lunes, 18 de abril de 2016

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Estamos en los pantanos en una barca pequeña. Bill lleva el timón y nos conduce entre raíces y árboles extraños mientras habla con acento sureño y hace bromas sobre su mujer. A nuestro alrededor hay millas de cenagales y tierras húmedas plagadas de serpientes, peces, cangrejos, pájaros, nutrias, cerdos salvajes, caimanes y algún que otro humano. El lugar es maravilloso, tanto que mi yo fotográfico se altera y no sé ni dónde mirar: si es arriba las copas de los árboles formas tramas infinitas claroscuras; si es al frente la vista se pierde en los troncos verticales de árboles tubulares, las plantas colgantes, los arbustos acuáticos, las raíces salientes y sus reflejos verdes y blancos y amarillos; si es abajo el agua adquiere mil matices, tranquila, agitada, poco profunda, ondulada, gris azulada verdosa. Así que miro a donde puedo y me pierdo el resto.

No hay caimanes hoy, está nublado y les gusta el calor. Vemos cangrejos recién pescados, una grulla y un cerdo salvaje al que Bill regala unos marsmallows y de paso lo compara con su esposa. Dice que fueron los españoles quienes los trajeron (a los cerdos) y mi yo gallego extremeño sonríe por dentro.

Vemos algunas casas de habitantes de río, destartaladas y húmedas. Tienen electricidad a motor y letrinas químicas. Bill nos cuenta que el Katrina arrasó a todos aquí y fue entonces cuando descubrieron la letra pequeña de las pólizas de seguros; el de inundación les repuso el suelo de la casa y nada más. Básicamente se jodieron todos.

Dejamos los pantanos junto a un puente de hierro estilo americano y en el embarcadero Bill se despide. La última vez que le veo lleva unos arreos de pescador en la mano y una gorra de beisbol. Adiós Bill.

Regresamos a Nueva Orleans por una carretera que cruza un puente larguísimo. Tras él aún se ven restos del huracán. La inundación duró 45 días y diez años después algunas casas siguen destruidas, todavía se ve un parque de atracciones abandonado, un polígono industrial fantasma y algunos coches maceta olvidados.

Un café malísimo (como caso todos aquí) nos trae de regreso.

En un pestañeo estamos caminando en dirección al cementerio de Lafayette, en el Garden Distrit, básicamente una zona de casas señoriales de gente podrida de dinero. Son mansiones de estilo victoriano, docenas de ellas, con jardines descuidados y paredes de madera despintadas; tienen un aire decadente que les da gracia y estoy seguro que son frías, húmedas, caras e incómodas pero todo eso no rompe el hechizo. Paseamos contentos, hacemos fotos y sin darnos cuenta llegamos al cementerio (como en una alegoría de la vida).

Las tumbas antiguas de Luisiana no son ni bajo tierra ni en muros sino que se elevan a un palmo sobre el suelo; se llaman tumbas cueva. Son como pequeños hornitos, cada una con capacidad casi infinita para albergar estirpes de familiares pues en menos de un año metas lo que metas se incinera debido al calor sureño. Este cementerio es así y estamos un buen rato paseando hasta que nos sorprende una chica vestida de novia entre las tumbas. No se le ha ocurrido mejor idea que hacerse sus fotos de boda entre lápidas. Pasarán los años y mirará su álbum y se verá junto a las criptas de los McWayne, Le Sarre, los Kenny o los Smithson. Desde luego es original pero no sé yo.

Dejamos a la chica y estoy un rato haciendo fotos de flores artificiales, hormigas y anotando nombres bonitos. En las tumbas siempre me fijo en las fechas, muchas aquí son del siglo XIX. No paro de preguntarme cómo sería la vida de Anne, muerta a los 99 años y nacida en 1905, o la de Albert que falleció a los doce años en 1840. Un señor se casó dos veces y enterró juntas a ambas esposas. Otra familia tuvo cinco niños, todos muertos antes de la adolescencia. Sus historias, de cada uno, me intrigan. Lo que comían, lo que vestían, si sabían leer, lo que pensaban, su idioma, qué cosas tenían o su forma de reírse (si lo hacían). Es una curiosidad imposible destinada al fracaso pero con la que algunos vivimos a diario: yo siempre me pregunto dónde está exactamente el manzano de donde salió esa fruta que me estoy comiendo, o en qué mar pescaron ese atún, o por qué mi amigo se llama Fernando y no Pedro, o qué me hace en este instante decir café, caimán, cangrejo, cementerio, ciudad, Cecilia.

Freud me estrangulaba, lo sé.

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