martes, 31 de julio de 2012
lunes, 30 de julio de 2012
miércoles, 25 de julio de 2012
...
Si hay suerte el fin de semana iremos a surfear, buscaré una cámara de fotos acuática de esas de niños y a ver qué sale.
Hace casi tres años que vendí mi tabla cuando me vine a Nueva York y lo echo de menos. Tampoco es que fuese un máquina, al revés, pero no importa. Lo bonito es el agua, las olas, el sonido del trueno, la espuma, las caídas, el olor de la parafina, el invento, las gotas de agua en la piel salada y toda esa mierda de anuncio barato. Luego te duelen los brazos y el cuello y se te irrita la piel por el neopreno y la lycra y la arena y se te pega todo a los dedos, pero eso no lo dicen en las películas. Ni los golpes con la tabla o cuando rebotas en el agua como un saco lanzado a un desván. Minucias. Yo incluso llegué a dejarme el pelo largo en su día. Me reía de eso no sólo antes y después, también durante. Ese es el truco.
Recuerdo en concreto un día en una playa en Galicia donde Chema se estaba tratando de ligar a una rubia suiza de ojos azules -tratando, he dicho-. Yo estaba en el agua haciendo tiempo por si pasaba algo entre ellos, muerto de frío desde hacía más de seis horas. Ya apenas había olas pero ellos seguían allí sentados acurrucados, abrazándose, viendo la puesta de sol. Cuando no pude más y salí del agua resultó que ellos no eran ellos sino una papelera. Hacía mucho que se habían ido. Así son mis historias surferas, para que nos hagamos una idea.
Hace casi tres años que vendí mi tabla cuando me vine a Nueva York y lo echo de menos. Tampoco es que fuese un máquina, al revés, pero no importa. Lo bonito es el agua, las olas, el sonido del trueno, la espuma, las caídas, el olor de la parafina, el invento, las gotas de agua en la piel salada y toda esa mierda de anuncio barato. Luego te duelen los brazos y el cuello y se te irrita la piel por el neopreno y la lycra y la arena y se te pega todo a los dedos, pero eso no lo dicen en las películas. Ni los golpes con la tabla o cuando rebotas en el agua como un saco lanzado a un desván. Minucias. Yo incluso llegué a dejarme el pelo largo en su día. Me reía de eso no sólo antes y después, también durante. Ese es el truco.
Recuerdo en concreto un día en una playa en Galicia donde Chema se estaba tratando de ligar a una rubia suiza de ojos azules -tratando, he dicho-. Yo estaba en el agua haciendo tiempo por si pasaba algo entre ellos, muerto de frío desde hacía más de seis horas. Ya apenas había olas pero ellos seguían allí sentados acurrucados, abrazándose, viendo la puesta de sol. Cuando no pude más y salí del agua resultó que ellos no eran ellos sino una papelera. Hacía mucho que se habían ido. Así son mis historias surferas, para que nos hagamos una idea.
calle
Por fin esta sensación de mochila y sudor y gente por todas partes
ajenísima, de otro mundo. Pasa una mosca, pasa un policía, pasa el
tiempo tonto cuando dan las diez y Cecilia llega en cincuenta minutos
más frontera, que nunca se sabe. Mi falta de emoción habitual se ve
sorprendida por una superposición de intensidades y no puedo evitar,
escondido, casi imperceptible pero ahí, el echar de menos al Edu de
siempre, su barba de dos días y sus sandeces y genialidades. Por los
amigos perdidos y ausentes, por los viejos dioses.
(India, septiembre 2011)
(India, septiembre 2011)
Pensamientos inconexos en Massachusetts un domingo a las 6:02 AM
Esta noche Jesús se ha lucido roncando y apenas he pegado ojo. Para
colmo se dejó la luz del baño encendida y como estamos en un motel de
carretera eso significa que salta el ventilador antiolores y lo poco que
dormí lo hice con un zumbido zum zum zum de baja frecuencia que moduló
mis sueños sin querer y fueron cansinos y repetitivos repetitivos
repetitivos. Para hacer tiempo me di la ducha más larga de mi vida y
salí arrugado. Abrí la puerta de la habitación y me arrastré como pude
buscando un café o una escopeta de cartuchos. Por suerte encontré el bar
primero, así que aquí estoy en un antro de carretera en Massachusetts,
con cara de zombi y Good Morning America en una televisión que, si fuese
por mi, tirábamos por la montaña (justo están contando la historia de
un tipo que ayer robó un camión de bomberos). Muffins, tostadas,
hamburguesas, huevos revueltos, donuts, jarabe de arce, gofres,
rosquillas, la gente de aquí se castiga de veras. Cierro los ojos un
segundo.
(...)
