de sentido común, nada que ver con esas extrañas listas de bodas gestionadas por el Corte Inglés. Bueno, es cierto que para el invitado convencional esas listas son algo cómodo y para los recién casados quizás sean un método lucrativo de organizar mejor sus ganancias, pero precisamente lo que no querían era hacer pasar a los amigos por eso.

Nos pusimos manos a la obra. Sonia y Fer les regalaron un juego de té, si no me equivoco. Más que rozando lo convencional, pero fue su elección. No olvidemos que a mi hace años me regalaron un kit de picnic en cierta ocasión "porque me gustaba ir al monte", así que no puedo decir que me sorprendiese. Chema y Nair pensaron en regalarles una espada, una katana para ser más exactos. Me quisieron meter en la aventura pero me negué y eso que cuando era pequeño tenía una en casa: acabé por regalarla cuando el gusto me cambió, gracias al cielo. Yo, por mi parte, pensé en enmarcarles unas fotos para su nueva casa; alguien me dijo que eso era algo egocéntrico, joder, no les voy a regalar retratos míos.

Cuando el plan de ir a Japón se convirtió en un billete en la estantería de mi habitación se me ocurrió la brillante idea de ayudar a Chema y Nair con lo de su espada. Eso no me involucraba demasiado en la compra, no al menos como para decir que el regalo era mío en parte. Y eso hicimos. Pasó la boda y días después me fui.

En Japón los primeros días me costaba encontrar una lavandería así que no hablemos de una forja antigua. La katana de Susana -porque era más para ella que para él, todo hay de decirlo- no podía ser decorativa, tenía que cortar como las de verdad. Después de días y días buscando encontré en Kioto, al fondo de esta calle, un armero.

Susana quería una espada chisa con hoja forjada al carbono 1050, endurecida al calor, templada y pulida. Tsuba, fuchi y kashira de hierro negro, menuki de latón envejecido. La tsuba forrada de piel de raya con trenzado negro, entre otro montón de detalles como la hoja con forma shinogi-zukuri, el boshi tipo yakizume, el hamon tipo sugu y nosecuantas hostias más.

Miré el cartel del armero y recordé eso de un regalo personal, algo con un poco de sentido común.

Gente en un interior de bambú

Learn about pines from the pine, and about bamboo from the bamboo.

(Matsuo Basho)

Fotógrafo


A alguna gente le gustan las postales, les interesa tener una ventanita a la mejor cara de cada lugar. No puedo decir que siempre las odié, antes lo hacía -decirlo- hasta que un día rebuscando entre cajas viejas encontré unas de Asturias y otras de no-recuerdo-dónde que sólo podían ser mías. No tengo el menor recuerdo de haberlas comprado pero estoy seguro de que me pertenecen. En ocasiones nos cambian los gustos o la manera de pensar. Antes odiaba el pescado y ahora me encanta. Casi todos los que somos ateos alguna vez creímos en dios. Y estuve enamorado de personas a las que ahora casi odio.

Pero lo más curioso del espíritu humano no es el cambio, eso es algo que se ve en casi cualquier evento natural. Lo realmente humano -y posiblemente erróneo, según mi opinión- es que siempre creemos que cambiamos a mejor. No puedo evitar pensar que gustar de las postales es peor que no hacerlo, que comer pescado es más sano, que creer en dios es más tonto que ser ateo y que estoy mucho mejor solo que mal acompañado. Da igual si tengo razón o no, a fin de cuentas las cosas siempre dependen de cómo las mires.

Eso es lo bonito de las postales.

lunes, 10 de octubre de 2005

Pasillo

Cuando estoy en un sitio extraño a veces entrecierro los ojos e imagino que alguien de otra época ve lo mismo que yo. Seguro que pensaría que en el siglo XXI el mundo ha cambiado, la raza -por fin evolucionada- habita el planeta sosegadamente y los viejos intereses se han olvidado. Trato de engañarle con un poco de ingeniería sin mirar demasiado a los lados.

Estatua

Ayer volví a ver "Lost in traslation", fue toda una experiencia. Por supuesto me había gustado mucho la primera vez que la vi, y la segunda, y la sexta, pero ayer tuve la sensación de que la mitad de los pequeños detalles de la película habían estado ocultos en mi ignorancia/ceguera. Por poner un ejemplo, al final de la película Bob va en taxi, ve a Charlotte y le pide al taxista que pare y que abra la puerta: en Japón las puertas de los taxis se abren solas, es decir, las abre el taxista. Hay una avalancha de detalles así, la música de los semáforos, las zapatillas del hotel, el hecho de que Charlotte sea la única que se pone a la derecha en las escaleras mecánicas al llegar a Shibuya -has de ponerte a la izquierda para dejar pasar a los que tienen prisa- y mil cosas más. Lo que yo creo que pasa es que nos cuesta mucho desprendernos del cómo creemos que son las cosas o cómo deberían ser. Vemos lo que queremos ver. Seguro que al mirar esta estatua más de uno pestañeó y se volvió a preguntar dónde estaba.

