Resulta que Louisiana es el único Estado del país que no tiene una
tradición legal británica sino napoleónica y según el código del señor
Bonaparte (con fuerte base católica) los esclavos no podían realizar su
actividad forzada en sábado y domingo. El sábado trabajaban y vendían
cosas pero había que pagarles, de modo que era de ahí donde algunos
ahorraban para comprar su libertad. Como la misma ley napoleónica les
obligaba a ser católicos pues lo eran y el domingo, cómo no, iban a
misa. Tras ella bailaban, cantaban y tocaban música en una plaza llamada
Congo y así, tras mucho tiempo, nació el jazz. Y eso pasó en el sur de
los Estados Unidos, en un barrio de Nueva Orleans llamado Tremé, en un
sitio en el que hoy en día hay un parque llamado Louis Armstrong. Hoy
pasamos por ahí y cuando me enteré de esa historia me hizo gracia que
algo como el jazz, de forma indirectísima, fuese culpa de Napoleón,
igual que los lápices o el sistema decimal. ¿No es increíble?
Tras pasar por allí llegamos al famoso cementerio número uno. No tiene ni el tamaño ni la épica de uno parisino ni llega a ser una quinta parte de la Recoleta, pero es digno y bonito y encima odio ser uno de esos imbéciles que siempre comparan todo con todo. Así que nos dimos una vuelta y vimos la tumba de las tres Marie Laveau (unas santeras cuya historia no viene a cuento ahora aunque es curiosa) y del tonto de Nicolas Cage que se ha fabricado una pirámide en el medio y medio de este lugar histórico para el día que el botox y el formol le permitan morirse.
En fin, que el cementerio fue interesante y tras él nos fuimos a comer beignets, que son como buñuelos con azúcar glass (en Argentina lo llaman "azúcar impalpable"). Los sirven con café y por algún motivo misterioso todas las camareras son bajitas. No sé qué diría Darwin, o Napoleón.
Despistamos la tarde en algún museo y se nos ocurrió la idea de pasar por Bourbon Street (cuyo nombre proviene de los Borbón) y fue un poco demencial. Hordas de borrachos sin control, despedidas de solteras, locales de striptease, bares atestados, gente con cerveza por la calle -no está prohibido como en Nueva York donde sólo puedes beber en bares y trenes- y un caos total. Alcoholizarnos hasta reventar no es lo nuestro así que huimos al río. Preveo en la ciudad terribles resacas para mañana.
En el puerto encontramos dos barcos. Uno de turistas por $75 y otro para gente normal por $2. El de turistas tiene forma de barco de vapor (aunque huela a diésel) para que te sientas una especie de Mark Twain venido a menos. El otro es un ferry normal. Por supuesto pagamos $2 y las vistas de la ciudad fueron las mismas.
Atracamos en Algiers y nos dimos una vuelta junto al agua mientras anochecía. No había casi nadie, sólo casas de estilo criollo y algún viandante ocasional o paseante de perros. Soplaba una brisa que mecía las copas de los árboles y la luz de la ciudad se reflejaba en las nubes grises. Se oían patos en la orilla. En una esquina vimos un bar con un tejado a punto de derrumbarse, alguien tocaba un piano. Al acercarnos una vieja nos saludó efusivamente, me dio un beso y cuando se enteró que era de España me presentó al marido como "el chico de Bilbao". Cecilia pasó de ser argentina a "de la catarata". Creo que la señora había bebido de más, nos ofreció pastel de cumpleaños y todo. Empezó a llover.
Volvimos en el barco (otros $2, lo podemos hacer casi veinte veces por lo que cuesta el otro) y nos dejó junto al casino así que entramos para ver en persona las tonterías que hace la gente: tragaperras, ruleta, poker, cartas de todo tipo, alcohol y camareras de tetas gigantes. No me lo podía creer; con lo sano que es jugar al mus usando garbanzos... pero bueno, hemos dicho que nada de comparar. Sólo pasa que las apuestas, salvo un décimo de lotería ocasional, me parecen mala idea. Lo más triste fueron dos viejitas, una en silla de ruedas casi incapaz de moverse, en una máquina tragaperras. No me contuve y les saqué una foto. Terrible.