Sean me contrató para hacer las fotos en su boda en Rhode Island. Digo Sean y suena como que nos conocemos, que somos amigos y toda la pesca pero yo no sabía quien demonios era ese chico e imagino que sigo sin saberlo.
(...)
La cosa empezó como siempre empieza, casi sin que uno se de cuenta. Entré en el restaurante, me presenté en recepción, habitación 320, ascensor, la madre el novio esperando me dice algo que no entiendo, asiento, todo bien. Me conduce por el hotel hasta una de las suites, llama a la puerta y se escucha un gritito dentro, aún no -dice sonriendo-. Mientras esperamos a que una de las hermanas se acabe de vestir miro por la ventana y se ve el mar -el Atlántico- y una playa repleta de gente, sombnrillas y surferos de tabla larga, por la que te cobran $4 la entrada si no eres de la ciudad. La madre me lo dice como algo bueno, oh dios mío. Antes de que responda se abre la puerta y aparece una chica asiática tatuada vestida de verde chillón. La novia ya está. El fotógrafo ha llegado, dicen, y me dejan pasar. Sorpresa, la novia está de verde también, igual que la china, y me pilla desprevenido. De nuevo voy a hablar cuando del baño sale otra novia vestida de blanco. Joder, que son gemelas. Y aparece otra chica que se les parece, pecosa con cara de buena levemente amargada. Estas son mis hermanas, dice la novia. Se refiere a todas, la china también. Están tatuadas con caracteres orientales, y mientras se maquillan las unas a las otras hago fotos y trato de dilucidar qué idioma es, uno parece chino, otro coreano, sabe dios, desde luego son una catástrofe. Clic. Clic. Llega el novio a la habitación y descubro que aquí esa tradición de no ver a la novia no existe en absoluto. Bajamos todos y me dicen que hay unas rocas fuera y que les gustaría hacerse una foto allí. Bueno, se suponía que me habían contratado para que hiciese las fotos que me diese la gana y no para eso pero me pareció feo decirles que no o hablarles de la luz a las dos de la tarde o muchas cosas que me pasaron por la cabeza, así que fuimos.
(...)
Yo generalmente respeto a la gente pero he de decir que a veces se me hace cuesta arriba. Hablemos un instante del hermano del novio y sus amigos y del propio novio. Antes de la boda nos sentamos fuera y se piden unas cervezas. Todo bien. Yo agua, gracias. Me miran sonriendo como si tuviesen ante ellos a un niño tonto. Vuelve la camarera ¿otra ronda? Claro. A la tercera cerveza piden comida -antes de la boda- y les traen un cesto gigante de calamares fritos. Uno se pone perdido al meter la corbata en la fritanga mientras otro habla de la resaca y de los veinte dólares que les cobró la stripper la noche anterior, ´la putilla´ la llama. Yo ya ni sé si huir en un tren o darle un golpe con el zapato o preguntarle por su mujer (que está sentada en la mesa de atrás, en la mesa de las mujeres, ¿por qué coño no estamos todos juntos? misterio) cuando me piden una foto al lado de un viejo arco de madera con la pintura gastada por el mar. Eh, dice el hermano, ¿por qué no salimos agarrados de la madera, colgando? No sólo es horrible sino que está llena de clavos. Le digo lo segundo, señalando un montón de grapas y puntas que salen aquí y allí de la madera, mil veces reparada. Bah, eso no importa. Y saltan para agarrarse. Si, he dicho que saltan. Se agarran. Y, como era de esperar, hubo sangre.
(...)
A mitad de boda me di cuenta de que por hache o por bé yo siempre he tenido suerte laboral. Siempre que he trabajado en algo era como especial. Hace años fui de voluntario a una excavación, cuando trataba de ser arqueólogo, y era duro y todo eso, pero éramos como especiales. Luego empecé a trabajar en un laboratorio de realidad virtual donde claro, éramos la hostia en vinagre. Y haciendo cine ya ni te cuento. Que sí, que siempre tienes un jefe, pero es otra historia. Ayer era un mandao, el fotógrafo de la boda, y descubrí por primera vez qué significa eso, o ser el camarero, la chica de la limpieza o el que reparte la publicidad. La gente no es que no te mire, es que no te percibe. Eres invisible. No estás. Te piden algo cuando quieren algo y con el mismo nivel de exigencia que pulsar el botón del segundo en un ascensor -ya y sin paradas-. Para ser justos creo que una persona me preguntó mi nombre. Y eso me recordó a muchos años atrás cuando solía pedir comida en el chino y me la traía el propio dueño cuando los muchachos no estaban allí. Me llamaba Lamón. Un día trajo un arroz con verdudas y dos rollitos de primavera, le pagué y cuando iba a coger el ascensor le dije, siempre me llamas Lamón pero nunca me has dicho cómo te llamas tú. El chino me miró de una forma que nunca olvidaré y que me hizo sentir realmente bien, Chu, me dijo; mi nombre es Chu.
