miércoles, 18 de julio de 2012

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Pasé por una tienda de vinos y compré un rioja reserva del 2006 y un oporto tawny de botella bonita con letras grandes blancas, luego salí con cara de entendido cuando en realidad no tengo la más puta idea de vinos. Así, despistado y congratulándome, cogí el tren equivocado, cómo no. Y lo sabía, pero me encanta ignorarme, de modo que tampoco fue una sorpresa cuando aparecí al oeste de Brooklyn, junto al mar, en vez del medio y medio del barrio, donde se suponía que iba.

Muy bien, pensé, y ahora qué. Porque no hay taxis amarillos, esos son de Manhattan only, así que tenía tres opciones:

A) volver al metro
B) caminar dos horas hasta el Brooklyn profundo
C) tirarme al mar

Me vi incapaz de volver a la mierdametro, y el plan cé me apetecía poco así que abrí los ojos, apreté el culo y me puse a andar. Había aterrizado en una parte de Brooklyn totalmente puertorriqueña, todo destrozado, bandas por las calles sentadas en las escaleras, señoras curtidas con tumbonas, viejos de pellejo oscuro y gorras sucias, y banderas por doquier (de Puerto Rico y algunas yankees). Vi, por primera vez en mi existencia, unos niños que habían saboteado una boca antiincendios para darse un baño, como en las películas. Alguno miraba, claro, quizás por la cámara, quizás por el vino, seguramente no por mi cara bonita de gallego venido a más.


Fueron varias docenas de calles así cuando bruscamente me percaté de que estaba disfrutando.

 Subí una cuesta interminable dejando el sol a mi espalda y pasé por debajo de un puente para trenes. El paisaje urbano había mutado de barrio desastre a zona industrial, pero no me enteré hasta que no vi una fábrica textil llena de chinos (chinas) cosiendo. Sábado noche, muy bien América. Luego autobuses escolares, de estos amarillos, muchos de ellos en hebreo por lo que supuse que de nuevo mutaba el paisaje. Lo hizo. Dos esquinas después, tienda de barrio y desde allí casas limpias y ordenadas, judíos ultraortodoxos sin nada que hacer (era sabbath), mujeres judías con faldas negras recatadísimas, bebés peinados como sus abuelos, panzas tipo hummus bagel pretzel, y de repente pasa por la calle un musulmán con música árabe a todo trapo, y pasan dos mujeres con la cara tapada, no burka pero cerca, y una pandilla de negros, una iglesia baptista, dos lesbianas (dykes) con un bebé y un cadilac o un dodge abandonado. Me gusta.

Llego al barrio de Elisabeth y bruscamente pasamos a casas victorianas con porche, viejas para ser americanas, y en la calle un tipo blanco con cara de escritor estancado en un libro eterno me pregunta si soy Ramòn, con tono amable y de acogida sectaria. Si, lo soy. Welcome. Y me conduce a la parte de atrás de la casa donde viven los tòpicos.

Barbacoa. Comida, tarta de manzana y frambuesa, limonada, cerveza, Coca Cola. Todos blancos menos el jardinero, que vino de Barbados en el 62 y tiene mal un ojo. Me acogen, les doy el vino que resulta que es su favorito (coincidencia o educaciòn, quién sabe). El negro me enseña la casa que él mismo mantiene, con el jardín. La levantaron en 1898; el mismo año de la guerra de los Estados Unidos con España. Tiene hasta una vieja silla de barbero en la sala, pero todo lo demás es como imaginaba (mos). Pero qué listo soy. Voy a comer tarta y limonada y a tratar de tomar el control de esa barbacoa; hace ya trece años que no como carne pero nunca dije que no me gustase cocinarla.

Obviamente, no lo conseguí.


