jueves, 11 de mayo de 2006

Ciudad junto al mar


Faltaban horas para coger la guagua hacia Viñales pero dormir ya no era una opción pasadas las cinco. Sinceramente habías creído que aquella noche daría más de si porque el día antes te habías caminado el Malecón entero (sus ocho kilómetros) ida, vuelta y parte de ida, haciendo fotos al mar y buscando un incauto que se dejase mojar por las olas que estallaban en haces de espuma contra el muro. No hubo más incauto que tú, acabaste mojado pero riéndote entre dientes de lo tonto que eras a veces (o siempre). Te asaltó un turista con una historia acerca de su cámara (se la habían robado) y seis o siete cubanos preguntándote la hora como excusa para entablar conversación (acabaste escondiendo el reloj).

Al lado del mar te encontraste un pez agonizando en el cemento de la baranda, creíste que era un lorcho (porque era el único pez que conocías). Te acordaste un poco de una historia de un erizo y Beckett, pero esto no era igual, reconozcámoslo. Si no ayudabas el lorcho tenía las de perder (al contrario que el erizo de Beckett). Trataste de agarrarlo pero en vez de dejarse salvar cabalmente dio un salto que te asustó mucho (como si pudiese amputarte un dedo). Del brinco se fue directo al suelo donde, ya sin duda, sólo le esperaba lo peor. Te armaste de valor y luchaste con el pez. Tu victoria, sólo comparable a la de Hemingway, fue salvar al dichoso pez y tirarlo al mar. Entonces pensaste que si existiese la justicia universal (que no) en aquel entonces alguien debería salvarte a ti.

De madrugada, desvelado, mientras pensabas en todo aquello y en la madre patria –que echabas de menos a escondidas- otra parte de ti se dedicaba a organizar los sonidos nocturnos. Primero siempre unos pasos o voces. Luego un camión. En tercer lugar perros, gallos y pájaros, por ese orden estricto; intercalado en cualquiera de dichos elementos pero sin alterar jamás el orden descrito podía oírse algún grito de naturaleza incierta y características muy variables, sordo, sonoro, alterado, crispado, incluso registraste alguno alegre, casi de júbilo, aunque en menor cuantía. Pensaste entonces qué interesante sería saber qué había detrás de todos aquellos ecos que te intrigaban y hacían de la noche un momento de misterio donde –todos lo sabían- los delitos eran más graves y el amor más fuerte.

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