Chica y mono

Por algún motivo misterioso esta chica me recordó a una exnovia. Me fui pensando en ello entre la multitud y me compré un helado de té verde, luego me distraje y me olvidé del asunto.

Pero ahora al verla me di cuenta del porqué.

sábado, 8 de octubre de 2005

Hombre durmiendo


Sergio me escribió diciéndome que aprovechase al máximo cada momento pues podía ser la última vez en la vida que tuviese la oportunidad de pasear por una calle de allí. Al principio eso me animó, claro. No sé cómo ni porqué pero él siempre consigue inspirar. Cada vez que me faltaban fuerzas me acordaba de sus palabras e incluso les ponía su voz y así no me rendía.

Todas salvo una. Estaba en el tren, llevaba dos horas mirando por la ventanilla. Pasaban casas y campos de arroz y montañas azuladas a lo lejos con nubes de muchos colores que parecían blancas. Acababa de comer de estos sushis para llevar que te venden en las estaciones por un puñado de yenes y empecé a tener sueño. Traté de no dormirme porque ¿cuántas veces iré en tren viendo campos de arroz? ¿no merecía un esfuerzo? Cuanto más abría los ojos más se me cerraban, de estas veces que cabeceas un poco y te despiertas repentinamente de forma desagradable, como si hubieses caído de la acera. Me recompuse en el asiento y me oía a mi mismo, mira por la ventana, atiende, puede ser la última vez.

No, no puedo vivir cada momento pensando que va a ser el último. Tu último café. La última vez que ves a V. La última visita a aquella montaña. Cerré los ojos.

viernes, 7 de octubre de 2005

Mujer sentada

Lo malo de todo esto es la pose. Te sientas a escribir sobre tus fotos de Japón y en cuanto te descuidas te estás pasando de sabihondo. Yo estuve allí y lo vi -me veo escribiendo-, caminé descalzo por los templos y me guarnecí de la lluvia con un paraguas transparente bajo un tifón, comí sushi, soba y tempura casi todos los días y me perdí por los barrios de luces de Tokio, anduve en casas de paredes de papel de arroz, bebí saké frío en verano y té verde y agua del manantial de un volcán, me bañé en el Pacífico, vi cuervos que me devolvían la mirada encaramados en los altos techos de castillos, paseé por palacios imperiales y comprobé la puntualidad insolente del tren bala. Pero al final si hablase de todo eso sería como un falsete, un teatro. Todas esas cosas no tienen la menor importancia en mi vida, son simples recuerdos que se los lleva el tiempo, un accidente de tráfico o un cáncer mal encajado. Como casi todo, claro; así que al final no viajo para descubrir nada salvo lo que echaré de menos. A veces es toda una sorpresa.

Gente en escalera mecánica

Estoy sentado en el metro con cien o doscientos desconocidos. Vamos todos en silencio mientras por la ventana se ven pasar los subterráneos a toda velocidad. Arriba se escucha una voz femenina que repite los nombres de las estaciones dos veces y luego dice cosas que no entiendo. También suena el traqueteo del vagón y un leve tintineo de la publicidad que cuelga del techo. Metal, plástico y ese olor indescriptible a aceite usado que tienen todos los metros del mundo. Tengo sueño. Trato de despejarme levantándome del asiento y me agarro a uno de los asideros de cuero. Miro mi reflejo en una de las ventanillas, estoy sin afeitar, desaliñado, camiseta negra, bolsa a un lado, cámara de fotos colgando como si ya fuese parte de mi. Me pongo las gafas de sol justo cuando llego a la estación. Le sonrío a mi reflejo antes de irme.

Niña con botella


Leí nosedonde que el Museo Metropolitano de Fotografía de Tokio tenía una cantidad masiva de fotos. Dispuesto a deprimirme -suelen ser demasiado buenas- me acerqué dando un paseo largo bajo un sol de rigor. Llegué cruzando un puente donde vi tirados dos chupetes en distinto lugar, digamos que uno no es nada raro, típico niño que tira el juguete al suelo... pero dos me pareció una curiosa coincidencia. Pensando en eso entré en el museo. La mayor parte estaba cerrado por obras, menuda suerte la mía. Al menos abajo tenían una exposición permanente de la Asociación de Fotógrafos Japoneses que no tenía ni un solo cartel escrito en inglés. Me llevó más de una hora verlas todas, algunas muy buenas, otras peores, casi todas más espectaculares que bonitas.

