viernes, 29 de abril de 2016
miércoles, 27 de abril de 2016
martes, 26 de abril de 2016
viernes, 22 de abril de 2016
miércoles, 20 de abril de 2016
breves notas sobre el sistema métrico decimal
Hoy toca hablar del sistema métrico decimal y Napoleón pues cuando el otro día mencioné que tenían cierta relación, casi mentí.
Antes de empezar hemos de aclarar una cosa importante: las medidas, a lo largo de la Historia, no han sido uniformes ni de broma. Esta obviedad es capital para entender muchas cosas, un pie no era igual en Castilla y Escocia, un saco no contenía lo mismo en el norte de Italia o en el sur de Francia, vamos, que a menudo una fanega no era una fanega. Y no nos volvamos locos pensando que eran diferencias nacionales, un vulgar palmo no era igual en un pueblo y en el de al lado. Los pesos variaban (por lo tanto el valor de las monedas), las medidas de longitud y de volumen. Era un follón de campeonato, tanto que en algunas iglesias de España si vas fuera y miras atentamente en los muros verás unas marcas que señalaban, por ejemplo, lo que medía una vara. Era la única forma de fiarse porque nadie se atrevía a profanar un muro sagrado y por tanto era algo fijo (al menos en la parroquia).
El problema radica en que quien controla las medidas tiene poder. Pongamos que eres un terrateniente y tus campesinos han de pagarte diez sacos de grano por año y tú decides de qué tamaño es el saco; tienes poder. O te tienen que pagar doce varas de lino, y tú dices lo que mide una vara. O siete toneles, y tú pones los toneles. O tres pies de cordel, y tú dices lo que es un pié. Era casi como cuando tu abuela te da una receta y te dice que pongas una pizca de sal, vas listo. Por tanto la historia de la gente ha venido dictada por este hecho, el que manda dicta las medidas y el que no manda se jode.
La Revolución Francesa cambió muchas cosas en el viejo mundo y trajo algunos ideales que aunque hoy en día nos parecen normales, en aquel momento eran fantasía pura. Varios de ellos que nos suenan son la igualdad, libertad y fraternidad, que no fueron el lema del momento (se convertirían en frase común medio siglo después) pero eran ideas que estaban en el aire. Así que en el año 1790 la Asamblea Nacional de Francia, en su idilio con la Historia, decide abordar el tema de las medidas y eliminar de un tajo una herramienta de poder largamente usada por los de arriba. La idea era crear un sistema igual (para todos), libre (que nadie lo tuviese en el muro de su iglesia), y fraternal (es decir, universal).
Acometieron la misión dos científicos franceses llamados Jean Baptiste Joseph Delambre y Pierre Méchain. Más tarde entraría en el equipo un español, Gabriel Ciscar. Decidieron basar todo el sistema en una medida única, el metro. La propia palabra "metron" en griego significa "medida". Para ser totalmente objetivos en lo que debía medir la unidad, estipularon que el metro fuese la diezmillonésima parte de la distancia que separa el Polo Norte del Ecuador, a través de la superficie terrestre, lo que se llama Arco de Meridiano.
Para medir esto nadie fue contando los pasos desde el Polo Norte hasta la línea del Ecuador, eso está claro. Los matemáticos de la época sabían que con trigonometría se podía hacer el cálculo teniendo datos de dos puntos: los elegidos fueron Dunkerque y Barcelona. Hacer esta medición con un sistema actual de GPS y satélites o incluso con automóviles, es una cosa simple; pero hacerla en 1791 llevó siete años y fue una odisea. Hubo infinidad de problemas, entre ellos que los científicos necesitaban dejar unas varas largas cada determinada distancia y los campesinos catalanes y franceses las robaban. Hubo que convencer a obispos para que en vez de varas fuesen cruces y aquel que rezase en ellas obtuviese absolución: tras eso no desapareció una mas. Añadamos que entre 1793 y 1795 el Reino de España y la República Francesa estuvieron en guerra, pero la medición se consideró tan importante que se hizo una excepción nacional e incluso tropas españolas escoltaron al equipo francés.
Finalmente se hizo. Con la medición se definió el metro y a partir de él se desglosaron las unidades de volumen (el litro, igual a un decímetro cúbico), de peso (el grave -de gravedad- igual al de un litro de agua destilada; luego se llamó kilo + gramo) y de superficie (el área, igual a un cuadrado de 10 metros de lado): se creó así el sistema métrico decimal. Se hicieron patrones de todo esto y el 22 de Junio de 1799 fue el primer día oficial de su uso.
Volvamos a Napoleón. Durante un tiempo este señor había sido el ídolo de los románticos idealistas como militar al servicio de la República Francesa. El mismo Beethoven le dedicó su 3ª Sinfonía, a la que llamó "Heroica". Cinco meses después de que se adoptase el sistema métrico decimal el señor Bonaparte dio un golpe de estado y se autonombró cónsul. En 1804 se coronó, nada más y nada menos que Emperador, fusilando de una vez por todas los ideales revolucionarios. Canceló muchas cosas previas pero al menos no abolió el sistema decimal aunque (como buen emperador) no le gustaba nada; acerca del mismo escribió "es atormentar al pueblo con fruslerías".
Beethoven le quitó el nombre a su 3ª Sinfonía.
Antes de empezar hemos de aclarar una cosa importante: las medidas, a lo largo de la Historia, no han sido uniformes ni de broma. Esta obviedad es capital para entender muchas cosas, un pie no era igual en Castilla y Escocia, un saco no contenía lo mismo en el norte de Italia o en el sur de Francia, vamos, que a menudo una fanega no era una fanega. Y no nos volvamos locos pensando que eran diferencias nacionales, un vulgar palmo no era igual en un pueblo y en el de al lado. Los pesos variaban (por lo tanto el valor de las monedas), las medidas de longitud y de volumen. Era un follón de campeonato, tanto que en algunas iglesias de España si vas fuera y miras atentamente en los muros verás unas marcas que señalaban, por ejemplo, lo que medía una vara. Era la única forma de fiarse porque nadie se atrevía a profanar un muro sagrado y por tanto era algo fijo (al menos en la parroquia).
