Mientras me tomo el típico café demencial de tren bala miro por la ventanilla y veo luces pasando -Japón por la noche-; ahora Tokio nos espera con sus fideos de garito subterráneo y sus mercados de pescado a las cuatro de la mañana. Voy pensando en las fotos, que marchan bien, como casi siempre. En cada viaje tengo la sensación de haber perdido la magia de otras veces, de ser una simple copia de mi mismo que ha olvidado la frescura del encuadre, la anticipación y la espera. Luego el tiempo sucede como en una montaña rusa y las fotografías se acumulan en memorias de 32 gigas en mi bolsillo, y cuando menos me lo espero patada en el culo y vuelta a casa. Es decir, el temido naufragio nunca sucede y de una manera u otra me acaban gustando las fotos. Esa desazón inicial e ineludible quizás se debe a que tengo la esperanza oculta de ser más atrevido y hacer experimentos en vez de fotos normales; tomas de larga exposición o desde ángulos raros -por ver qué sale- o con ópticas infrecuentes... el problema es que no vengo a Tokio todos los días y si una noche todo sale mal es algo que no tiene repetición, no hay un vuelva usted mañana. Así que al final hago lo que mejor se me da, fotos de gente y sus historias, de cerca. Y ya es bastante y buena suerte.
Veremos las fotos cuando las revele, en unos meses o años. Esas fotos son como mirar estrellas lejanas, cuando la luz llega y las ves ya quizás incluso no existen. Son instantes del pasado incambiable e irrepetible.
Veremos las fotos cuando las revele, en unos meses o años. Esas fotos son como mirar estrellas lejanas, cuando la luz llega y las ves ya quizás incluso no existen. Son instantes del pasado incambiable e irrepetible.
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