miércoles, 25 de julio de 2012

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Si hay suerte el fin de semana iremos a surfear, buscaré una cámara de fotos acuática de esas de niños y a ver qué sale.

Hace casi tres años que vendí mi tabla cuando me vine a Nueva York y lo echo de menos. Tampoco es que fuese un máquina, al revés, pero no importa. Lo bonito es el agua, las olas, el sonido del trueno, la espuma, las caídas, el olor de la parafina, el invento, las gotas de agua en la piel salada y toda esa mierda de anuncio barato. Luego te duelen los brazos y el cuello y se te irrita la piel por el neopreno y la lycra y la arena y se te pega todo a los dedos, pero eso no lo dicen en las películas. Ni los golpes con la tabla o cuando rebotas en el agua como un saco lanzado a un desván. Minucias. Yo incluso llegué a dejarme el pelo largo en su día. Me reía de eso no sólo antes y después, también durante. Ese es el truco.

Recuerdo en concreto un día en una playa en Galicia donde Chema se estaba tratando de ligar a una rubia suiza de ojos azules -tratando, he dicho-. Yo estaba en el agua haciendo tiempo por si pasaba algo entre ellos, muerto de frío desde hacía más de seis horas. Ya apenas había olas pero ellos seguían allí sentados acurrucados, abrazándose, viendo la puesta de sol. Cuando no pude más y salí del agua resultó que ellos no eran ellos sino una papelera. Hacía mucho que se habían ido. Así son mis historias surferas, para que nos hagamos una idea.

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