El problema radica en que quien controla las medidas tiene poder. Pongamos que eres un terrateniente y tus campesinos han de pagarte diez sacos de grano por año y tú decides de qué tamaño es el saco; tienes poder. O te tienen que pagar doce varas de lino, y tú dices lo que mide una vara. O siete toneles, y tú pones los toneles. O tres pies de cordel, y tú dices lo que es un pié. Era casi como cuando tu abuela te da una receta y te dice que pongas una pizca de sal, vas listo. Por tanto la historia de la gente ha venido dictada por este hecho, el que manda dicta las medidas y el que no manda se jode.
La Revolución Francesa cambió muchas cosas en el viejo mundo y trajo algunos ideales que aunque hoy en día nos parecen normales, en aquel momento eran fantasía pura. Varios de ellos que nos suenan son la igualdad, libertad y fraternidad, que no fueron el lema del momento (se convertirían en frase común medio siglo después) pero eran ideas que estaban en el aire. Así que en el año 1790 la Asamblea Nacional de Francia, en su idilio con la Historia, decide abordar el tema de las medidas y eliminar de un tajo una herramienta de poder largamente usada por los de arriba. La idea era crear un sistema igual (para todos), libre (que nadie lo tuviese en el muro de su iglesia), y fraternal (es decir, universal).
Acometieron la misión dos científicos franceses llamados Jean Baptiste Joseph Delambre y Pierre Méchain. Más tarde entraría en el equipo un español, Gabriel Ciscar. Decidieron basar todo el sistema en una medida única, el metro. La propia palabra "metron" en griego significa "medida". Para ser totalmente objetivos en lo que debía medir la unidad, estipularon que el metro fuese la diezmillonésima parte de la distancia que separa el Polo Norte del Ecuador, a través de la superficie terrestre, lo que se llama Arco de Meridiano.
Para medir esto nadie fue contando los pasos desde el Polo Norte hasta la línea del Ecuador, eso está claro. Los matemáticos de la época sabían que con trigonometría se podía hacer el cálculo teniendo datos de dos puntos: los elegidos fueron Dunkerque y Barcelona. Hacer esta medición con un sistema actual de GPS y satélites o incluso con automóviles, es una cosa simple; pero hacerla en 1791 llevó siete años y fue una odisea. Hubo infinidad de problemas, entre ellos que los científicos necesitaban dejar unas varas largas cada determinada distancia y los campesinos catalanes y franceses las robaban. Hubo que convencer a obispos para que en vez de varas fuesen cruces y aquel que rezase en ellas obtuviese absolución: tras eso no desapareció una mas. Añadamos que entre 1793 y 1795 el Reino de España y la República Francesa estuvieron en guerra, pero la medición se consideró tan importante que se hizo una excepción nacional e incluso tropas españolas escoltaron al equipo francés.
Finalmente se hizo. Con la medición se definió el metro y a partir de él se desglosaron las unidades de volumen (el litro, igual a un decímetro cúbico), de peso (el grave -de gravedad- igual al de un litro de agua destilada; luego se llamó kilo + gramo) y de superficie (el área, igual a un cuadrado de 10 metros de lado): se creó así el sistema métrico decimal. Se hicieron patrones de todo esto y el 22 de Junio de 1799 fue el primer día oficial de su uso.
Volvamos a Napoleón. Durante un tiempo este señor había sido el ídolo de los románticos idealistas como militar al servicio de la República Francesa. El mismo Beethoven le dedicó su 3ª Sinfonía, a la que llamó "Heroica". Cinco meses después de que se adoptase el sistema métrico decimal el señor Bonaparte dio un golpe de estado y se autonombró cónsul. En 1804 se coronó, nada más y nada menos que Emperador, fusilando de una vez por todas los ideales revolucionarios. Canceló muchas cosas previas pero al menos no abolió el sistema decimal aunque (como buen emperador) no le gustaba nada; acerca del mismo escribió "es atormentar al pueblo con fruslerías".
Beethoven le quitó el nombre a su 3ª Sinfonía.
martes, 19 de abril de 2016
breve nota sobre los lápices y Napoleón
Alguien me preguntó qué tuvo que ver Napoleón con los lápices así que escribiré una nota rápida al respecto: es erróneo decir que Bonaparte en persona tuvo que ver con esto, es más una licencia poética histórica. Son contemporáneos de él, incluso amigos, los que sí tuvieron parte en el pastel. Para hacer justicia explicaré un poco el asunto muy por encima.
Hasta finales del siglo XVIII los lápices estaban hechos de grafito puro, no eran tal y como los conocemos nosotros. La única fuente de grafito del mundo capaz de hacer instrumentos de una pieza estaba en Inglaterra, en la región de Cumbria, en una meseta rocosa llamada Grey Knotts. En el siglo XVI unos inmigrantes alemanes habían establecido una mina allí y con el tiempo el lápiz de Keswick empezó a ser un objeto extraordinariamente valorado en Europa.
