jueves, 5 de julio de 2012

hombre

Al mudarme a Harlem creí que al acabar el año tendría una serie fotográfica maravillosa de todos estos desgraciados que se mueven alrededor de mi piso doce. Pues no es así. La gente es muy agresiva, aquí no sonríe ni dios. Nadie se toma nada a broma. Todo el mundo parece tener un mal día. Nadie usa las papeleras, cuando tienen un papel en la mano simplemente lo dejan caer. Así, cuando hace viento, la esquina de la 125 con Lexington es un vendaval de mierda que llega como una ola de pequeños detritos voladores que vienen directos a tu cara, parece la jodida Akira. Son tan agresivos que me quitan las ganas de hacer fotos. ¿Para qué? ¿Para contar qué? ¿Cuántos borrachos inconscientes necesito fotografiar para dejar constancia del hecho de que esto está lleno? O negros tirados en el suelo orinado. O tipos sin dientes inconscientes en un mar de latas de cerveza y bolsas de papel. O gente con las piernas amputadas, cicatrices en el cráneo, sin varios dedos o ni un sólo diente.

El otro día bajé con la cámara. Caminaba bajo un puente y adelanté a dos negros. La chica me gritó muy fuerte. Muy fuerte. Reaccioné a ver qué quería y sintonicé con el inglés. De repente entendí:

-QUE LLEVAS LA MOCHILA ABIERTA; TEN CUIDADO
-Ah -miro atrás y efectivamente, me he dejado un bolsillo abierto- Muchas gracias.
-DE NADA, SEÑOR.

Y siguen a su paso.

Así que el problema es mío, que soy de pueblo.


Pero bueno, como contrapartida, cuando salgo de Harlem, cualquier fotografía es sencilla, no importa lo cerca que estés.

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