miércoles, 3 de julio de 2013

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Justo cuando cerrabas la puerta de casa solía pasar un tren a lo lejos por la línea del Hudson. Bajabas por las escaleras malolientes con restos de bocadillos por el suelo, condones, un escupitajo de sangre seca en la pared y peste a orina humana. En las películas tenían su encanto aquellas cosas -pensabas- pero la realidad era diferente. ¿Lo era? Quizás no, porque en el fondo te daba igual. Por la calle cruzabas entre los negros tullidos de pocos dientes sentados ya temprano frente a la tienda de licores, que traducida así sonaba raro. Liquor store, sin nombre, aunque seguro que sería Jimmy's o algo típico de novela americana, como nos vemos en Jackson Junior's, Flushing, Yonkers, 125th o le dispararon en la 2ª. Fantaseando, llegaste al tren. En los ochenta cuando pasaba por Harlem ese mismo apagaba las luces para que no se distinguiesen a las personas de dentro y no disparasen a los blancos desde las ventanas de los edificios vecinos. Y tú allí, subiendo las escaleras de la estación mugrienta, oscura, mucho más que rota. Llegaste arriba y dos judíos evitaron tu mirada. Al lado una rubia se maquillaba. Caminaste el andén mientras entraba un express que iba a Grand Central de modo que durante un instante estaba pasando un tren a cada lado y todo era movimiento, urgencia, aire, corbatas levantadas, caras durmientes borrosas, reflejos rebotando entre vagones, luz misteriosa, vidas que pasaban e iban y se cruzaban y en medio una paloma asustada de ojos locos que no sabía dónde aterrizar entre latigazos de sombra porque las columnas de hierro forjado tenían pinchos anticaca, como solías llamarles. Pasaron los trenes, a lo lejos sonaba un barco bajo el puente del Bronx.

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