martes, 22 de diciembre de 2015

lunes, 21 de diciembre de 2015

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Hoy soñé que estaba en Cabeza del Buey, el pueblo de mi madre, buscando mi coche Peugeot 205 blanco que hace años había dejado aparcado allí. Bajaba del tren y me ponía una camiseta blanca -inexplicable- y me iba por la calle del Olivo a ver si lo encontraba pero en vez de eso llegaba a casa de mi madrina (que no veo en años) y una señora me decía que buscase por la parte baja del pueblo y lo encontraría. La mujer se convertía en mi abuela -que lleva muerta varios años- y me daba mucha pena verla sabiendo que era imposible que fuese ella. Salí de la casa y estaba de repende en otra parte del pueblo, en una especie de cochera claroscura, y veía a una chica vestida con un traje tradicional extremeño pasar de la luz a la sombra y fue tan bonito que me sentí fatal por no tener la cámara a mano. La seguí, y todas las calles merecían una foto, las casas blancas, el sol de la siesta, la sierra a lo lejos, los olivares, un tractor pasando en la distancia, unos viejos a la sombra con sus boinas grises de paño. De repente recordé dónde estaba mi coche pero desperté antes de llegar a él; eran las cinco y estaba en Manhattan. Cecilia dormía en silencio a mi lado, ella no lo sabe pero muchas veces sonríe al dormir y está muy guapa. Pensando en mi abuela -Manuela- le di un beso en la frente sin despertarla y salí de la cama a oscuras.

sin título


sin título (渋谷区)


miércoles, 16 de diciembre de 2015

martes, 15 de diciembre de 2015

lunes, 14 de diciembre de 2015

sin título


sin título


ny

Ya estoy de regreso en Nueva York con mi mochila y un importante desajuste horario. Cuando volvía en el bus atravesando Brooklyn pensaba que es un poco raro que esto sea mi casa ahora, aunque nunca será casa casa. Lo sé porque vivimos junto al Empire State y todos los días que miro arriba y lo veo recuerdo sin excepción cuando trabajaba en Santiago y pasaba por delante de la catedral. Yo no sé si es el ser gallego o qué pero le pega mil vueltas a este edificio de pacotilla del que sólo me gustan algunos detalles art decó y su historia de película, como que la antena esa gigante que tiene se la pusieron más de veinte años después de acabarlo porque originalmente tenía un mástil de amarre de dirigibles. No es broma, el piso 102 era una plataforma de aterrizaje para zeppelines. Al genio que se le ocurrió esta locura no se le pasó por la cabeza ni el viento oceánico que hay a más de 350 metros sobre Manhattan ni que el edificio, como todos, se bambolea y no había dios que amarrase, así que tuvieron que descartar la idea. ¿No habría sido maravilloso?

Otra historia increíble es que en 1945 un inmenso bombardero B-25 que volaba en la niebla se estrelló con el edificio, a eso del piso 80. La mitad el avión salió despedida y arrasó un ático cercano. La otra mitad en llamas se desplomó al vacío y por el hueco del ascensor del Empire State llevándose consigo a la pobre ascensorista Betty Lou que hasta hoy en día tiene el récord Guinnes de sobrevivir a la caída más alta en un edificio: 75 pisos y salió a gatas entre el fuego.

Pero la más fantástica de las historias fue un intento de suicido en 1979. Elvita Adams saltó como loca al vacío desde el piso 86 pero hacía tanto viento que salió volando y -tachán- volvió a entrar por una ventana un piso más abajo. Se hizo daño en la cadera.

Esto es América. En chino lo llaman el país bonito, Mĕiguó 美国. Puede tener algunas cosas malas pero belleza no le falta; aunque catedral la de Santiago y murallas las de Lugo.

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Mi avión a Shanghai sale en unos minutos y estoy rodeado de chinos con cien millones de maletas, bolsas, regalos y duty frees varios, tantos tantos que parece que no hay comida en China o allí no fabrican nada, dios mío, solo faltan unos cuantos pollos atados. Pero bueno, siempre es así, con esas bolsas a cuadros llenas hasta los topes y cerradas con cinta americana, los botes de plástico para el té y los empujones en las colas. Tiene su encanto, para qué negarlo, yo adoro el caos y la gente, el follón y el desorden que siempre te lleva a lo inesperado. Sin ir más lejos, yo iba a hablar de Corea y el fin del viaje y he acabado así.