Salí satisfecho hasta que vi que arriba tenían una exposición temporal de Brassaï, un diablo francés que me jodió la tarde. La mayor parte de sus fotos tenían gente con expresión, mirada, captados en un instante concreto en un pensamiento, en una respiración o un beso imposible de predecir. Algunas eran sencillamente brillantes.

Así que volví en metro a esconderme en el hotel. Menudo fastidio que me dio el tío. Revisé con impaciencia algunas de mis fotos en la pequeña pantalla de mi Canon, gente de espaldas, sitios extraños, curiosidades de turista sorprendido, mucha basura. No tenía ni una simple foto de alguien mirándome.

jueves, 6 de octubre de 2005

Paso de peatones

El tópico de la soledad urbana se basa en que en cualquier instante podrías parar a alguien de manera aleatoria y decirle, oye tú, cómo te llamas, quién eres, quiénes son tus amigos, cómo es tu familia, qué cosas te gustan y cuáles odias, qué esperas de la vida. Tendría tantas respuestas como tú pero seguramente no te las daría, te tomaría por loco, se iría corriendo o llamaría a la policía. Como lo sabes bien, no lo haces. En vez de eso te vas respondiendo tú mismo. Y esa es la soledad urbana.

miércoles, 5 de octubre de 2005

Ciudad


Por los lados todo eran rejas que evitaban un suicidio involuntario. Incluso había una señal de no saltar. Miré abajo y me dio algo de vértigo, se me paralizaron las piernas y los brazos me dolían de hacer tanta fuerza y no sabía por qué. No voy a caer, pensé. Traté de controlarme y poner un pié más cerca pero no me obedeció. No pasa nada -insistí-, pon el puto pie ahí delante. Pero no. Terco como una mula. Tanto que a veces me parece que somos dos y no yo. Uno es listo, sensato y honesto. El otro habla.

lunes, 3 de octubre de 2005

Cuervo en movimiento


Hay ocasiones en las que la búsqueda más ardua produce un resultado especialmente sencillo, como si lo hubiésemos tenido delante de las narices desde el principio. Sólo nosotros sabemos que no fue así. Es importante no olvidarlo.

Todos los que nos tomamos la vida como una búsqueda -de algo que nunca puede encontrarse- desesperamos con el tiempo; no es que pase volando, la memoria nos engaña.

Torre


Hay lugares que son un hervidero de turistas y fotógrafos telefónicos. Me fastidian. Me fastidia que me fastidien. Me gustaría ser de otra manera, poder ignorar aquellas cosas que me disgustan sin más, las que no van conmigo, sin que el asunto se convierta en una situación de vida o muerte. Pienso en ello mientras subo en un ascensor con treinta turistas ¿miedo a ser como ellos? Lo anoto en mi libreta y un tipo trata de leer lo que escribo, de reojo. Le odio.

Estación


En ningún momento perdí esa sensación de cordón umbilical que te ata a casa. Estuviese donde estuviese siempre había un factor de referencia, al oeste, muy muy lejos, miles de millas, pero lo había. En cada ciudad, en cada hotel, montaba una base temporal que era una segunda referencia, todo giraba alrededor de ella, cerca-lejos, atrás-adelante, arriba-abajo. El día que estuve más lejos de casa fue uno en el que tenía las cosas en un cuartucho pero me llevé una bolsa de mano, la bolsa de mano la dejé -horas después- en una de estas casillas de estación, me subí a un tren, me fui lejos y establecí otra referencia en mi destino, caminé mucho y, lejos lejos lejos, tuve que dejar los zapatos en la puerta de un sitio para entrar. Subí media montaña y llegué a un sitio donde no había nada. Ahí me paré a pensar en la extraña línea que había entre nosotros.

sábado, 1 de octubre de 2005

Escuela de pintura


Desde pequeño dibujé bastante bien así sin más. Se puede decir que tenía mano, hacía un macaco y a todos le gustaba. Era algo como natural, como si le pasase a todos. Una línea y ya había algo mirándote. Salía solo. Era casi como verlo delante de mi y descubrirlo a los demás.

Pasaron los años y traté de saber de todo. No hace falta decir que es imposible. Intenté ser músico, deportista, aviador, gourmet, fotógrafo, viajero, amante, arqueólogo, maquetista, jugador, buceador, cuentacuentos, profesor, repartidor de pizzas, guía turístico, vigilante de piscina, coleccionista, escritor y todo lo que se me pasaba por la vista. Sin darme cuenta me había olvidado de lo único que se me daba bien de verdad.