Regresamos en tranvía y hace sueño. Según entramos Cecila cae en la cama como si un relámpago la hubiese alcanzado. Yo escribo estas líneas con un sólo ojo abierto así que soy responsable de la mitad de lo que dije.
Justo acabo. Lleva Cecilia más de una hora en silencio sin mover un pelo con la cara en la almohada. De repente levanta la cabeza y dice "creo que me voy a dormir".
Tras pasar por allí llegamos al famoso cementerio número uno. No tiene ni el tamaño ni la épica de uno parisino ni llega a ser una quinta parte de la Recoleta, pero es digno y bonito y encima odio ser uno de esos imbéciles que siempre comparan todo con todo. Así que nos dimos una vuelta y vimos la tumba de las tres Marie Laveau (unas santeras cuya historia no viene a cuento ahora aunque es curiosa) y del tonto de Nicolas Cage que se ha fabricado una pirámide en el medio y medio de este lugar histórico para el día que el botox y el formol le permitan morirse.
En fin, que el cementerio fue interesante y tras él nos fuimos a comer beignets, que son como buñuelos con azúcar glass (en Argentina lo llaman "azúcar impalpable"). Los sirven con café y por algún motivo misterioso todas las camareras son bajitas. No sé qué diría Darwin, o Napoleón.
Despistamos la tarde en algún museo y se nos ocurrió la idea de pasar por Bourbon Street (cuyo nombre proviene de los Borbón) y fue un poco demencial. Hordas de borrachos sin control, despedidas de solteras, locales de striptease, bares atestados, gente con cerveza por la calle -no está prohibido como en Nueva York donde sólo puedes beber en bares y trenes- y un caos total. Alcoholizarnos hasta reventar no es lo nuestro así que huimos al río. Preveo en la ciudad terribles resacas para mañana.
En el puerto encontramos dos barcos. Uno de turistas por $75 y otro para gente normal por $2. El de turistas tiene forma de barco de vapor (aunque huela a diésel) para que te sientas una especie de Mark Twain venido a menos. El otro es un ferry normal. Por supuesto pagamos $2 y las vistas de la ciudad fueron las mismas.
Atracamos en Algiers y nos dimos una vuelta junto al agua mientras anochecía. No había casi nadie, sólo casas de estilo criollo y algún viandante ocasional o paseante de perros. Soplaba una brisa que mecía las copas de los árboles y la luz de la ciudad se reflejaba en las nubes grises. Se oían patos en la orilla. En una esquina vimos un bar con un tejado a punto de derrumbarse, alguien tocaba un piano. Al acercarnos una vieja nos saludó efusivamente, me dio un beso y cuando se enteró que era de España me presentó al marido como "el chico de Bilbao". Cecilia pasó de ser argentina a "de la catarata". Creo que la señora había bebido de más, nos ofreció pastel de cumpleaños y todo. Empezó a llover.
Volvimos en el barco (otros $2, lo podemos hacer casi veinte veces por lo que cuesta el otro) y nos dejó junto al casino así que entramos para ver en persona las tonterías que hace la gente: tragaperras, ruleta, poker, cartas de todo tipo, alcohol y camareras de tetas gigantes. No me lo podía creer; con lo sano que es jugar al mus usando garbanzos... pero bueno, hemos dicho que nada de comparar. Sólo pasa que las apuestas, salvo un décimo de lotería ocasional, me parecen mala idea. Lo más triste fueron dos viejitas, una en silla de ruedas casi incapaz de moverse, en una máquina tragaperras. No me contuve y les saqué una foto. Terrible.
Regresamos en tranvía y hace sueño. Según entramos Cecila cae en la cama como si un relámpago la hubiese alcanzado. Yo escribo estas líneas con un sólo ojo abierto así que soy responsable de la mitad de lo que dije.
Justo acabo. Lleva Cecilia más de una hora en silencio sin mover un pelo con la cara en la almohada. De repente levanta la cabeza y dice "creo que me voy a dormir".
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