(...)
-¿Y cuál es la especialidad aquí en Rhode Island?
-Bueno, está esta limonada de sabor genial. Está hecha con limones dulces y lleva hielo.
-¿Limones dulces? No sabía que había eso.
-Bueno, quizás son limones normales pero les ponen azúcar.
-Ah.
(...)
Veo a una viejecita adorable y me acerco a hacerle una foto. Me mira y me dice, no te molestes, ya hay fotos mías encima de la chimenea, que soy la abuela.
(...)
Salto por las rocas negras junto al mar, las olas rompen no muy lejos y de repente me encuentro a siete u ocho chicas sentadas en tumbonas. Están borrachas. Eh, guapo, ven a hacernos una foto. Dudo un instante, bueno, esto es digital así que les hago una foto. Tienes permiso para hacer lo que quieras con nosotras, grita una, y se matan de risa a mi costa. Que no tenga que ir ahí a agarrarte la "cámara". Se desternillan. Escapo.
(...)
Luego se me acerca una rubia después de la ceremonia. Así que eres el fotógrafo. Bueno, si. Me encantan los fotógrafos. A mi también, sobre todo Bresón. Bueno, no me refiero a eso. Uy, creo que me llama la novia.
(...)
Paramos a cenar en un diner. Se acerca la camarera de pelo corto. Me gusta tu cámara. A mi también. Y el beisbol -se refiere a mi gorra de los yankees-. Y bueno, es sólo una gorra, le contesto. No te preocupes, no se lo diré a nadie.
(...)
¿Qué clase de nombre es Ramón? Es español, no es muy raro allí. A mi me suena escocés. Y bueno, imagino que se puede traducir, pero en españa se dice Ramón. Pues yo creo que es escocés.
(...)
Insisto, un tipo en la tele ha robado un coche de bomberos.
(...)
Durante la boda el exceso era tal que para compensar un poco no comí ni bebí nada. Me ofrecieron champán, vino blanco, tinto, wisky, eso que llaman cerveza, coke, diet coke, martini, bocaditos de queso, langosta, bolas fritas de interior desconocido, doritos o como los llamen, pan con mantequilla y más bebida y más. Me pedí dos vasos de agua en todo ese tiempo. Cuando acabó todo me fui por la puerta de atrás y me encontré con Jesús, que dormía en el coche -roncaba-. Nos fuimos a cenar a un diner de carretera sabe dios dónde. Nos sentamos bajo la atenta mirada de dos docenas de chicas de pelo largo y acento de pueblo y lo primero que hice fue pedirme una cerveza. Ésta sería la primera historia que le contaría a mi psicólogo, si existiese. Pero no soy argentino.
(...)
Y cómo no, al cerrar los ojos, ves tu vida por delante. Echas de menos algo que no sabes qué es y quizás -sólo quizás- sabes que nunca lo descubrirás. Estar aquí en el mundo no es lo que nos prometieron en las películas, una copa deja resaca, las personas se mienten y Telefónica, a fin de cuentas, te cobra por los mensajes de texto. No existen esas casas de cristaleras inmensas que dan al mar, sábanas negras, momentos reflexivos en aviones que despegan, besos a cámara lenta, fundidos en negro cuando vas a tener sexo, malos días que pasan con una canción de Placebo o Nirvana o Sigur Ros -depende de qué generación seas-. La puta verdad es que estás ahí y los intermedios son más largos que la película, muchísimo más, así que deja de quejarte y te pondré tres ejercicios que has de cumplir para poder decir que has vivido.
uno. como cuando eras pequeño y contabas el tiempo que estabas debajo del agua en la bañera, haz lo mismo dando un beso a alguien con lengua; hasta que os de la risa
dos. camina bajo la lluvia sin que te importe mojarte
tres. dile a alguien que lo quieres, a quien no suelas decírselo; y que sea verdad
si no eres capaz de hacer ni siquiera esto... no sé, chaval
(...)
dios, ¿qué cojones haces con un coche de bomberos robado?
(...)
Sean me contrató para hacer las fotos en su boda en Rhode Island. Digo Sean y suena como que nos conocemos, que somos amigos y toda la pesca pero yo no sabía quien demonios era ese chico e imagino que sigo sin saberlo.
(...)
