lunes, 15 de agosto de 2016

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Hace poco empecé a ir a nadar a una piscina que está en Times Square y la verdad es que la zona es un horror: el centro turístico de Nueva York y hasta arriba de gente, turistas, vendedores de shows de Broadway, buscavidas, mujeres desnudas -es la moda ahora para atraer incautos- con la bandera americana pintada en el cuerpo, disfraces de Batman y Mario Bros, pantallas gigantes, neones, policía, tráfico, caos absoluto y mi piscina. No tenía otra opción, era la única cerca de casa. Al menos no está a pie de calle sino en un piso 15. Entras en un hotel -no sé si es de lujo o no pero seguro que es caro-, subes en escaleras mecánicas, agarras un ascensor que va como un cohete y cuando la sangre te vuelve al cerebro te das cuenta de que has llegado. Son 25 metros de felicidad líquida con unas vistas absurdamente espectaculares de la zona de rascacielos y por si fuera poco el techo es una bóveda acristalada por la que también se ven edificios rosados por las puestas de sol en Nueva Jersey. Cuando caliento los brazos o floto nadando de espaldas no puedo evitar mirar los atardeceres anaranjados y mi mente me hace viajar a Marte donde los cielos son rojos y los ocasos azules -al contrario que en la Tierra-, debido a un fenónemo llamado dispersión de Rayleigh, un señor muy listo que se llevó el Premio Nobel por ello y por descubrir los gases inertes -como el argón- aunque inexplicablemente en sus últimos días de anciano acabó presidiendo la Sociedad para la Investigación Psíquica. Pues eso, que las puestas de sol en Marte son azules.

Y ya que estamos con temas atmosféricos misteriosos: mientras daba un paseo el sábado se puso a llover bastante fuerte. Hacía mucho calor en Manhattan y todo parecía normal pero cuando miré al cielo resultó que estaba totalmente azul. Brillaba el sol, no había una sola nube y caía agua a cántaros en toda la calle. Incluso olía a petricor -que es una palabra que nadie conoce-.

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