domingo, 31 de diciembre de 2017

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Recuerdas aquellos días de veranos extremeños en los que parecía que todo sería siempre igual, esperando para ir a la piscina en la esquina del parque junto al buzón amarillo a Ángel, a Juanito, a Bárbara o a Mané. Toalla en mano, con el bono mensual, el bañador puesto y un bocadillo en la bolsa. Y es que la vida era tan sencilla como desayunar galletas con leche, pasear por la casa inmensa oliendo a limonero y a pozo, dar caminatas ocasionales por la sierra, comer arroz amarillo con pollo, jugar al parchís, ir con el abuelo y sus gafas de culo de vaso y que te diese veinte duros para ir a comprar un flash en la Calle de la Cruz sabor kiwi o cola. Y por la noche contabas historias inventadas en los umbrales de las casas o mirabas salamanquesas en los muros blancos bajo bombillas amarillas. En el pueblo.

No podías ni siquiera imaginar que en siglo que llegaba pasarían tantas cosas. Que Gregorio y los abuelos se morirían. Que no volverías a ver aquella calle, ni oler los olivos ni caminar por la muralla del parque. Nunca pensaste que tendrías barba, que una chica te daría un beso de verdad o que alguien en su sano juicio te pagaría por trabajar. Jamás te imaginaste un futuro y ni se te pasó por la cabeza la posibilidad remota de que vivirías en Nueva York. La vida, de alguna forma, era algo infinito. Lo que sí tenías clarísimo es que en el 2018 ya habría robots de verdad, clones, coches voladores y un par de colonias en el Sistema Solar o incluso Alpha Centauri. E iPhones.

Piensen en ello mañana (¿o pasado?) cuando nuestra nave-planeta haga otra elíptica sobre la estrella Sol en nuestro breve y maravilloso viaje compartido por esta galaxia, una de muchas muchas.

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