La cosa empezó como siempre empieza, casi sin que uno se de cuenta. Entré en el restaurante, me presenté en recepción, habitación 320, ascensor, la madre el novio esperando me dice algo que no entiendo, asiento, todo bien. Me conduce por el hotel hasta una de las suites, llama a la puerta y se escucha un gritito dentro, aún no -dice sonriendo-. Mientras esperamos a que una de las hermanas se acabe de vestir miro por la ventana y se ve el mar -el Atlántico- y una playa repleta de gente, sombnrillas y surferos de tabla larga, por la que te cobran $4 la entrada si no eres de la ciudad. La madre me lo dice como algo bueno, oh dios mío. Antes de que responda se abre la puerta y aparece una chica asiática tatuada vestida de verde chillón. La novia ya está. El fotógrafo ha llegado, dicen, y me dejan pasar. Sorpresa, la novia está de verde también, igual que la china, y me pilla desprevenido. De nuevo voy a hablar cuando del baño sale otra novia vestida de blanco. Joder, que son gemelas. Y aparece otra chica que se les parece, pecosa con cara de buena levemente amargada. Estas son mis hermanas, dice la novia. Se refiere a todas, la china también. Están tatuadas con caracteres orientales, y mientras se maquillan las unas a las otras hago fotos y trato de dilucidar qué idioma es, uno parece chino, otro coreano, sabe dios, desde luego son una catástrofe. Clic. Clic. Llega el novio a la habitación y descubro que aquí esa tradición de no ver a la novia no existe en absoluto. Bajamos todos y me dicen que hay unas rocas fuera y que les gustaría hacerse una foto allí. Bueno, se suponía que me habían contratado para que hiciese las fotos que me diese la gana y no para eso pero me pareció feo decirles que no o hablarles de la luz a las dos de la tarde o muchas cosas que me pasaron por la cabeza, así que fuimos.
(...)
Yo generalmente respeto a la gente pero he de decir que a veces se me hace cuesta arriba. Hablemos un instante del hermano del novio y sus amigos y del propio novio. Antes de la boda nos sentamos fuera y se piden unas cervezas. Todo bien. Yo agua, gracias. Me miran sonriendo como si tuviesen ante ellos a un niño tonto. Vuelve la camarera ¿otra ronda? Claro. A la tercera cerveza piden comida -antes de la boda- y les traen un cesto gigante de calamares fritos. Uno se pone perdido al meter la corbata en la fritanga mientras otro habla de la resaca y de los veinte dólares que les cobró la stripper la noche anterior, ´la putilla´ la llama. Yo ya ni sé si huir en un tren o darle un golpe con el zapato o preguntarle por su mujer (que está sentada en la mesa de atrás, en la mesa de las mujeres, ¿por qué coño no estamos todos juntos? misterio) cuando me piden una foto al lado de un viejo arco de madera con la pintura gastada por el mar. Eh, dice el hermano, ¿por qué no salimos agarrados de la madera, colgando? No sólo es horrible sino que está llena de clavos. Le digo lo segundo, señalando un montón de grapas y puntas que salen aquí y allí de la madera, mil veces reparada. Bah, eso no importa. Y saltan para agarrarse. Si, he dicho que saltan. Se agarran. Y, como era de esperar, hubo sangre.
(...)
A mitad de boda me di cuenta de que por hache o por bé yo siempre he tenido suerte laboral. Siempre que he trabajado en algo era como especial. Hace años fui de voluntario a una excavación, cuando trataba de ser arqueólogo, y era duro y todo eso, pero éramos como especiales. Luego empecé a trabajar en un laboratorio de realidad virtual donde claro, éramos la hostia en vinagre. Y haciendo cine ya ni te cuento. Que sí, que siempre tienes un jefe, pero es otra historia. Ayer era un mandao, el fotógrafo de la boda, y descubrí por primera vez qué significa eso, o ser el camarero, la chica de la limpieza o el que reparte la publicidad. La gente no es que no te mire, es que no te percibe. Eres invisible. No estás. Te piden algo cuando quieren algo y con el mismo nivel de exigencia que pulsar el botón del segundo en un ascensor -ya y sin paradas-. Para ser justos creo que una persona me preguntó mi nombre. Y eso me recordó a muchos años atrás cuando solía pedir comida en el chino y me la traía el propio dueño cuando los muchachos no estaban allí. Me llamaba Lamón. Un día trajo un arroz con verdudas y dos rollitos de primavera, le pagué y cuando iba a coger el ascensor le dije, siempre me llamas Lamón pero nunca me has dicho cómo te llamas tú. El chino me miró de una forma que nunca olvidaré y que me hizo sentir realmente bien, Chu, me dijo; mi nombre es Chu.
(...)
-¿Y cuál es la especialidad aquí en Rhode Island?
-Bueno, está esta limonada de sabor genial. Está hecha con limones dulces y lleva hielo.
-¿Limones dulces? No sabía que había eso.
