Entre Tokio y Kioto hay dos horas y treinta y nueve minutos de casas de tejados oscuros, bosques espesos, crestas de montañas, el volcán Fuji, mar, ríos acanalados, millones de kilómetros de cables, campos de arroz y algunas fábricas. Los postes de la luz son miles y también se ven invernaderos y algún que otro puente. El tren bala atraviesa las colinas por túneles a trescientos kilómetros por hora mientras los pasajeros, con calculada parsimonia, alternan entre la comida y el sueño. Arroz, algas, judías, pescado crudo y té verde. Entretanto, yo dibujo en mi mapa planes de visita, garabatos sobre templos y jardines zen; mientras lo hago las nubes del sur se acumulan en una espiral muy rara y varias personas señalan por la ventanilla apuntando al mar. El tren parece acelerar y las copas de los árboles lejanos se agitan con el viento mientras a lo lejos, en el Pacífico, se divisa una gigantesca ola como jamás podía imaginarse. Todo tiembla y lo único que pienso entre los gritos es que he de sacar una foto antes del impacto marino. Al paso del tsunami vuelan casas y coches y hasta se ve un barco pesquero salir despedido de forma imposible. El sol se apaga de repente y la ola está por alcanzarnos, todo se ralentiza y tiñe de una luz azulada -el sol nos ilumina a través del agua-.
Entonces me despierto de un salto. Falta una hora para llegar a Kioto.
Entonces me despierto de un salto. Falta una hora para llegar a Kioto.
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