(sonrisa)

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Lo cierto es que en España ni dios sabe dónde está la isla de Jeju. No vale mirar en el google y luego decir que si, que claro, que no me lo creo. Yo mismo tuve que hacer lo propio cuando Alfonso me preguntó si íbamos allí (aquí, porque aún estamos). Es el saber moderno, el catedrático de wikipedia y doctor en rumores de internet. ¿O quién no es politólogo estos días antes de las elecciones? ¿Cuántos estadistas agazapados han surgido desde que el Estado Islámico se dedica a dar por saco? Pero bueno, volviendo a la isla de Jeju, aterrizamos ayer. He de admitir que la primera impresión fue nefasta no, lo que sigue. Aterrizamos en un aeropuerto cutre de paredes sucias y subimos a un autobús de cristales aún más sucios, tanto que se veían refracciones anisotrópicas y la hora y media hasta el sur -el puerto de Seogwipo- fue como un mal sueño. Estuvimos por morir tres o cuatro veces en curvas y adelantamientos y el altavoz donde decían las paradas era ininteligible (y no solo porque las dijesen en chino o coreano, las podía leer el mismísimo Cervantes que no las entendías). El terror pánico empezó cuando vimos el primer ressort hotelero y nos vino a la mente que quizás -solo quizás- la habíamos cagado a lo grande. Tras el primero, el segundo, y toda esa serie de casas tipo Torremolinos de los ochenta, con sus balcones y fachadas tremebundas color crema, sus palmeritas y sus barandas doradas. El tercer complejo hotelero y yo estaba por infartar, tenía caballos esculpidos en bronce autooxidado y columnas neoclásicas que si ve la Ceci le da el telele -ella se quedó en Japón-. Por si fuera poco pasamos por una imitación de una fortaleza africana de Tombuctú y un estadio de fútbol sin usar que hicieron para la Copa del Mundo de hace años -en la que por cierto Corea apeó a España injustamente, como todo apeo-. Tres, cuatro hoteles más estilo nefastísimo y yo ya me daba por perdido en la isla cuando por fin el bus-cápsula llegó a su destino. Y nos bajamos.

Si uno dejase de leer ahí pensaría -como yo en aquel momento- lo peor. De verdad lo parecía. Pero es que no sabíamos nada del volcán rodeado de nubes, de las grutas de magma, del amanecer tras subir a un cráter junto al océano, de las tumbas antiguas, los dólmenes, las estatuas fúnebres, las columnas de basalto en los acantilados, las cataratas al mar, los bosques tropicales, la nieve, las playas de arena negra volcánica, los mercadillos locales, el cerdo negro, el sabor de la fruta y los barcos de pesca y las viejas buceadoras frente a los arrecifes oscuros. Son muchas cosas que no salen en el google (y menos mal).

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Amanece sobre Seul y hago dos o tres fotografías por la ventana de este hotel caro en el que nos han metido a la fuerza. La historia es larga y no tengo tiempo de contarla así que solo diré que cuando decidimos venir a Corea y Alfonso se lo dijo a una amiga suya -coreana- que vive aquí, la chica se molestó en buscarnos hoteles (que nosotros no queríamos), organizarnos transporte (ídem), asegurarse de nuestro bienestar absoluto y de paso venir al aeropuerto a recogernos, llevarnos a cenar (invitados), y traermos de vuelta; solo faltó que nos plancharan la ropa y nos hicieran las uñas. Costumbres culturales, le llaman.
Mi yo viajero de mochila sucia y hostal desconchado de neones baratos y sin mostrador entró en crisis al ver el hotel impecable con vistas al río Han y no poder elegir qué hacer ni dónde ni cuándo. Luego conseguí sobreponerme pero la realidad es que no sé dónde estamos durmiendo y no creo que sea posible explicar que lo que a mí me gusta es perderme (aunque bien pensado no se puede estar más perdido). Ahora nos las tenemos que apañar para que ella sepa -y exista entendimiento- que nos gustan más los bastidores de un teatro y el público que el escenario y la obra y las rondas de aplausos.

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Me encanta de Cecilia su imbatible olfato de viajera entrometida que nos llevó en su día a acabar metidos en una boda india en Cachemira -no conocíamos a nadie- o a una fiesta de graduación en Perú -tampoco conocíamos a nadie-. Y el sistema es muy simple: ella anda por ahí con normalidad y de repente desaparece unos instantes; si ves que regresa sonriendo con ese brillo en los ojos ya sabes que va a pasar algo especial. Pestañeas y sin saber cómo te has transportado a una tasca destartalada japonesa del siglo pasado donde nadie te entiende ni tú a ellos, las esquinas del sitio abarrotadas de cosas viejas, un calendario del 2003 en la pared, la televisión puesta con carreras de caballos, la vieja que lleva el lugar te está haciendo la comida en la cocina mientras la versión oriental de Julio Cortázar -apuesto, alto, con ese deje poético y atractivo que él tenía- fuma en un lado del local con parsimonia y al tiempo revisa sus apuestas hípicas y su señora -con la que lleva cincuenta años casado, a su pesar-, una ancianita minúscula de gafas extrañas y sonrisa alegre que habla por los codos -japonés, la entiendas o no- te da de comer intestino asado, con sus propios palillos.

