Me despertó un gallo en la distancia a eso de las cuatro de la mañana
mientras soñaba con un asesino esqueleto y un objeto mágico que brillaba
al acercarse al peligro y alguien lo había reducido de tamaño -apenas 1
cm medía ahora- pero funcionaba igual. Gracias a él, dimos caza al
esqueleto de fuego, en un atrio alto romano que sabe dios qué significa.
El caso es que el gallo me despertó y me dolía la garganta de reseco,
tenía frío y el lado derecho del cuerpo dormido, pero no como yo sino de
esa otra manera. Me estiré como un gato y alguien empezó a roncar,
aunque dudo que tengan relación ambas cosas. Miré el reloj y faltaba
hora y media para el amanecer, una vida vamos. Me armé de valor pero no
ayudó, desesperación, aburrimiento, impaciencia, se apoderaron de mí en
distintos momentos e intensidades. Cuando por fin pasó el tiempo (se
hizo largo, acabé contando ronquidos de la gente del dormitorio y
comprobando que no se sincronizaban), salí de casa, agarré la cámara y
me fui a la azotea a ver salir el sol entre las mezquitas, sinagogas e
iglesias de color acre. Pero la puerta de arriba, para mi desgracia, se
encontraba cerrada. Vagué pues en silencio por los viejos pasillos de
piedra.
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