viernes, 8 de enero de 2016

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El otro día nos sentamos en el autobús hablando de la disonancia cognitiva y el cómo una familia enloquecida puede tener un mes a un niño muerto en la sala y estar allí como si nada, perturbados, con la humanidad en la cuneta. Y es lo que tiene perder la razón, que seguramente no te das cuenta, es decir, que nos puede pasar y no hay forma de evitarlo como casi cualquier desgracia más allá de tomarte dos copas y coger el volante -que hay que ser pero tonto-. Al notar que la conversación derivaba a lo inexorable y chungo y vi que nos nos gustaba hablar de eso, le pregunté a Juan Carlos qué cosas le daban yuyu -como decimos en España a algo que no te gusta, con tono idiota-. Convenimos en que soñar era bastante fantástico, en que el límite del Universo nos daba vértigo y que morirse no le gustaba a nadie. No es que fuese particularmente original pero en el momento tomé nota de tres ideas que quería dejar escritas por si palmo de una aplopejía, así sin más.

1) soñar es algo absurdamente extraño; es como un oráculo diario que vamos ignorando sistemáticamente y que no sabemos qué coño hacer con él. Yo sueño con elefantes, con clases de matemáticas, con la rejilla virtual de Tron, con el tente, con mi casa de Extremadura -que no es mía-, incluso un día soñé que volaba con una capa y me subía a los tejados esperando -con éxito- que nadie mirase arriba. También he sido vaquero, astronauta, sillón y mi mayor pesadilla es que de repente se descubra que no aprobé EGB y tenga que repetir todos los exámenes. Cecilia aparece ocasionalmente, siempre en playas o de aventura o en algún autobús loco en medio de la India -aunque eso es un recuerdo, no un sueño-.

2) sobre el Universo no hay nada en absoluto que me fascine más; cuando era pequeño no había planetas extrasolares y éramos un Sistema Solar sencillo. Punto. Pasó el tiempo y somos ocho planetas, varios planetas enanos (es decir, Plutón, Ceres, Eris, Haumea, Makemake), lunas (que hay unas ciento setenta además de la Luna), más de tres mil trescientos cometas, medio millón de asteroides, cinturones de Kuiper, la nube de Oort (que rodea el sistema a un millón de años luz) y hasta el infinito y más allá. Tengo en casa un mapa estelar de cuerpos celestes hasta treinta años luz, que a escala galáctica es una mierda, y hay miles y miles y miles de cosas ahí, planetas, sistemas dobles, triples, enanas rojas, Proxima Centauri, Fomahault, Vega, la Estrella de Barnard, Altair, una locura. Simplemente no puedo dejar de pensar que en todos y cada uno de estos sistemas hay valles, grietas, cuevas, mares subterráneos, vientos, nubes, erosión, puestas de sol, heladas, huracanes y paisajes que ninguno de nosotros verá jamás. Y eso me jode.

3) acerca de la muerte no se puede decir mucho pero bueno, yo soy ateo lo que significa que opino que al palmar simplemente todo se funde en negro y no hay más; lo que he pensado últimamente es que a nivel teórico el tiempo también deja de existir, pues como todo es un elemento más de la física del Universo. Por algún motivo me resulta gracioso pensar que en el instante en el que mueres el mencionado tiempo, sea el que sea, se reduce a cero. Es decir, pasará igual una hora que un millón de años, o un trillón, o sea que nos morimos e instantáneamente nos transportamos al momento en el que el universo llega a su fin matemáticamente. Para aportar a la locura podríamos decir que si se volviese a producir otro Big Bang tras la implosión final y otro y otro y millones de ellos, al final del camino -si hay final- estaríamos nosotros aún presentes en la energía que quede ahí habiendo participado de billones de eventos cósmicos sin comerlo ni beberlo.

Creo que es hora de ir a por un café. He mirado por la ventana y el cielo está bonito. Azul. Gris. Blanco. Añil. Cuánto misterio.

1 comentario:

Anónimo dijo...

después de todo no eres tan ateo, el misterio es una dimensión profundamente espiritual y religiosa