El despertar de aquel día fue bastante manso. Cuando volviste en ti ya piaban los pájaros -como bichos locos, a veces- por lo que no te hacía falta mirar el reloj para saber que pasaban largas de las seis. Te estiraste en la cama con un interminable bostezo y luego te fuiste a la ducha fría que tanto anhelabas. Se puede decir en tu favor que cuidabas muy mucho tus abusos europeos malacostumbrados al gasto. Un poco de jabón, el agua mínima, y lo llevabas más allá, comías poco, bebías poco, manchabas poco, habías apagado la nevera al llegar y de todo hacías un uso ajustado y cabal –caminabas a todas partes y habías regalado tu gorra de los yankees a un chico en la calle-. No hacía falta reconocer que íntimamente obtenías algún tipo de placer con lo austero. Por mucho que lo quisieras ocultar te sabías hijo del primer mundo con tu cámara de $2.500 y tu libreta negra Moleskine que impediría (lo hicieron) que acabases de creerte tu propio discurso. Acorralado por la ambigüedad (que no te dejaba en paz) te fuiste a bucear.
Habías pagado un pasaje en un barco que fondeaba por Cayo Largo. Cuando llegaste al embarcadero te diste cuenta de que aquello no sería como habías imaginado (pescador viejo en lancha vieja con historias viejas). En vez de eso había un reducido grupo de turistas que querían lo mismo que tú y allí mismo se subieron al barco.
Zarpasteis. Todos se pusieron en la proa al sol salvo tú que te fuiste a la tranquila sombra de popa, mirando vuestra estela espumosa sobre el Caribe y el bailoteo tonto de la bandera cubana. Casi habías olvidado que no ibas solo cuando pusieron música. Eso fue una ruina. Dos andaluzas pasadas de vueltas se fueron para atrás y se pusieron a calentar a los cubanos de forma escandalosa, uno de ellos subió el envite y tú no tenías muy claro qué pasaría allí. Antes de que se aclarase el asunto el barco paró en unos bancos de arena y alguien sacó cervezas y ron.
Mientras los demás bebían bajo el sol tú te tiraste al agua, bastante lejos había una isla desierta (un islote, vamos) y tu mitad de sangre extremeña te dictaba que la descubrieses. Nadaste algo más de media hora aunque por momentos dabas con arenales y prácticamente tenías que caminar. Cuando llegaste ni siquiera se oía la música del barco (tan sólo era un detalle más en el mar plano). Te estabas preguntando si serías la primera persona que pisaba aquella isla (y qué obtenías de eso) cuando, absurdamente plantada en la arena blanca, viste una rueda de camión.
4 comentarios:
:)
Veo que has estado en la Habana con todos tus sentidos: nadando en las aguas cálidas y transparentes del Caribe, escuchando los sonidos del amanecer, emocionándote con una foto del Che.
Las ranas verdes y las chucherías no son tan malas y las cosas se pueden cambiar.
N.
Es una opinión...
Casi todo puede cambiar... de hecho... ya no existen las ranas verdes...
Me temo que lo comprobaré pronto.
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