La historia del lápiz moderno empezó a gestarse cuando los franceses ejecutaron a Luis XVI en 1793. Este hecho desencadenó una larga lista de guerras y coaliciones europeas que a su vez llevaron a un bloqueo al que Inglaterra sometió a Francia (y España y colonias). Por favor, no se confunda este bloqueo con el que Napoleón trató de imponer a Inglaterra en 1806, no es el mismo sino casi lo contrario; aquí era Inglaterra la que castigaba a la Francia revolucionaria con una desconexión. A causa de dicho bloqueo Francia se quedó sin muchos bienes, entre ellos los lápices de Keswick. Este hecho puede parecer menor mezclado con eventos de vida o muerte pero resultaba una molestia más y fue un miembro del Comité de la Salud Pública, el prolijo señor Lazare Carnot (padre de Sadi Carnot, creador de la Segunda Ley de Termodinámica) el que encargó al inventor Nicolas-Jacques Conté que solucionase el drama. Conté, que además era militar y en el futuro sería admirado por Napoleón debido a sus pruebas aerostáticas en Egipto durante la famosa expedición, inventó en 1795 el lápiz tal y como lo conocemos: se le ocurrió mezclar grafito en polvo (de mala calidad, que se podía obtener casi en cualquier sitio) con arcilla. Dependiendo de la relación de arcilla y grafito se obtenía más dureza o menos. Todo ello cocido en un horno y metido dentro de dos semicilindros de madera pegados.
Me habían dicho que Conté no había registrado el invento debido a sus ideas revolucionarias de universalidad pero hace poco me encontré con un dibujo de su patente. En cualquier caso no la disfrutó mucho pues murió diez años después, la misma semana -esta vez si- en la que Napoleón ganó la batalla de Austerlitz (y poco después de que 26000 personas muriesen en un terremoto en Nápoles, pero así ha sido siempre la Historia).
Hasta finales del siglo XVIII los lápices estaban hechos de grafito puro, no eran tal y como los conocemos nosotros. La única fuente de grafito del mundo capaz de hacer instrumentos de una pieza estaba en Inglaterra, en la región de Cumbria, en una meseta rocosa llamada Grey Knotts. En el siglo XVI unos inmigrantes alemanes habían establecido una mina allí y con el tiempo el lápiz de Keswick empezó a ser un objeto extraordinariamente valorado en Europa.
La historia del lápiz moderno empezó a gestarse cuando los franceses ejecutaron a Luis XVI en 1793. Este hecho desencadenó una larga lista de guerras y coaliciones europeas que a su vez llevaron a un bloqueo al que Inglaterra sometió a Francia (y España y colonias). Por favor, no se confunda este bloqueo con el que Napoleón trató de imponer a Inglaterra en 1806, no es el mismo sino casi lo contrario; aquí era Inglaterra la que castigaba a la Francia revolucionaria con una desconexión. A causa de dicho bloqueo Francia se quedó sin muchos bienes, entre ellos los lápices de Keswick. Este hecho puede parecer menor mezclado con eventos de vida o muerte pero resultaba una molestia más y fue un miembro del Comité de la Salud Pública, el prolijo señor Lazare Carnot (padre de Sadi Carnot, creador de la Segunda Ley de Termodinámica) el que encargó al inventor Nicolas-Jacques Conté que solucionase el drama. Conté, que además era militar y en el futuro sería admirado por Napoleón debido a sus pruebas aerostáticas en Egipto durante la famosa expedición, inventó en 1795 el lápiz tal y como lo conocemos: se le ocurrió mezclar grafito en polvo (de mala calidad, que se podía obtener casi en cualquier sitio) con arcilla. Dependiendo de la relación de arcilla y grafito se obtenía más dureza o menos. Todo ello cocido en un horno y metido dentro de dos semicilindros de madera pegados.
Me habían dicho que Conté no había registrado el invento debido a sus ideas revolucionarias de universalidad pero hace poco me encontré con un dibujo de su patente. En cualquier caso no la disfrutó mucho pues murió diez años después, la misma semana -esta vez si- en la que Napoleón ganó la batalla de Austerlitz (y poco después de que 26000 personas muriesen en un terremoto en Nápoles, pero así ha sido siempre la Historia).
lunes, 18 de abril de 2016
...
Como muchos viajes éste termina en un aeropuerto. Café terrible, aire acondicionado a tope, moqueta, asientos duros y tax free
donde nadie cabal compra nada. Hay voces ininteligibles en megafonía,
colas largas de viajeros bostezantes y asistentes de vuelo pero bajo el
sueño y el tedio hay viajes a Panamá, a Nueva York, a París, a Israel,
quién sabe si a Malasia o algún lugar remoto de Australia. Miles de
historias por venir. Por eso siempre que cojo un avión me dan envidia
los del embarque de al lado, sea cual sea su destino (y el mío).
No me toca ventanilla.
No me toca ventanilla.
...
Hubo unas doscientas plantaciones en los alrededores de Nueva Orleans en
la época esclavista, más o menos desde el 1800 hasta 1862, cuando la
zona fue tomada a tiro limpio por las tropas de la Unión, en plena
Guerra de Secesión. El clima no era adecuado para el algodón pero era
perfecto para la caña de azúcar, la cual necesitaba mucho mucho trabajo
para cortarla, quemarla, molerla, cargarla y procesarla. Para eso
estaban los esclavos, la mayoría raptados de Senegal.
Hoy visitamos dos de esas plantaciones, una de estilo inglés y otra criolla. Ambas tuvieron sus historias familiares de melodrama, primogénitos vituperados, muertes prematuras por fiebres amarillas, casamientos acordados, herencias robadas y un largo etcétera que en el fondo da igual porque a la postre eran una panda de hijos de puta. Yo había leído sobre el esclavismo y visto películas como todo el mundo, pero cuando ves en persona dónde vivían los negros y cómo los trataban pues lo siento pero pierdes un poco de fé en la humanidad.
En la Guerra de Secesión murieron 600.000 personas, es decir, más soldados americanos que en la Primera y Segunda Guerra Mundial juntas. Sólo en Luisiana hubo 500 batallas. Todo en gran parte por abolir o preservar un sistema. ¿Pero saben lo que pasó? Los confederados perdieron la guerra y en 1866 volvieron a sacar caña de azúcar en casi idénticas condiciones. Vale, no les pegaban. Pero todo lo demás siguió igual. Hoy visité un barracón que había sido usado hasta 1977. Si. Yo ya estaba vivo y seguía en uso igual que en tiempos del general Lee.
