lunes, 18 de abril de 2016

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Hubo unas doscientas plantaciones en los alrededores de Nueva Orleans en la época esclavista, más o menos desde el 1800 hasta 1862, cuando la zona fue tomada a tiro limpio por las tropas de la Unión, en plena Guerra de Secesión. El clima no era adecuado para el algodón pero era perfecto para la caña de azúcar, la cual necesitaba mucho mucho trabajo para cortarla, quemarla, molerla, cargarla y procesarla. Para eso estaban los esclavos, la mayoría raptados de Senegal.

Hoy visitamos dos de esas plantaciones, una de estilo inglés y otra criolla. Ambas tuvieron sus historias familiares de melodrama, primogénitos vituperados, muertes prematuras por fiebres amarillas, casamientos acordados, herencias robadas y un largo etcétera que en el fondo da igual porque a la postre eran una panda de hijos de puta. Yo había leído sobre el esclavismo y visto películas como todo el mundo, pero cuando ves en persona dónde vivían los negros y cómo los trataban pues lo siento pero pierdes un poco de fé en la humanidad.

En la Guerra de Secesión murieron 600.000 personas, es decir, más soldados americanos que en la Primera y Segunda Guerra Mundial juntas. Sólo en Luisiana hubo 500 batallas. Todo en gran parte por abolir o preservar un sistema. ¿Pero saben lo que pasó? Los confederados perdieron la guerra y en 1866 volvieron a sacar caña de azúcar en casi idénticas condiciones. Vale, no les pegaban. Pero todo lo demás siguió igual. Hoy visité un barracón que había sido usado hasta 1977. Si. Yo ya estaba vivo y seguía en uso igual que en tiempos del general Lee.

Eso hicimos hoy, visitar plantaciones, llevarnos disgustos históricos, hacer fotos de robles de trescientos años y cruzar el Misisipi un par de veces. Obviamente las mansiones son espectaculares pero te dan ganas de patear el piano francés o mearte en el retrato de los Roman, dueños de todo y torturadores de gente. Para hacerse una idea: donde comían estos desgraciados tenían un abanico gigante traído de la India. Se accionaba con una cuerda y ponían a un niño negro de ocho años dos o tres horas a darle mientras ellos disfrutaban la velada. Los negros que traían la comida debían silbar, para estar seguros de que no se comían nada en un despiste. Etcétera.

De vuelta en Nueva Orleans comimos un po boy de cangrejos de río mientras escuchábamos una banda bajo un toldo. De camino al aeropuerto hablamos con un taxista etíope que le preguntó a Cecilia si había muchos negros en Argentina. No los hay; pero el porqué es otra historia.

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