Por algún motivo aquella isla te recordaba constantemente a tus veranos extremeños. Una noche te diste cuenta del porqué: absolutamente todo el mundo salvo tú iba acompañado. Mirases a donde mirases todos eran dos. Y no sólo los cubanos, también los extranjeros -a lo sumo y como variante excepcional formaban grupos de solteronas de algún país nórdico-, de la mano, abrazados, paseando, besándose, riéndose, cenando, descalzos los dos por la playa, te cruzabas con ellos en cada esquina, en cada maldita calle de aquella ciudad.
El caso es que hacía tiempo que no recordabas aquellos veranos en los que tú eras el único de la pandilla que no conseguía ligar; todos los demás se marchaban por las noches a la parte de atrás del muro de la piscina para besarse y meterse mano un poco. Mientras tanto tú paseabas por el parque, mirabas las estatuas de las ranas pintadas de verde o te ibas a por chucherías a la Calle de la Cruz. No podías imaginar que uno se forja de pequeño y que, pasados los años, cuando ya eres mayor, muchas cosas no se pueden cambiar. Ranas verdes. Chucherías.
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