Eso hicimos hoy, visitar plantaciones, llevarnos disgustos históricos, hacer fotos de robles de trescientos años y cruzar el Misisipi un par de veces. Obviamente las mansiones son espectaculares pero te dan ganas de patear el piano francés o mearte en el retrato de los Roman, dueños de todo y torturadores de gente. Para hacerse una idea: donde comían estos desgraciados tenían un abanico gigante traído de la India. Se accionaba con una cuerda y ponían a un niño negro de ocho años dos o tres horas a darle mientras ellos disfrutaban la velada. Los negros que traían la comida debían silbar, para estar seguros de que no se comían nada en un despiste. Etcétera.
De vuelta en Nueva Orleans comimos un po boy de cangrejos de río mientras escuchábamos una banda bajo un toldo. De camino al aeropuerto hablamos con un taxista etíope que le preguntó a Cecilia si había muchos negros en Argentina. No los hay; pero el porqué es otra historia.
Hoy visitamos dos de esas plantaciones, una de estilo inglés y otra criolla. Ambas tuvieron sus historias familiares de melodrama, primogénitos vituperados, muertes prematuras por fiebres amarillas, casamientos acordados, herencias robadas y un largo etcétera que en el fondo da igual porque a la postre eran una panda de hijos de puta. Yo había leído sobre el esclavismo y visto películas como todo el mundo, pero cuando ves en persona dónde vivían los negros y cómo los trataban pues lo siento pero pierdes un poco de fé en la humanidad.
En la Guerra de Secesión murieron 600.000 personas, es decir, más soldados americanos que en la Primera y Segunda Guerra Mundial juntas. Sólo en Luisiana hubo 500 batallas. Todo en gran parte por abolir o preservar un sistema. ¿Pero saben lo que pasó? Los confederados perdieron la guerra y en 1866 volvieron a sacar caña de azúcar en casi idénticas condiciones. Vale, no les pegaban. Pero todo lo demás siguió igual. Hoy visité un barracón que había sido usado hasta 1977. Si. Yo ya estaba vivo y seguía en uso igual que en tiempos del general Lee.
Eso hicimos hoy, visitar plantaciones, llevarnos disgustos históricos, hacer fotos de robles de trescientos años y cruzar el Misisipi un par de veces. Obviamente las mansiones son espectaculares pero te dan ganas de patear el piano francés o mearte en el retrato de los Roman, dueños de todo y torturadores de gente. Para hacerse una idea: donde comían estos desgraciados tenían un abanico gigante traído de la India. Se accionaba con una cuerda y ponían a un niño negro de ocho años dos o tres horas a darle mientras ellos disfrutaban la velada. Los negros que traían la comida debían silbar, para estar seguros de que no se comían nada en un despiste. Etcétera.
De vuelta en Nueva Orleans comimos un po boy de cangrejos de río mientras escuchábamos una banda bajo un toldo. De camino al aeropuerto hablamos con un taxista etíope que le preguntó a Cecilia si había muchos negros en Argentina. No los hay; pero el porqué es otra historia.
...
Estamos en los pantanos en una barca pequeña. Bill lleva el timón y nos
conduce entre raíces y árboles extraños mientras habla con acento sureño
y hace bromas sobre su mujer. A nuestro alrededor hay millas de
cenagales y tierras húmedas plagadas de serpientes, peces, cangrejos,
pájaros, nutrias, cerdos salvajes, caimanes y algún que otro humano. El
lugar es maravilloso, tanto que mi yo fotográfico se altera y no sé ni
dónde mirar: si es arriba las copas de los árboles formas tramas
infinitas claroscuras; si es al frente la vista se pierde en los troncos
verticales de árboles tubulares, las plantas colgantes, los arbustos
acuáticos, las raíces salientes y sus reflejos verdes y blancos y
amarillos; si es abajo el agua adquiere mil matices, tranquila, agitada,
poco profunda, ondulada, gris azulada verdosa. Así que miro a donde
puedo y me pierdo el resto.
No hay caimanes hoy, está nublado y les gusta el calor. Vemos cangrejos recién pescados, una grulla y un cerdo salvaje al que Bill regala unos marsmallows y de paso lo compara con su esposa. Dice que fueron los españoles quienes los trajeron (a los cerdos) y mi yo gallego extremeño sonríe por dentro.
Vemos algunas casas de habitantes de río, destartaladas y húmedas. Tienen electricidad a motor y letrinas químicas. Bill nos cuenta que el Katrina arrasó a todos aquí y fue entonces cuando descubrieron la letra pequeña de las pólizas de seguros; el de inundación les repuso el suelo de la casa y nada más. Básicamente se jodieron todos.
Dejamos los pantanos junto a un puente de hierro estilo americano y en el embarcadero Bill se despide. La última vez que le veo lleva unos arreos de pescador en la mano y una gorra de beisbol. Adiós Bill.
Regresamos a Nueva Orleans por una carretera que cruza un puente larguísimo. Tras él aún se ven restos del huracán. La inundación duró 45 días y diez años después algunas casas siguen destruidas, todavía se ve un parque de atracciones abandonado, un polígono industrial fantasma y algunos coches maceta olvidados.
Un café malísimo (como caso todos aquí) nos trae de regreso.
En un pestañeo estamos caminando en dirección al cementerio de Lafayette, en el Garden Distrit, básicamente una zona de casas señoriales de gente podrida de dinero. Son mansiones de estilo victoriano, docenas de ellas, con jardines descuidados y paredes de madera despintadas; tienen un aire decadente que les da gracia y estoy seguro que son frías, húmedas, caras e incómodas pero todo eso no rompe el hechizo. Paseamos contentos, hacemos fotos y sin darnos cuenta llegamos al cementerio (como en una alegoría de la vida).