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Mientras me tomo el típico café demencial de tren bala miro por la ventanilla y veo luces pasando -Japón por la noche-; ahora Tokio nos espera con sus fideos de garito subterráneo y sus mercados de pescado a las cuatro de la mañana. Voy pensando en las fotos, que marchan bien, como casi siempre. En cada viaje tengo la sensación de haber perdido la magia de otras veces, de ser una simple copia de mi mismo que ha olvidado la frescura del encuadre, la anticipación y la espera. Luego el tiempo sucede como en una montaña rusa y las fotografías se acumulan en memorias de 32 gigas en mi bolsillo, y cuando menos me lo espero patada en el culo y vuelta a casa. Es decir, el temido naufragio nunca sucede y de una manera u otra me acaban gustando las fotos. Esa desazón inicial e ineludible quizás se debe a que tengo la esperanza oculta de ser más atrevido y hacer experimentos en vez de fotos normales; tomas de larga exposición o desde ángulos raros -por ver qué sale- o con ópticas infrecuentes... el problema es que no vengo a Tokio todos los días y si una noche todo sale mal es algo que no tiene repetición, no hay un vuelva usted mañana. Así que al final hago lo que mejor se me da, fotos de gente y sus historias, de cerca. Y ya es bastante y buena suerte.

Veremos las fotos cuando las revele, en unos meses o años. Esas fotos son como mirar estrellas lejanas, cuando la luz llega y las ves ya quizás incluso no existen. Son instantes del pasado incambiable e irrepetible.

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Estamos en Nara en un albergue tradicional japonés de paredes de papel de arroz, tatamis en el suelo y camas sin colchón. Por supuesto no puedo pegar ojo, el occidental que llevo dentro no quiere dormir y me dice mentalmente que despierte a Cecilia y hablemos en susurros mientras se escucha nada o casi nada; pero son las 6:43 y no quiero ser aguafiestas así que la dejo en paz. Conste que todo está en silencio absoluto. Cierro los ojos y solo está el rumor del aire, el sonido de una brisa suave sobre un árbol, un insignificante mochuelo, un breve coche híbrido imperceptible en la lejanía, los huesos de mi espalda al recolocarme en esto que hemos decidido llamar cama, el latido del silencio en mi cuarto -como decía Biedma-, alguien anónimo que se da la vuelta en otro cuarto, y una sutilísima aguda minúscula e invisible oscilación de tuberías o la propia casa que (de arroz o no) sigue rodeándonos y genera murmullos y algún crujido que otro. O sea, silencio.

Intento evitarlo pero finalmente estornudo.

j 6

Seguimos en Kioto visitando templos y subiendo montañas, que es casi lo mismo. Como en todos los viajes las pequeñas aventuras se acumulan pero o las vives o las cuentas, no hay tiempo para ambas cosas hoy. Así que en otro momento hablaremos del calzador de Alfonso, del sitio de tempura, de los helados de té verde, de las nominaciones del corto de Cecilia que llegan a las cuatro de la mañana o del lavado de ropa, sin olvidar a las chicas de la Kyoto Tower, mi conversación en japonés con un taxista o el tamaño atroz de la estación de tren de la ciudad. Mientras tanto, un apunte especial: por hache o por bé llevamos ya un par de días cenando dos veces y es que yo no como carne y Ceci no come pescado y es probablemente la peor combinación posible para visitar Japón.

Nos vamos ahora al castillo. Siempre me hace feliz decir esa frase.

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Entre Tokio y Kioto hay dos horas y treinta y nueve minutos de casas de tejados oscuros, bosques espesos, crestas de montañas, el volcán Fuji, mar, ríos acanalados, millones de kilómetros de cables, campos de arroz y algunas fábricas. Los postes de la luz son miles y también se ven invernaderos y algún que otro puente. El tren bala atraviesa las colinas por túneles a trescientos kilómetros por hora mientras los pasajeros, con calculada parsimonia, alternan entre la comida y el sueño. Arroz, algas, judías, pescado crudo y té verde. Entretanto, yo dibujo en mi mapa planes de visita, garabatos sobre templos y jardines zen; mientras lo hago las nubes del sur se acumulan en una espiral muy rara y varias personas señalan por la ventanilla apuntando al mar. El tren parece acelerar y las copas de los árboles lejanos se agitan con el viento mientras a lo lejos, en el Pacífico, se divisa una gigantesca ola como jamás podía imaginarse. Todo tiembla y lo único que pienso entre los gritos es que he de sacar una foto antes del impacto marino. Al paso del tsunami vuelan casas y coches y hasta se ve un barco pesquero salir despedido de forma imposible. El sol se apaga de repente y la ola está por alcanzarnos, todo se ralentiza y tiñe de una luz azulada -el sol nos ilumina a través del agua-.

Entonces me despierto de un salto. Falta una hora para llegar a Kioto.