miércoles, 30 de noviembre de 2016

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Hoy volví a soñar lo mismo: estamos en Extremadura subiendo al coche de mis padres, de madrugada. Mis abuelos están en el portal de la calle en su casa de toda la vida. En el sueño caigo en la cuenta que jamás les llamé por su nombre, Vicente y Manuela, a pesar de haber estado miles de veces con ellos. Él nos mira tras sus gafas de pasta, serio. Apoya la mano en la jamba de la puerta, lleva chaqueta. Ella está difusa. Me entran ganas de vomitar por la angustia leve mezclada con olor a tapicería Ford. El coche arranca y veo la calle alejarse como un túnel. Miro atrás y mis abuelos se van haciendo pequeños. Antes de la curva les veo girarse y entrar con gesto cansado. Raquel -mi hermana- es pequeña. Javier -mi hermano- aún no existe. Conduce mi madre. Mi padre se pone el cinturón de seguridad y mira atrás. Su pelo es negro, brillante. Mientras el pueblo se aleja tras las ventanillas intento decirles a todos que aquello es un sueño y que el olor a olivo, la sierra ocre, el rosado del alba, el viento cálido e incluso el jamón y los melones que van en el maletero en realidad no existen. Duerme un poco, me dice mi madre. Manoli.

Al abrir los ojos han pasado más de treinta años. 

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