jueves, 29 de diciembre de 2016

NY, 13

En los años 70 del siglo XIX el ya anciano señor Cornelius Vanderbilt, uno de los gigantes del ferrocarril y de las navieras en los Estados Unidos, emprendió la construcción de una estación en el medio y medio de Manhattan. Hasta ese momento el tren sólo llegaba a Harlem, pero en 1871 por fin se abrió lo que se llamaría Grand Central Depot. En aquella época los pasajeros tenían que caminar por tierra y gravilla hasta los vagones y subir por una escalerilla pero como corrían tiempos modernos se puso en práctica una idea inglesa llamada "andén": las plataformas del Grand Central Depot -que hacían que los pasajeros estuviesen a la altura de los trenes- fueron las primeras que hubo en América.

Un cuarto de siglo después, entre 1899 y 1900, el edificio ya estaba viejo y hubo que reconstruirlo y ampliarlo. Fue entonces cuando le cambiaron el nombre a Grand Central. Tengamos en cuenta que los trenes del momento eran a vapor y no eran la cosa más segura del mundo; esto quedó demostrado en 1902 cuando uno de ellos se estrelló y voló por los aires matando a quince personas e hiriendo a ni se sabe cuántas. El asunto preocupó a los dueños (Vanderbilt II, Rockefeller y JP. Morgan, ni mucho menos) que optaron por tirar todo abajo y construir de cero una terminal para trenes modernos y eléctricos. Las obras multimillonarias acabaron exitosamente en 1913 y resultaron en la estación de tren más grande del mundo -un clásico en Nueva York-. Su estilo Beaux-Arts era el que estaba de moda e hicieron falta 10.000 trabajadores para acabar el icono arquitectónico.

La estación vivió un momento clave durante la II Guerra Mundial cuando el 80% de tropas y material de guerra transportado en ferrocarril pasaba por ella. Resulta que la estación funcionaba con un convertidor eléctrico que estaba situado en la famosa sala secreta "M42" a trece pisos bajo el suelo; era tan grande como la inmensa sala principal y era tan secreta que no salía en los planos del edificio para que no se pudiese localizar. El sueño de Hitler -uno de muchos- era volar la estación y mandar a tomar por culo el principal nodo de comunicaciones americano y para ello envió a unos agentes saboteadores que llegaron en submarino a Long Island en 1944: George John Dasch, Ernest Peter Burger, Richard Quirin y Heinrich Harm Heinck. El ansiado convertidor de corriente alterna/contigua era tan antiguo que sólo se necesitaba un saco de arena para destruirlo así que los agentes nazis se infiltraron en Nueva York, entraron en la estación y trataron de encontrar la sala M42. Mala suerte, el FBI tenía la sospecha de que algo así podía pasar y tenía bien vigilada la estación. Los saboteadores cometieron un sólo error fatal: dejaron sus maletas en la sala de equipajes -muy alemán- que periódicamente registraba el FBI. Una cosa llevó a otra y acabaron detenidos. Entretanto abajo, en la sala secreta, había soldados con orden de disparar a matar a cualquiera que llevase un saco de arena.

La sala M42 no era el único secreto de Grand Central. El rumor de que existía un subterráneo entre Grand Central y el hotel Waldorf Astoria era mucho más que un rumor: se trataba un tramo completo de vías llamado track 61; incluso hoy en día mucha gente piensa que fue construido de forma específica para transportar al presidente Franklin D. Roosevelt entre un sitio y otro de forma invisible (quizás para ocultar sus problemas para caminar) pero lo cierto es que el New York Times ya había mencionado el dichoso túnel en 1929. El que finalmente bombardeó el secreto unos cuantos años después no fue otro que el artista Andy Warhol cuando montó un fiestón en el subterráneo misterioso en el año 1965: los invitados, para llegar a las vías, debían bajar por largas escalerillas de incendios y no había comida debido a las ratas.
Tras la guerra la estación tenía un flujo de 65.000.000 personas al año, más o menos un 40% de la población total de los Estados Unidos. Incluso así, hubo planes para demolerla, exactamente igual que le pasó a su vecina Penn Station. Por suerte dichos planes no prosperaron.

Nueva York entró en los 70 de forma decadente y lo mismo le pasó a su estación. Fue un señor llamado Donald Trump quien en 1975 compró una parte por 10 millones de dólares y renovó las fachadas, cubriendo los muros grandes de la estación con cristal y abriendo el Hotel Hyatt. Años más tarde vendió todo por 142 millones.

En 1988 los trenes que llegaban de Nueva Jersey y Pennsilvania empezaron a operar en Penn Station dejando únicamente en Grand Central los que iban al norte. Luego en 1994 hubo que volver a restaurar toda la estación porque su estado era lamentable. Para hacernos una idea: uno de los lugares más lujosos de la estación, la sala Campbell, había pasado de ser un despacho opulento con decoración florentina del siglo XIII a ser un almacén de la policía y cárcel. En fin, todo se reformó, lustró, limpió, e incluso se redescubrió -como la famosa bóveda pintada con las constelaciones que había sido semiolvidada-. Aún de vez en cuando en la actualidad hay alguna reparación y aparece algún fresco increíble. La sala Campbell, por cierto, volvió a sus días de gloria y pasó a ser un bar de lujo hasta que cerró hace dos meses al perder un litigio por el alquiler. El que no se tomó una copa ahí ya no lo podrá hacer jamás -yo lo intenté pero mis zapatillas no les gustaron y educadamente me mostraron la salida-.
Hoy en día la estación tiene 44 andenes en dos plantas subterráneas y recibe 22 millones de visitantes al año. Desde hace nada se ha empezado a construir un rascacielos justo al lado. Llevará el nombre de la persona que empezó todo: Vanderbilt.


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