De la bonita ciudad de Yaroslavl recordarías con el tiempo, aparte de sus cúpulas doradas y sus frescos e iglesias (que se habían multiplicado en la urbe de forma escandalosa, decenas y decenas) una pequeña torrecita de ladrillo y cal en una estación de bomberos con una gigantesca estatua de Lenin enfrente. Imaginaste que algún señor o señora, alguna vez, había tenido la honorable tarea de pasarse largas tardes y noches oteando el horizonte en espera de un humo sospechoso que delatase un incendio. Te preguntaste cómo aquellos avistaderos no habían sido más comunes dada su manifiesta utilidad y llegaste a la conclusión de que si ser farero te parecía increíble, el trabajo de vigilante de tejados tampoco estaba mal (en otoño). Entre tus oficios favoritos se incluían cartógrafo, inspector de alcantarillas, cartero de lugares inhóspitos, astronauta, piloto de submarinos y constructor de cosas imaginarias (el cual desempeñabas con esmerada eficiencia; los otros habrían de esperar).
En aquella ciudad lejana vivía un señor llamado Alexandr Petrov, un oscarizado director y pintor ruso al que tuviste oportunidad de conocer junto a Yuri Norshtéin, otra leyenda del mundo de la animación. Guardaste meticuloso registro de vuestra conversación para que la posteridad juzgase su significado: ambos ilustres famosos entraban en una sala y al verlos sostuviste la puerta. Uno de ellos -nunca supiste cuál- te dijo (traduzco del ruso):
-Gracias
Y pasaron.
En aquella ciudad lejana vivía un señor llamado Alexandr Petrov, un oscarizado director y pintor ruso al que tuviste oportunidad de conocer junto a Yuri Norshtéin, otra leyenda del mundo de la animación. Guardaste meticuloso registro de vuestra conversación para que la posteridad juzgase su significado: ambos ilustres famosos entraban en una sala y al verlos sostuviste la puerta. Uno de ellos -nunca supiste cuál- te dijo (traduzco del ruso):
-Gracias
Y pasaron.
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