-Bueno, quizás son limones normales pero les ponen azúcar.
-Ah.
(...)
Veo a una viejecita adorable y me acerco a hacerle una foto. Me mira y me dice, no te molestes, ya hay fotos mías encima de la chimenea, que soy la abuela.
(...)
Salto por las rocas negras junto al mar, las olas rompen no muy lejos y de repente me encuentro a siete u ocho chicas sentadas en tumbonas. Están borrachas. Eh, guapo, ven a hacernos una foto. Dudo un instante, bueno, esto es digital así que les hago una foto. Tienes permiso para hacer lo que quieras con nosotras, grita una, y se matan de risa a mi costa. Que no tenga que ir ahí a agarrarte la "cámara". Se desternillan. Escapo.
(...)
Luego se me acerca una rubia después de la ceremonia. Así que eres el fotógrafo. Bueno, si. Me encantan los fotógrafos. A mi también, sobre todo Bresón. Bueno, no me refiero a eso. Uy, creo que me llama la novia.
(...)
Paramos a cenar en un diner. Se acerca la camarera de pelo corto. Me gusta tu cámara. A mi también. Y el beisbol -se refiere a mi gorra de los yankees-. Y bueno, es sólo una gorra, le contesto. No te preocupes, no se lo diré a nadie.
(...)
¿Qué clase de nombre es Ramón? Es español, no es muy raro allí. A mi me suena escocés. Y bueno, imagino que se puede traducir, pero en españa se dice Ramón. Pues yo creo que es escocés.
(...)
Insisto, un tipo en la tele ha robado un coche de bomberos.
(...)
Durante la boda el exceso era tal que para compensar un poco no comí ni bebí nada. Me ofrecieron champán, vino blanco, tinto, wisky, eso que llaman cerveza, coke, diet coke, martini, bocaditos de queso, langosta, bolas fritas de interior desconocido, doritos o como los llamen, pan con mantequilla y más bebida y más. Me pedí dos vasos de agua en todo ese tiempo. Cuando acabó todo me fui por la puerta de atrás y me encontré con Jesús, que dormía en el coche -roncaba-. Nos fuimos a cenar a un diner de carretera sabe dios dónde. Nos sentamos bajo la atenta mirada de dos docenas de chicas de pelo largo y acento de pueblo y lo primero que hice fue pedirme una cerveza. Ésta sería la primera historia que le contaría a mi psicólogo, si existiese. Pero no soy argentino.
(...)
Y cómo no, al cerrar los ojos, ves tu vida por delante. Echas de menos algo que no sabes qué es y quizás -sólo quizás- sabes que nunca lo descubrirás. Estar aquí en el mundo no es lo que nos prometieron en las películas, una copa deja resaca, las personas se mienten y Telefónica, a fin de cuentas, te cobra por los mensajes de texto. No existen esas casas de cristaleras inmensas que dan al mar, sábanas negras, momentos reflexivos en aviones que despegan, besos a cámara lenta, fundidos en negro cuando vas a tener sexo, malos días que pasan con una canción de Placebo o Nirvana o Sigur Ros -depende de qué generación seas-. La puta verdad es que estás ahí y los intermedios son más largos que la película, muchísimo más, así que deja de quejarte y te pondré tres ejercicios que has de cumplir para poder decir que has vivido.
uno. como cuando eras pequeño y contabas el tiempo que estabas debajo del agua en la bañera, haz lo mismo dando un beso a alguien con lengua; hasta que os de la risa
dos. camina bajo la lluvia sin que te importe mojarte
tres. dile a alguien que lo quieres, a quien no suelas decírselo; y que sea verdad
si no eres capaz de hacer ni siquiera esto... no sé, chaval
(...)
dios, ¿qué cojones haces con un coche de bomberos robado?
miércoles, 18 de julio de 2012
...
Pasé por una tienda de vinos y compré un rioja reserva del 2006 y un oporto tawny
de botella bonita con letras grandes blancas, luego salí con cara de
entendido cuando en realidad no tengo la más puta idea de vinos. Así,
despistado y congratulándome, cogí el tren equivocado, cómo no. Y lo
sabía, pero me encanta ignorarme, de modo que tampoco fue una sorpresa
cuando aparecí al oeste de Brooklyn, junto al mar, en vez del medio y
medio del barrio, donde se suponía que iba.