Las tumbas antiguas de Luisiana no son ni bajo tierra ni en muros sino que se elevan a un palmo sobre el suelo; se llaman tumbas cueva. Son como pequeños hornitos, cada una con capacidad casi infinita para albergar estirpes de familiares pues en menos de un año metas lo que metas se incinera debido al calor sureño. Este cementerio es así y estamos un buen rato paseando hasta que nos sorprende una chica vestida de novia entre las tumbas. No se le ha ocurrido mejor idea que hacerse sus fotos de boda entre lápidas. Pasarán los años y mirará su álbum y se verá junto a las criptas de los McWayne, Le Sarre, los Kenny o los Smithson. Desde luego es original pero no sé yo.
Dejamos a la chica y estoy un rato haciendo fotos de flores artificiales, hormigas y anotando nombres bonitos. En las tumbas siempre me fijo en las fechas, muchas aquí son del siglo XIX. No paro de preguntarme cómo sería la vida de Anne, muerta a los 99 años y nacida en 1905, o la de Albert que falleció a los doce años en 1840. Un señor se casó dos veces y enterró juntas a ambas esposas. Otra familia tuvo cinco niños, todos muertos antes de la adolescencia. Sus historias, de cada uno, me intrigan. Lo que comían, lo que vestían, si sabían leer, lo que pensaban, su idioma, qué cosas tenían o su forma de reírse (si lo hacían). Es una curiosidad imposible destinada al fracaso pero con la que algunos vivimos a diario: yo siempre me pregunto dónde está exactamente el manzano de donde salió esa fruta que me estoy comiendo, o en qué mar pescaron ese atún, o por qué mi amigo se llama Fernando y no Pedro, o qué me hace en este instante decir café, caimán, cangrejo, cementerio, ciudad, Cecilia.
Freud me estrangulaba, lo sé.
No hay caimanes hoy, está nublado y les gusta el calor. Vemos cangrejos recién pescados, una grulla y un cerdo salvaje al que Bill regala unos marsmallows y de paso lo compara con su esposa. Dice que fueron los españoles quienes los trajeron (a los cerdos) y mi yo gallego extremeño sonríe por dentro.
Vemos algunas casas de habitantes de río, destartaladas y húmedas. Tienen electricidad a motor y letrinas químicas. Bill nos cuenta que el Katrina arrasó a todos aquí y fue entonces cuando descubrieron la letra pequeña de las pólizas de seguros; el de inundación les repuso el suelo de la casa y nada más. Básicamente se jodieron todos.
Dejamos los pantanos junto a un puente de hierro estilo americano y en el embarcadero Bill se despide. La última vez que le veo lleva unos arreos de pescador en la mano y una gorra de beisbol. Adiós Bill.
Regresamos a Nueva Orleans por una carretera que cruza un puente larguísimo. Tras él aún se ven restos del huracán. La inundación duró 45 días y diez años después algunas casas siguen destruidas, todavía se ve un parque de atracciones abandonado, un polígono industrial fantasma y algunos coches maceta olvidados.
Un café malísimo (como caso todos aquí) nos trae de regreso.
En un pestañeo estamos caminando en dirección al cementerio de Lafayette, en el Garden Distrit, básicamente una zona de casas señoriales de gente podrida de dinero. Son mansiones de estilo victoriano, docenas de ellas, con jardines descuidados y paredes de madera despintadas; tienen un aire decadente que les da gracia y estoy seguro que son frías, húmedas, caras e incómodas pero todo eso no rompe el hechizo. Paseamos contentos, hacemos fotos y sin darnos cuenta llegamos al cementerio (como en una alegoría de la vida).
Las tumbas antiguas de Luisiana no son ni bajo tierra ni en muros sino que se elevan a un palmo sobre el suelo; se llaman tumbas cueva. Son como pequeños hornitos, cada una con capacidad casi infinita para albergar estirpes de familiares pues en menos de un año metas lo que metas se incinera debido al calor sureño. Este cementerio es así y estamos un buen rato paseando hasta que nos sorprende una chica vestida de novia entre las tumbas. No se le ha ocurrido mejor idea que hacerse sus fotos de boda entre lápidas. Pasarán los años y mirará su álbum y se verá junto a las criptas de los McWayne, Le Sarre, los Kenny o los Smithson. Desde luego es original pero no sé yo.
Dejamos a la chica y estoy un rato haciendo fotos de flores artificiales, hormigas y anotando nombres bonitos. En las tumbas siempre me fijo en las fechas, muchas aquí son del siglo XIX. No paro de preguntarme cómo sería la vida de Anne, muerta a los 99 años y nacida en 1905, o la de Albert que falleció a los doce años en 1840. Un señor se casó dos veces y enterró juntas a ambas esposas. Otra familia tuvo cinco niños, todos muertos antes de la adolescencia. Sus historias, de cada uno, me intrigan. Lo que comían, lo que vestían, si sabían leer, lo que pensaban, su idioma, qué cosas tenían o su forma de reírse (si lo hacían). Es una curiosidad imposible destinada al fracaso pero con la que algunos vivimos a diario: yo siempre me pregunto dónde está exactamente el manzano de donde salió esa fruta que me estoy comiendo, o en qué mar pescaron ese atún, o por qué mi amigo se llama Fernando y no Pedro, o qué me hace en este instante decir café, caimán, cangrejo, cementerio, ciudad, Cecilia.
Freud me estrangulaba, lo sé.
...
