jueves, 29 de diciembre de 2016

NY, 15

Una de las muchas diferencias que existieron en la época colonial entre Europa y América fue el consumo de ostras. En el Viejo Mundo se trataba de una comida de ricos mientras que en toda Norteamérica las comían indios y colonos de toda clase, se servían de forma habitual en las tabernas. Se empezó a llamar "oyster bar" a estos lugares, el más antiguo de América situado en Boston (la Union Oyster Bar) y abierto en 1826.
A mediados del siglo XIX todas las ciudades de Norteamérica tenían oyster bars y las ostras eran la comida más barata para tomar con cerveza. Se hicieron tan populares que tan sólo en Filadelfia, en el año 1881, había 379 establecimientos de este tipo. Solían estar situados en el sótano de los edificios puesto que era el lugar más frío y donde mantener el hielo era más fácil. Hoy en día congelar algo es muy sencillo pero en aquellos tiempos tener hielo era una odisea, había que cortarlo y almacenarlo de forma apropiada (el cómo hacerlo fue un invento chino copiado por los ingleses). Nueva York, donde por desgracia nunca sobró hielo, realizó la primera exportación de la historia de los Estados Unidos mandando un cargamento en 1799 a Charleston, en Carolina del Sur.
Volviendo a las ostras, los doce mil millones que se consumían en los Estados Unidos anualmente a finales del siglo XIX acabaron por arrasar el ecosistema. El Gobierno trató de regular el asunto y surgieron furtivos en la bahía de Chesapeake, entre Virginia y Maryland, lo cual acabó en el curioso episodio de la llamada Guerra de las Ostras, con abordajes novelescos, muertos, tiros, detenciones e historias de opereta de toda índole (que puede parecer graciosas pero los piratas de las ostras estuvieron dando por saco hasta nada menos que 1959). En la actualidad en Nueva York puedes visitar la parte sur de Governors Island y ver cientos de miles de conchas acumuladas porque es donde se reciclan. También hay un programa para repoblar el fondo de la desembocadura del Hudson, aparte de estar ricas las ostras limpian el agua.

Seguramente el mejor sitio para comerlas en la Gran Manzana se llama "Upstate Craft Beer and Oyster Bar" en el East Village. Pero no es el más bonito, ese es el "Grand Central Oyster Bar", un lugar fantástico localizado en los bajos de la estación de tren desde 1913. Este local, donde sirven 30 tipos distintos de ostras, pertenecía a un tal Jerome Brody que en 1999 se cansó del negocio y lo vendió a una comuna de empleados que hasta hoy en día dirigen el restaurante con bastante éxito. Pero el verdadero encanto del sitio es la arquitectura con arcos diseñados por el señor Rafael Guastavino, un valenciano formado en Barcelona que tras huir de España por una estafa monumental en la que se vio implicado, ser infiel a su mujer argentina (que le dejó por ello) y tras arruinarse en 1884 estando en Nueva York, se le ocurrió patentar un tipo de bóveda catalana basada en cómo se ponían los ladrillos tradicionalmente en la costa mediterránea española. Lo llamó "Guastavino tile". No hace falta decir que el tipo se forró y se convirtió en uno de los arquitectos con más influencia en la historia de la construcción de los Estados Unidos, sólo en Nueva York tiene 360 cúpulas, las mencionadas de nuestro bar de ostras y Grand Central, Ellis Island, en el metro, en el Museo de Historia Natural, el puente de Queensboro, la catedral de San Juan el Divino (me encanta ese nombre absurdo), Carnegie Hall, y un largo etcétera.

Así que uno puede a comer ostras bajo la estación de tren y mirar al techo catalán de Don Rafael. Al salir del local la bóveda es muy baja -paso por ahí todos los días- y le llaman la Galería de los Susurros porque si te pegas al muro y hablas, cualquiera que esté en el lado opuesto te oirá a pesar de estar lejos y del ruido ambiental de la estación. Obviamente es un efecto físico de onda de sonido descubierto en 1878 por mi amigo el señor Lord Rayleigh en la catedral de San Pablo, en Londres (ese señor es el mismo que descubrió por qué el cielo es azul y los atardeceres son rojos en la Tierra). Si tienen curiosidad sobre este efecto y no quieren venir a tomarse unas ostras, pueden experimentarlo en El Escorial o en la Alhambra. Es lo bonito de la física, que funciona igual en todas partes.

Las ostras que más me gustan a mi son las Belon Wild, de Maine; están a $3.73 la pieza, con limón y pimienta. Island Creek de Massachusetts tampoco está mal.


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