Tuve la suerte de subir a la fortaleza-palacio de Masada hoy viernes 30
de mayo de 2014. Estaba en la base de la montaña a poco más de las
cuatro de la mañana para estar arriba a las cinco y media, cuando
amanece. Y aquí estoy. Llegué casi solo tras una subida empinadísima de
tierra y escalones que me recordó a la Cruz del Siglo en mi pueblo, la
subida a la sierra de los veranos extremeños que seguramente era más
dura que esta. No tan legendaria, claro, pero las mejores cosas de la
vida no necesitan serlo. Tu mejor beso puede ser el de todos los días
bostezando y no necesariamente bajo la Torre Eiffel un día de tormenta y
fin de siglo después de un reencuentro. Pero volviendo a Masada, aquí
estoy, rodeado de un inmenso paisaje de todos los colores, naranja,
azul, rojo, ocre, marrón y pintas verdes estilo Kandinski. Estoy en el
cenit de mi momento zen cuando, sorpresa, llega un gigantesco grupo de
americanos que otra cosa no harán pero madrugar si.
Y así estoy, en el borde del abismo sobre la montaña judía, súbitamente rodeado de ruido y adolescentes que también esperan la salida del sol. Me dejo llevar por lo fácil y empiezo a escuchar sus conversaciones demenciales:
-No hay wi-fi.
-¿Por qué sonríes? Si nadie va a verlo.
-No sé si desde tan alto un francotirador alcanzará a uno de estos terroristas.
-Que alguien suba esa música.
No paran de decir estupideces y ninguno, sin excepción, se da el lujo de sentarse a disfrutar sin más.
Pienso entonces que así va el mundo. Muchos de los que tienen suerte son como este grupo de atontados preocupados por su wi-fi y el resto, la gran mayoría, se jode. Y al final todo está mal.
Pero de repente me asalta un pensamiento liberador: yo mismo no estoy disfrutando, y me niego. Les ignoro. Les olvido. Y vuelvo a estar a solas en la montaña de Masada y justo sale el sol sobre las montañas de Jordania, y brilla el Mar Muerto, las nubes se tornan rosadas, el aire resplandece, y pienso que el mundo, en realidad, es todo lo que nosotros queramos que sea. No saco ni una sola foto de este momento; y sonrío.
Y así estoy, en el borde del abismo sobre la montaña judía, súbitamente rodeado de ruido y adolescentes que también esperan la salida del sol. Me dejo llevar por lo fácil y empiezo a escuchar sus conversaciones demenciales:
-No hay wi-fi.
-¿Por qué sonríes? Si nadie va a verlo.
-No sé si desde tan alto un francotirador alcanzará a uno de estos terroristas.
-Que alguien suba esa música.
No paran de decir estupideces y ninguno, sin excepción, se da el lujo de sentarse a disfrutar sin más.
Pienso entonces que así va el mundo. Muchos de los que tienen suerte son como este grupo de atontados preocupados por su wi-fi y el resto, la gran mayoría, se jode. Y al final todo está mal.
Pero de repente me asalta un pensamiento liberador: yo mismo no estoy disfrutando, y me niego. Les ignoro. Les olvido. Y vuelvo a estar a solas en la montaña de Masada y justo sale el sol sobre las montañas de Jordania, y brilla el Mar Muerto, las nubes se tornan rosadas, el aire resplandece, y pienso que el mundo, en realidad, es todo lo que nosotros queramos que sea. No saco ni una sola foto de este momento; y sonrío.
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