Resulta que Louisiana es el único Estado del país que no tiene una
tradición legal británica sino napoleónica y según el código del señor
Bonaparte (con fuerte base católica) los esclavos no podían realizar su
actividad forzada en sábado y domingo. El sábado trabajaban y vendían
cosas pero había que pagarles, de modo que era de ahí donde algunos
ahorraban para comprar su libertad. Como la misma ley napoleónica les
obligaba a ser católicos pues lo eran y el domingo, cómo no, iban a
misa. Tras ella bailaban, cantaban y tocaban música en una plaza llamada
Congo y así, tras mucho tiempo, nació el jazz. Y eso pasó en el sur de
los Estados Unidos, en un barrio de Nueva Orleans llamado Tremé, en un
sitio en el que hoy en día hay un parque llamado Louis Armstrong. Hoy
pasamos por ahí y cuando me enteré de esa historia me hizo gracia que
algo como el jazz, de forma indirectísima, fuese culpa de Napoleón,
igual que los lápices o el sistema decimal. ¿No es increíble?
Tras pasar por allí llegamos al famoso cementerio número uno. No tiene ni el tamaño ni la épica de uno parisino ni llega a ser una quinta parte de la Recoleta, pero es digno y bonito y encima odio ser uno de esos imbéciles que siempre comparan todo con todo. Así que nos dimos una vuelta y vimos la tumba de las tres Marie Laveau (unas santeras cuya historia no viene a cuento ahora aunque es curiosa) y del tonto de Nicolas Cage que se ha fabricado una pirámide en el medio y medio de este lugar histórico para el día que el botox y el formol le permitan morirse.
En fin, que el cementerio fue interesante y tras él nos fuimos a comer beignets, que son como buñuelos con azúcar glass (en Argentina lo llaman "azúcar impalpable"). Los sirven con café y por algún motivo misterioso todas las camareras son bajitas. No sé qué diría Darwin, o Napoleón.
Despistamos la tarde en algún museo y se nos ocurrió la idea de pasar por Bourbon Street (cuyo nombre proviene de los Borbón) y fue un poco demencial. Hordas de borrachos sin control, despedidas de solteras, locales de striptease, bares atestados, gente con cerveza por la calle -no está prohibido como en Nueva York donde sólo puedes beber en bares y trenes- y un caos total. Alcoholizarnos hasta reventar no es lo nuestro así que huimos al río. Preveo en la ciudad terribles resacas para mañana.
En el puerto encontramos dos barcos. Uno de turistas por $75 y otro para gente normal por $2. El de turistas tiene forma de barco de vapor (aunque huela a diésel) para que te sientas una especie de Mark Twain venido a menos. El otro es un ferry normal. Por supuesto pagamos $2 y las vistas de la ciudad fueron las mismas.
Atracamos en Algiers y nos dimos una vuelta junto al agua mientras anochecía. No había casi nadie, sólo casas de estilo criollo y algún viandante ocasional o paseante de perros. Soplaba una brisa que mecía las copas de los árboles y la luz de la ciudad se reflejaba en las nubes grises. Se oían patos en la orilla. En una esquina vimos un bar con un tejado a punto de derrumbarse, alguien tocaba un piano. Al acercarnos una vieja nos saludó efusivamente, me dio un beso y cuando se enteró que era de España me presentó al marido como "el chico de Bilbao". Cecilia pasó de ser argentina a "de la catarata". Creo que la señora había bebido de más, nos ofreció pastel de cumpleaños y todo. Empezó a llover.
Volvimos en el barco (otros $2, lo podemos hacer casi veinte veces por lo que cuesta el otro) y nos dejó junto al casino así que entramos para ver en persona las tonterías que hace la gente: tragaperras, ruleta, poker, cartas de todo tipo, alcohol y camareras de tetas gigantes. No me lo podía creer; con lo sano que es jugar al mus usando garbanzos... pero bueno, hemos dicho que nada de comparar. Sólo pasa que las apuestas, salvo un décimo de lotería ocasional, me parecen mala idea. Lo más triste fueron dos viejitas, una en silla de ruedas casi incapaz de moverse, en una máquina tragaperras. No me contuve y les saqué una foto. Terrible.
Regresamos en tranvía y hace sueño. Según entramos Cecila cae en la cama como si un relámpago la hubiese alcanzado. Yo escribo estas líneas con un sólo ojo abierto así que soy responsable de la mitad de lo que dije.
Justo acabo. Lleva Cecilia más de una hora en silencio sin mover un pelo con la cara en la almohada. De repente levanta la cabeza y dice "creo que me voy a dormir".
Tras pasar por allí llegamos al famoso cementerio número uno. No tiene ni el tamaño ni la épica de uno parisino ni llega a ser una quinta parte de la Recoleta, pero es digno y bonito y encima odio ser uno de esos imbéciles que siempre comparan todo con todo. Así que nos dimos una vuelta y vimos la tumba de las tres Marie Laveau (unas santeras cuya historia no viene a cuento ahora aunque es curiosa) y del tonto de Nicolas Cage que se ha fabricado una pirámide en el medio y medio de este lugar histórico para el día que el botox y el formol le permitan morirse.
En fin, que el cementerio fue interesante y tras él nos fuimos a comer beignets, que son como buñuelos con azúcar glass (en Argentina lo llaman "azúcar impalpable"). Los sirven con café y por algún motivo misterioso todas las camareras son bajitas. No sé qué diría Darwin, o Napoleón.
Despistamos la tarde en algún museo y se nos ocurrió la idea de pasar por Bourbon Street (cuyo nombre proviene de los Borbón) y fue un poco demencial. Hordas de borrachos sin control, despedidas de solteras, locales de striptease, bares atestados, gente con cerveza por la calle -no está prohibido como en Nueva York donde sólo puedes beber en bares y trenes- y un caos total. Alcoholizarnos hasta reventar no es lo nuestro así que huimos al río. Preveo en la ciudad terribles resacas para mañana.
En el puerto encontramos dos barcos. Uno de turistas por $75 y otro para gente normal por $2. El de turistas tiene forma de barco de vapor (aunque huela a diésel) para que te sientas una especie de Mark Twain venido a menos. El otro es un ferry normal. Por supuesto pagamos $2 y las vistas de la ciudad fueron las mismas.