 Y luego está la soledad de estas fiestas en la que todos parecen enterderse y congeniar y hacerse gracia mutuamente, se intercambian sonrisas, se tocan los antebrazos, se tronchan de risa, se dan los teléfonos, se prometen visitas, se planean vidas enteras en un microespacio y parece que eres tú el único que no se entera de nada, y no por el inglés que más o menos, sino por la longitud de ondas cerebrales, el humor negro o por finalmente haber conseguido, tras tantos intentos no fructuosos, ser el raro y punto.

Sin embargo un día descubrí que son las presunciones las que nos hacen infelices y que los que venimos de pueblo siempre acabamos imaginando que el de al lado es mejor o más listo, que gana más pasta y que su novia folla increíble, cuando lo más probable es que no sea así, o simplemente quién sabe o mejor para él/ella. En honor a esta teoría me senté con los primeros que vi sin nada que contarles (como si no hubiese viajado una docena de veces a Asia, o mirado de frente a un elefante al sur de África en medio de la noche) y eran seis o siete yankees con aspecto impecable, gafas de pasta, pelo rubio original por el que tantas chicas pagan fortunas, cortes de camiseta modernos y ese deje de Hardvard que te hace masón o presidente o ambas cosas, casi salidos de una columna del New York Times y dignos de una escena de Woody Allen. Pues uno hablaba de su casa en Providence y luego alguien dijo algo de Prometheus, asintieron y empezaron a decir las mayores tonterías del mundo, perpetuamente preocupados por su comida y su bebida y sus manos limpias que gesticulaban dando importancia a palabras sin grandes pensamientos detrás. Y que si el vecindario, la boda, el paycheck y cuán largo era su viaje al trabajo. Decepción total esperando algún Chomsky que los pusiera a todos tiesos hablando de política, igualdad o por dios algo mínimamente sensato.

Tarta de frambuesa para zanjar la cuestión y me fui sólo a la casa a imaginar otras vidas que no están en ésta. Vi un dibujo colgado de una ventana que me recordó a Cecilia, que una de dos, o dormía plácidamente en Barcelona o tenía la batalla final con los mosquitos asiáticos. Subí al porche, que crujió sutilmente, y mirando a los árboles de la calle deseé con fuerza que lloviese.

De repente se cumplió y un viento misterioso empezó a mecer las hojas y olió levemente a tierra mojada.

De vuelta a casa, en el tren correcto y sin las botellas de vino, me sentí indulgente y disculpé a mis aburridos contertulios; a fin de cuentas todos -incluído yo- hablamos de chorradas. Que si el perro del vecino meó en mi alfombra, que si Rajoy es un mierda, que si odias el chocolate nestlé comparado con el Lindt; y nuestros momentos geniales se reducen a tres:

a) cuando estás meando, que piensas con una claridad impresionante

b) cuando te dan calabazas, que de repente ves la realidad

c) en pequeñas dosis aquí y allí, casi siempre indemostrables a solas o subiendo escaleras

Aunque he de añadir, a modo de trampa total, que haciendo fotos, con su proceso inherente de juicio y prejuicio, acabas dándole vueltas un poco a todo y cualquier persona -si aprende a mirar- es capaz de imaginar lo que piensas a partir de saber dónde miras.

Creía que mi día de suerte había terminado cuando llegué a casa y Jesús dormía -roncaba-, pero de repente se escuchó el sonido de un trueno y empezó a llover como si fuese lo último en la vida. Estaba tan oscuro que apenas se veían las luces de la ciudad por la ventana. Abrí el balcón y salí un segundo descalzo, me empapé pero no me importó. Entonces el cielo se iluminó bruscamente con un relámpago que pasó bastante cerca. Volví adentro, me sequé la cara con una camiseta, a oscuras. Puse el trípode, monté la cámara y estuve como una hora haciendo fotos, entre truenos y ronquidos. Y todo sería genial si al día siguiente no hubiese leído en el periódico que una mujer murió en Nueva Jersey alcanzada por un rayo. Es decir, puede que uno de esos relámpagos matase a alguien. Joder.

1 comentario:

Diego F. Goberna dijo...

Excelente post, gracias :)