sábado, 1 de octubre de 2016

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En aquel instante te encontrabas en el Volga a bordo de un barco de nombre impronunciable, Vladimir nosequé. El camarote era estrecho y tumbado en la cama podías oír el parsimonioso fluir de las aguas, el runrún de los motores, el crujir de los techos de madera y las barandas e incluso un poco las risas lejanas de algún ruso borracho. Todos los tópicos eran ciertos, ya habías visto guardias de caras redondas enrojecidas con gorras desencajadas y uniformes severos; también a hombres vomitando en esquinas rotas y botellas de vodka vacías y olvidadas. El famoso Metro era tan increíble como prometían -casi deseaba uno ser bombardeado para pasarse un par de meses bajo bóvedas minimalistas soviéticas, mosaicos de aviación, estatuas heroicas de bronce y lámparas tipo Stalin, esperando a que pasase el peligro- y la Plaza Roja era majestuosa y solemne. No viste los restos de Lenin momificados pues para ti no significaban más que los del Apóstol Santiago, pero sí entraste con Cecilia y Timur a una iglesia ortodoxa claroscura con sacerdotes barbudos y mujeres con pañoletas cantando salmos bajo haces de luz cenitales. Profanaste el lugar haciendo una foto prohibida -que para colmo no salió- y luego huisteis cabalmente. Ah, y viste aquel edificio marrón y amarillo, inmenso, sede de la famosa KGB, que tantas infelicidades trajo al mundo y que se hacían irreales y lejanas, como inverosímiles, y luego te recordaste que el mayor peligro de la Historia es el olvido.

Comiste arenque con remolacha, ensalada -rusa-, té negro, pastelitos de nombres siberianos y una suerte de tarta con helado.

En un bar, presenciaste esta conversación:

-¿una cerveza?
-no tenemos, sólo vodka
-vale pues un café.

Y alguien te dijo que Ramón en ruso sonaba a nombre gitano. No aclaró si era algo bueno o malo.

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