Muy bien, pensé, y ahora qué. Porque no hay taxis amarillos, esos son de Manhattan only, así que tenía tres opciones:
A) volver al metro
B) caminar dos horas hasta el Brooklyn profundo
C) tirarme al mar
Me vi incapaz de volver a la mierdametro, y el plan cé me apetecía poco así que abrí los ojos, apreté el culo y me puse a andar. Había aterrizado en una parte de Brooklyn totalmente puertorriqueña, todo destrozado, bandas por las calles sentadas en las escaleras, señoras curtidas con tumbonas, viejos de pellejo oscuro y gorras sucias, y banderas por doquier (de Puerto Rico y algunas yankees). Vi, por primera vez en mi existencia, unos niños que habían saboteado una boca antiincendios para darse un baño, como en las películas. Alguno miraba, claro, quizás por la cámara, quizás por el vino, seguramente no por mi cara bonita de gallego venido a más.
Fueron varias docenas de calles así cuando bruscamente me percaté de que estaba disfrutando.
Subí una cuesta interminable dejando el sol a mi espalda y pasé por debajo de un puente para trenes. El paisaje urbano había mutado de barrio desastre a zona industrial, pero no me enteré hasta que no vi una fábrica textil llena de chinos (chinas) cosiendo. Sábado noche, muy bien América. Luego autobuses escolares, de estos amarillos, muchos de ellos en hebreo por lo que supuse que de nuevo mutaba el paisaje. Lo hizo. Dos esquinas después, tienda de barrio y desde allí casas limpias y ordenadas, judíos ultraortodoxos sin nada que hacer (era sabbath), mujeres judías con faldas negras recatadísimas, bebés peinados como sus abuelos, panzas tipo hummus bagel pretzel, y de repente pasa por la calle un musulmán con música árabe a todo trapo, y pasan dos mujeres con la cara tapada, no burka pero cerca, y una pandilla de negros, una iglesia baptista, dos lesbianas (dykes) con un bebé y un cadilac o un dodge abandonado. Me gusta.
Llego al barrio de Elisabeth y bruscamente pasamos a casas victorianas con porche, viejas para ser americanas, y en la calle un tipo blanco con cara de escritor estancado en un libro eterno me pregunta si soy Ramòn, con tono amable y de acogida sectaria. Si, lo soy. Welcome. Y me conduce a la parte de atrás de la casa donde viven los tòpicos.
Barbacoa. Comida, tarta de manzana y frambuesa, limonada, cerveza, Coca Cola. Todos blancos menos el jardinero, que vino de Barbados en el 62 y tiene mal un ojo. Me acogen, les doy el vino que resulta que es su favorito (coincidencia o educaciòn, quién sabe). El negro me enseña la casa que él mismo mantiene, con el jardín. La levantaron en 1898; el mismo año de la guerra de los Estados Unidos con España. Tiene hasta una vieja silla de barbero en la sala, pero todo lo demás es como imaginaba (mos). Pero qué listo soy. Voy a comer tarta y limonada y a tratar de tomar el control de esa barbacoa; hace ya trece años que no como carne pero nunca dije que no me gustase cocinarla.
Obviamente, no lo conseguí.
Y luego está la soledad de estas fiestas en la que todos parecen enterderse y congeniar y hacerse gracia mutuamente, se intercambian sonrisas, se tocan los antebrazos, se tronchan de risa, se dan los teléfonos, se prometen visitas, se planean vidas enteras en un microespacio y parece que eres tú el único que no se entera de nada, y no por el inglés que más o menos, sino por la longitud de ondas cerebrales, el humor negro o por finalmente haber conseguido, tras tantos intentos no fructuosos, ser el raro y punto.
Sin embargo un día descubrí que son las presunciones las que nos hacen infelices y que los que venimos de pueblo siempre acabamos imaginando que el de al lado es mejor o más listo, que gana más pasta y que su novia folla increíble, cuando lo más probable es que no sea así, o simplemente quién sabe o mejor para él/ella. En honor a esta teoría me senté con los primeros que vi sin nada que contarles (como si no hubiese viajado una docena de veces a Asia, o mirado de frente a un elefante al sur de África en medio de la noche) y eran seis o siete yankees con aspecto impecable, gafas de pasta, pelo rubio original por el que tantas chicas pagan fortunas, cortes de camiseta modernos y ese deje de Hardvard que te hace masón o presidente o ambas cosas, casi salidos de una columna del New York Times y dignos de una escena de Woody Allen. Pues uno hablaba de su casa en Providence y luego alguien dijo algo de Prometheus, asintieron y empezaron a decir las mayores tonterías del mundo, perpetuamente preocupados por su comida y su bebida y sus manos limpias que gesticulaban dando importancia a palabras sin grandes pensamientos detrás. Y que si el vecindario, la boda, el paycheck y cuán largo era su viaje al trabajo. Decepción total esperando algún Chomsky que los pusiera a todos tiesos hablando de política, igualdad o por dios algo mínimamente sensato.