Atracamos en Algiers y nos dimos una vuelta junto al agua mientras anochecía. No había casi nadie, sólo casas de estilo criollo y algún viandante ocasional o paseante de perros. Soplaba una brisa que mecía las copas de los árboles y la luz de la ciudad se reflejaba en las nubes grises. Se oían patos en la orilla. En una esquina vimos un bar con un tejado a punto de derrumbarse, alguien tocaba un piano. Al acercarnos una vieja nos saludó efusivamente, me dio un beso y cuando se enteró que era de España me presentó al marido como "el chico de Bilbao". Cecilia pasó de ser argentina a "de la catarata". Creo que la señora había bebido de más, nos ofreció pastel de cumpleaños y todo. Empezó a llover.
Volvimos en el barco (otros $2, lo podemos hacer casi veinte veces por lo que cuesta el otro) y nos dejó junto al casino así que entramos para ver en persona las tonterías que hace la gente: tragaperras, ruleta, poker, cartas de todo tipo, alcohol y camareras de tetas gigantes. No me lo podía creer; con lo sano que es jugar al mus usando garbanzos... pero bueno, hemos dicho que nada de comparar. Sólo pasa que las apuestas, salvo un décimo de lotería ocasional, me parecen mala idea. Lo más triste fueron dos viejitas, una en silla de ruedas casi incapaz de moverse, en una máquina tragaperras. No me contuve y les saqué una foto. Terrible.
Regresamos en tranvía y hace sueño. Según entramos Cecila cae en la cama como si un relámpago la hubiese alcanzado. Yo escribo estas líneas con un sólo ojo abierto así que soy responsable de la mitad de lo que dije.
Justo acabo. Lleva Cecilia más de una hora en silencio sin mover un pelo con la cara en la almohada. De repente levanta la cabeza y dice "creo que me voy a dormir".
...
Desde el cielo Luisiana parece un campo de nubes blancas y rosadas;
luego el avión desciende y por fin ves retazos de verde muy verde y un
río marrón, anchísimo, casitas en la orilla y barcazas y una fábrica
gigante y pantanos, manglares, cenagales y un lago y el trasto aterriza.
El aeropuerto huele a moqueta y comida frita; hace calor húmedo. A pesar de esos tres elementos no es desagradable y eso me sorprende. Desde el taxi veo varios anuncios de casas de striptease, uno dice "legal por los pelos" y sale una lolita con una promesa en la cara; tengo que recordarme que Galicia no es mucho mejor. Entretanto el conductor, un chico bosnio, nos cuenta del Katrina. Que murieron dos mil. Que nadie mandó ayuda en cuatro días. Que Bush es un desgraciado. Pasamos junto a un estadio y lo señala "ahí se refugiaron muchísimos y hubo muertos, violaciones y pasó de todo"; y frente a una cárcel "los guardias escaparon y dejaron a los presos sin comida, algunos se fugaron pero el agua estaba llena de caimanes y serpientes"; y un cementerio "aquí los ataúdes recién enterrados salieron a flote". Cuando llegamos al destino ya tengo claro que me va a gustar mucho esta ciudad.
El hostal no es un hostal sino un viejo y destartalado hospital militar de la guerra de secesión. La madera cruje en el porche de estilo sureño y estamos en el segundo piso. Las paredes son de ladrillo y para ser honestos he de decir que la habitación es tan grande como nuestra casa entera en Nueva York; en Luisiana todo es grande. De nuevo huele a moqueta, de éstas que hundes un poco el pié al pisarla; hay cocina, sofá para cinco, calefacción de leña y alguien ha robado la lámpara del techo; todo es tan hortera que no me disgusta. Para completar el cuadro hay una oruga fallecida en el techo, ha tenido la decencia de morirse lejos de la cama, ni siquiera yo soportaría dormir con esa inquietud sobre nuestras cabezas.
El barrio es de casas victorianas destartaladas, las aceras rotas por las raíces de los magnolios, las verjas descosidas, las maderas despintadas, las ventanas rotas o sucias, los tejados descuidados; es como un aire decadente y oxidado de amable dejadez y abandono, de vieja grandeza y fortuna perdida que mira al pasado sin detenerse en las minucias del presente.
Paseamos hasta el barrio francés atravesando muchas calles. Comemos de camino un pot boy de gambas fritas con café americano infinito y una tortilla gigante que parece un desayuno para tres. La comida es lo de menos, sólo hemos entrado porque es un diner clásico (es como le llaman en América a los sitios de comida de barrio abundante y barata) de asientos cromados en la barra y sillones rojos y todo parece de los años setenta. A la camarera le faltan los dientes frontales y durante la comida nos pregunta siete veces si nos gusta y cuando me acabo el café me rellena la taza sin pestañear. Dejamos propina y hacemos fotos como por despiste.
El famoso barrio francés es bonito aunque está atestado de turistas que por los pelos no arruinan el paseo. Hay músicos por la calle, poetas vendecuentos, buscabobos, lectores de tarot, perroflautas, sin techo, los mencionados turistas, bandas de chicas en despedidas de soltera y personajes locales de toda índole. La mezcla es tan rara que me sorprende que no vuele por los aires; no lo hace. Me quedo con la idea de que el barrio debía ser increíble en los años cincuenta o sesenta; ahora -aunque me gusta- me da pena.
Salimos encantados por el paseo pero que nadie se engañe, hay una línea invisible al norte del Mississippi que no podemos pasar porque no es segura. Ir a muchos barrios es peligroso, ni se te ocurra ir solo o por la noche. No tengo miedo pero se me hace raro. Es fácil culpar a los maleantes pero algo me dice que no todo el problema son ellos; la vida es muy injusta y Nueva Orleans, con toda su grandeza y su desgracia, es un ejemplo perfecto.
