martes, 18 de octubre de 2005

Hombres cenando


Una de las mejores cosas de viajar es que todo es nuevo y especial, hasta las cosas más comunes. Un banco de madera, una farola, el olor de un restaurante o el aspecto de los taxis, es como si el mundo se reinventase de nuevo. Lo que me gustaría es no perder en casa esa capacidad de sorpresa, que todo me llamase la atención. Pasearía maravillado cada día de camino al trabajo entre soportales de piedra junto a la catedral, me llamarían la atención las galerías blancas y las chimeneas grandes, los muros altos de los monasterios, el caos hipnótico del tráfico, la vista lejana de decenas de grúas, los señores con el periódico matutino haciendo cola para hacer la quiniela y la gente paseando los perros con una correa y dejando que cagasen en las esquinas. Probaría la tortilla y las croquetas, volvería a odiar el vino blanco barato y me dejaría timar comprando una tarta de Santiago. Seguro que me sorprendería ver que las señoras agitan el polvo de las alfombras por las ventanas o que los niños tiran la basura por la calle, que la gente cruza los semáforos corriendo en rojo, los conductores vacían los ceniceros en los semáforos y -en general- el que no corre, vuela.

Pensándolo bien estoy bien como estoy.

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