Tarta de frambuesa para zanjar la cuestión y me fui sólo a la casa a imaginar otras vidas que no están en ésta. Vi un dibujo colgado de una ventana que me recordó a Cecilia, que una de dos, o dormía plácidamente en Barcelona o tenía la batalla final con los mosquitos asiáticos. Subí al porche, que crujió sutilmente, y mirando a los árboles de la calle deseé con fuerza que lloviese.
De repente se cumplió y un viento misterioso empezó a mecer las hojas y olió levemente a tierra mojada.
De vuelta a casa, en el tren correcto y sin las botellas de vino, me sentí indulgente y disculpé a mis aburridos contertulios; a fin de cuentas todos -incluído yo- hablamos de chorradas. Que si el perro del vecino meó en mi alfombra, que si Rajoy es un mierda, que si odias el chocolate nestlé comparado con el Lindt; y nuestros momentos geniales se reducen a tres:
a) cuando estás meando, que piensas con una claridad impresionante
b) cuando te dan calabazas, que de repente ves la realidad
c) en pequeñas dosis aquí y allí, casi siempre indemostrables a solas o subiendo escaleras
Aunque he de añadir, a modo de trampa total, que haciendo fotos, con su proceso inherente de juicio y prejuicio, acabas dándole vueltas un poco a todo y cualquier persona -si aprende a mirar- es capaz de imaginar lo que piensas a partir de saber dónde miras.
Creía que mi día de suerte había terminado cuando llegué a casa y Jesús dormía -roncaba-, pero de repente se escuchó el sonido de un trueno y empezó a llover como si fuese lo último en la vida. Estaba tan oscuro que apenas se veían las luces de la ciudad por la ventana. Abrí el balcón y salí un segundo descalzo, me empapé pero no me importó. Entonces el cielo se iluminó bruscamente con un relámpago que pasó bastante cerca. Volví adentro, me sequé la cara con una camiseta, a oscuras. Puse el trípode, monté la cámara y estuve como una hora haciendo fotos, entre truenos y ronquidos. Y todo sería genial si al día siguiente no hubiese leído en el periódico que una mujer murió en Nueva Jersey alcanzada por un rayo. Es decir, puede que uno de esos relámpagos matase a alguien. Joder.
Muy bien, pensé, y ahora qué. Porque no hay taxis amarillos, esos son de Manhattan only, así que tenía tres opciones:
A) volver al metro
B) caminar dos horas hasta el Brooklyn profundo
C) tirarme al mar
Me vi incapaz de volver a la mierdametro, y el plan cé me apetecía poco así que abrí los ojos, apreté el culo y me puse a andar. Había aterrizado en una parte de Brooklyn totalmente puertorriqueña, todo destrozado, bandas por las calles sentadas en las escaleras, señoras curtidas con tumbonas, viejos de pellejo oscuro y gorras sucias, y banderas por doquier (de Puerto Rico y algunas yankees). Vi, por primera vez en mi existencia, unos niños que habían saboteado una boca antiincendios para darse un baño, como en las películas. Alguno miraba, claro, quizás por la cámara, quizás por el vino, seguramente no por mi cara bonita de gallego venido a más.
Fueron varias docenas de calles así cuando bruscamente me percaté de que estaba disfrutando.
Subí una cuesta interminable dejando el sol a mi espalda y pasé por debajo de un puente para trenes. El paisaje urbano había mutado de barrio desastre a zona industrial, pero no me enteré hasta que no vi una fábrica textil llena de chinos (chinas) cosiendo. Sábado noche, muy bien América. Luego autobuses escolares, de estos amarillos, muchos de ellos en hebreo por lo que supuse que de nuevo mutaba el paisaje. Lo hizo. Dos esquinas después, tienda de barrio y desde allí casas limpias y ordenadas, judíos ultraortodoxos sin nada que hacer (era sabbath), mujeres judías con faldas negras recatadísimas, bebés peinados como sus abuelos, panzas tipo hummus bagel pretzel, y de repente pasa por la calle un musulmán con música árabe a todo trapo, y pasan dos mujeres con la cara tapada, no burka pero cerca, y una pandilla de negros, una iglesia baptista, dos lesbianas (dykes) con un bebé y un cadilac o un dodge abandonado. Me gusta.
Llego al barrio de Elisabeth y bruscamente pasamos a casas victorianas con porche, viejas para ser americanas, y en la calle un tipo blanco con cara de escritor estancado en un libro eterno me pregunta si soy Ramòn, con tono amable y de acogida sectaria. Si, lo soy. Welcome. Y me conduce a la parte de atrás de la casa donde viven los tòpicos.
