lunes, 14 de diciembre de 2015

j 7

Estamos en Nara en un albergue tradicional japonés de paredes de papel de arroz, tatamis en el suelo y camas sin colchón. Por supuesto no puedo pegar ojo, el occidental que llevo dentro no quiere dormir y me dice mentalmente que despierte a Cecilia y hablemos en susurros mientras se escucha nada o casi nada; pero son las 6:43 y no quiero ser aguafiestas así que la dejo en paz. Conste que todo está en silencio absoluto. Cierro los ojos y solo está el rumor del aire, el sonido de una brisa suave sobre un árbol, un insignificante mochuelo, un breve coche híbrido imperceptible en la lejanía, los huesos de mi espalda al recolocarme en esto que hemos decidido llamar cama, el latido del silencio en mi cuarto -como decía Biedma-, alguien anónimo que se da la vuelta en otro cuarto, y una sutilísima aguda minúscula e invisible oscilación de tuberías o la propia casa que (de arroz o no) sigue rodeándonos y genera murmullos y algún crujido que otro. O sea, silencio.

Intento evitarlo pero finalmente estornudo.

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