Se me cierran los ojos. El día ha sido largo y me he tumbado a escribir en esta cama que parece que tiene cinco colchones. Cecilia se durmió hace rato. Se escucha muy muy lejos el rumor del tráfico en Charles Avenue; una televisión encendida casi imperceptible; y el palpitar del aire húmedo empalagoso. Todo eso si vives en Nueva York es equivalente al silencio absoluto así que apagaré la luz, sonreiré en silencio y dormiré como dios por primera vez en meses.
(...)
Mierda; llevo media hora a oscuras y nada.
El aeropuerto huele a moqueta y comida frita; hace calor húmedo. A pesar de esos tres elementos no es desagradable y eso me sorprende. Desde el taxi veo varios anuncios de casas de striptease, uno dice "legal por los pelos" y sale una lolita con una promesa en la cara; tengo que recordarme que Galicia no es mucho mejor. Entretanto el conductor, un chico bosnio, nos cuenta del Katrina. Que murieron dos mil. Que nadie mandó ayuda en cuatro días. Que Bush es un desgraciado. Pasamos junto a un estadio y lo señala "ahí se refugiaron muchísimos y hubo muertos, violaciones y pasó de todo"; y frente a una cárcel "los guardias escaparon y dejaron a los presos sin comida, algunos se fugaron pero el agua estaba llena de caimanes y serpientes"; y un cementerio "aquí los ataúdes recién enterrados salieron a flote". Cuando llegamos al destino ya tengo claro que me va a gustar mucho esta ciudad.
El hostal no es un hostal sino un viejo y destartalado hospital militar de la guerra de secesión. La madera cruje en el porche de estilo sureño y estamos en el segundo piso. Las paredes son de ladrillo y para ser honestos he de decir que la habitación es tan grande como nuestra casa entera en Nueva York; en Luisiana todo es grande. De nuevo huele a moqueta, de éstas que hundes un poco el pié al pisarla; hay cocina, sofá para cinco, calefacción de leña y alguien ha robado la lámpara del techo; todo es tan hortera que no me disgusta. Para completar el cuadro hay una oruga fallecida en el techo, ha tenido la decencia de morirse lejos de la cama, ni siquiera yo soportaría dormir con esa inquietud sobre nuestras cabezas.
El barrio es de casas victorianas destartaladas, las aceras rotas por las raíces de los magnolios, las verjas descosidas, las maderas despintadas, las ventanas rotas o sucias, los tejados descuidados; es como un aire decadente y oxidado de amable dejadez y abandono, de vieja grandeza y fortuna perdida que mira al pasado sin detenerse en las minucias del presente.
Paseamos hasta el barrio francés atravesando muchas calles. Comemos de camino un pot boy de gambas fritas con café americano infinito y una tortilla gigante que parece un desayuno para tres. La comida es lo de menos, sólo hemos entrado porque es un diner clásico (es como le llaman en América a los sitios de comida de barrio abundante y barata) de asientos cromados en la barra y sillones rojos y todo parece de los años setenta. A la camarera le faltan los dientes frontales y durante la comida nos pregunta siete veces si nos gusta y cuando me acabo el café me rellena la taza sin pestañear. Dejamos propina y hacemos fotos como por despiste.
El famoso barrio francés es bonito aunque está atestado de turistas que por los pelos no arruinan el paseo. Hay músicos por la calle, poetas vendecuentos, buscabobos, lectores de tarot, perroflautas, sin techo, los mencionados turistas, bandas de chicas en despedidas de soltera y personajes locales de toda índole. La mezcla es tan rara que me sorprende que no vuele por los aires; no lo hace. Me quedo con la idea de que el barrio debía ser increíble en los años cincuenta o sesenta; ahora -aunque me gusta- me da pena.
Salimos encantados por el paseo pero que nadie se engañe, hay una línea invisible al norte del Mississippi que no podemos pasar porque no es segura. Ir a muchos barrios es peligroso, ni se te ocurra ir solo o por la noche. No tengo miedo pero se me hace raro. Es fácil culpar a los maleantes pero algo me dice que no todo el problema son ellos; la vida es muy injusta y Nueva Orleans, con toda su grandeza y su desgracia, es un ejemplo perfecto.
Se me cierran los ojos. El día ha sido largo y me he tumbado a escribir en esta cama que parece que tiene cinco colchones. Cecilia se durmió hace rato. Se escucha muy muy lejos el rumor del tráfico en Charles Avenue; una televisión encendida casi imperceptible; y el palpitar del aire húmedo empalagoso. Todo eso si vives en Nueva York es equivalente al silencio absoluto así que apagaré la luz, sonreiré en silencio y dormiré como dios por primera vez en meses.
(...)
Mierda; llevo media hora a oscuras y nada.
...
Como mañana nos vamos a Lousiana me puse a leer la historia del río
Misisipi y su nombre y sin darme cuenta fui divagando y una cosa llevó a
otra, primero me desvié a Nueva España y descubrí que existió un Reino
de Nueva Galicia (capital Tepic) y acabé, dios sabe cómo, enterándome de
que cuando en el año 1487 el rey Fernando el Católico conquistó Málaga,
esclavizó a toda la población; de esos nazaríes envió un tercio a
África para intercambiarlos por prisioneros cristianos, el segundo
tercio fue vendido para pagar el coste de la guerra y el tercio restante
se repartió en la cristiandad: cien de ellos se los regaló al papa
Inocencio VIII quien a su vez los distribuyó entre sus sacerdotes.
El Misisipi nace en un lago lejano llamado Itasca y tiene tantos quiebros que uno se pierde al primer despiste.
El Misisipi nace en un lago lejano llamado Itasca y tiene tantos quiebros que uno se pierde al primer despiste.
lunes, 11 de abril de 2016
viernes, 8 de abril de 2016
jueves, 7 de abril de 2016
martes, 5 de abril de 2016
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