Barbacoa. Comida, tarta de manzana y frambuesa, limonada, cerveza, Coca Cola. Todos blancos menos el jardinero, que vino de Barbados en el 62 y tiene mal un ojo. Me acogen, les doy el vino que resulta que es su favorito (coincidencia o educaciòn, quién sabe). El negro me enseña la casa que él mismo mantiene, con el jardín. La levantaron en 1898; el mismo año de la guerra de los Estados Unidos con España. Tiene hasta una vieja silla de barbero en la sala, pero todo lo demás es como imaginaba (mos). Pero qué listo soy. Voy a comer tarta y limonada y a tratar de tomar el control de esa barbacoa; hace ya trece años que no como carne pero nunca dije que no me gustase cocinarla.
Obviamente, no lo conseguí.
Y luego está la soledad de estas fiestas en la que todos parecen enterderse y congeniar y hacerse gracia mutuamente, se intercambian sonrisas, se tocan los antebrazos, se tronchan de risa, se dan los teléfonos, se prometen visitas, se planean vidas enteras en un microespacio y parece que eres tú el único que no se entera de nada, y no por el inglés que más o menos, sino por la longitud de ondas cerebrales, el humor negro o por finalmente haber conseguido, tras tantos intentos no fructuosos, ser el raro y punto.
Sin embargo un día descubrí que son las presunciones las que nos hacen infelices y que los que venimos de pueblo siempre acabamos imaginando que el de al lado es mejor o más listo, que gana más pasta y que su novia folla increíble, cuando lo más probable es que no sea así, o simplemente quién sabe o mejor para él/ella. En honor a esta teoría me senté con los primeros que vi sin nada que contarles (como si no hubiese viajado una docena de veces a Asia, o mirado de frente a un elefante al sur de África en medio de la noche) y eran seis o siete yankees con aspecto impecable, gafas de pasta, pelo rubio original por el que tantas chicas pagan fortunas, cortes de camiseta modernos y ese deje de Hardvard que te hace masón o presidente o ambas cosas, casi salidos de una columna del New York Times y dignos de una escena de Woody Allen. Pues uno hablaba de su casa en Providence y luego alguien dijo algo de Prometheus, asintieron y empezaron a decir las mayores tonterías del mundo, perpetuamente preocupados por su comida y su bebida y sus manos limpias que gesticulaban dando importancia a palabras sin grandes pensamientos detrás. Y que si el vecindario, la boda, el paycheck y cuán largo era su viaje al trabajo. Decepción total esperando algún Chomsky que los pusiera a todos tiesos hablando de política, igualdad o por dios algo mínimamente sensato.
Tarta de frambuesa para zanjar la cuestión y me fui sólo a la casa a imaginar otras vidas que no están en ésta. Vi un dibujo colgado de una ventana que me recordó a Cecilia, que una de dos, o dormía plácidamente en Barcelona o tenía la batalla final con los mosquitos asiáticos. Subí al porche, que crujió sutilmente, y mirando a los árboles de la calle deseé con fuerza que lloviese.
De repente se cumplió y un viento misterioso empezó a mecer las hojas y olió levemente a tierra mojada.
De vuelta a casa, en el tren correcto y sin las botellas de vino, me sentí indulgente y disculpé a mis aburridos contertulios; a fin de cuentas todos -incluído yo- hablamos de chorradas. Que si el perro del vecino meó en mi alfombra, que si Rajoy es un mierda, que si odias el chocolate nestlé comparado con el Lindt; y nuestros momentos geniales se reducen a tres:
a) cuando estás meando, que piensas con una claridad impresionante
b) cuando te dan calabazas, que de repente ves la realidad
c) en pequeñas dosis aquí y allí, casi siempre indemostrables a solas o subiendo escaleras
Aunque he de añadir, a modo de trampa total, que haciendo fotos, con su proceso inherente de juicio y prejuicio, acabas dándole vueltas un poco a todo y cualquier persona -si aprende a mirar- es capaz de imaginar lo que piensas a partir de saber dónde miras.
Creía que mi día de suerte había terminado cuando llegué a casa y Jesús dormía -roncaba-, pero de repente se escuchó el sonido de un trueno y empezó a llover como si fuese lo último en la vida. Estaba tan oscuro que apenas se veían las luces de la ciudad por la ventana. Abrí el balcón y salí un segundo descalzo, me empapé pero no me importó. Entonces el cielo se iluminó bruscamente con un relámpago que pasó bastante cerca. Volví adentro, me sequé la cara con una camiseta, a oscuras. Puse el trípode, monté la cámara y estuve como una hora haciendo fotos, entre truenos y ronquidos. Y todo sería genial si al día siguiente no hubiese leído en el periódico que una mujer murió en Nueva Jersey alcanzada por un rayo. Es decir, puede que uno de esos relámpagos matase a alguien. Joder.
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