Vimos con caras desencajadas que una excursión de yankees adolescentes
de Oregón (¿como 100?) asaltaba nuestro oasis de paz en el desierto
salado. La desesperación se apoderó de nosotros y decidimos huir al
restaurante del hostal pero el guionista, que se las sabe todas, tenía
preparada una encerrona: otro grupo de los mismos acampado en las mesas.
Flanqueados, no nos quedó otra que rendirnos y agarrar un plato,
ensalada de lentejas, berenjena asada, patatas con judías y tomates,
hummus, bastante bien. Para amenizar la cena empezamos a fijarnos qué
comían ellos, los oregonitas, y somos fieles si decimos que todos se
sirvieron arroz, patatas, pasta y pollo. Algunos patatas con arroz,
otros pollo con pasta y arroz y más pollo y ketchup, otros arroz con
patatas, rellenando la cantimplora con la fanta limón. Nos reíamos
sintiéndonos bien y mal a la vez (por sentirnos mejores y por sentirnos
mejores) hasta que vi que el de al lado (que debía ser israelí, del
hotel) tenía cruzada en el cinturón una pistola y tres cargadores. La
gracia se desvaneció. Para ser honestos desde que estamos aquí he visto
más armas de fuego que en toda mi vida junta, simplemente están por
todas partes. Ya me lo creo si me dicen que hay un submarino en el Mar
Muerto y tres ninjas bajo mi cama. Oh dios, los oregonitas regresan de
sabe dios donde, tierra trágame.
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