Me encanta de Cecilia su imbatible olfato de viajera entrometida que nos llevó en su día a acabar metidos en una boda india en Cachemira -no conocíamos a nadie- o a una fiesta de graduación en Perú -tampoco conocíamos a nadie-.
Y el sistema es muy simple: ella anda por ahí con normalidad y de repente desaparece unos instantes; si ves que regresa sonriendo con ese brillo en los ojos ya sabes que va a pasar algo especial. Pestañeas y sin saber cómo te has transportado a una tasca destartalada japonesa del siglo pasado donde nadie te entiende ni tú a ellos, las esquinas del sitio abarrotadas de cosas viejas, un calendario del 2003 en la pared, la televisión puesta con carreras de caballos, la vieja que lleva el lugar te está haciendo la comida en la cocina mientras la versión oriental de Julio Cortázar -apuesto, alto, con ese deje poético y atractivo que él tenía- fuma en un lado del local con parsimonia y al tiempo revisa sus apuestas hípicas y su señora -con la que lleva cincuenta años casado, a su pesar-, una ancianita minúscula de gafas extrañas y sonrisa alegre que habla por los codos -japonés, la entiendas o no- te da de comer intestino asado, con sus propios palillos.
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