miércoles, 5 de octubre de 2016

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Iván el Terrible se suicidó con su espada -o lo suicidaron, como a Nisman en la Argentina- en un pueblito llamado Uglich por el que pasasteis. Recuerdas que aquel día estaba gris pero de alguna forma encajaba con los coches Lada que eran más comunes según os alejabais de Moscú por el río. En los pueblos se alternaban ruinas del pasado socialista, calles rígidas y caminos de barro con charcos que daban cuenta de una vida sin demasiados aspavientos; la gente que os cruzasteis fue amable y distante a la vez, cordial, ajena, de saludo honesto, mirada triste, subgesto duro y sonrisa fácil.

En Mishka, por ejemplo, una desconocida os vio intentando descifrar si era buena idea subir por unas escaleras espirales al campanario de una iglesia. Os habló en ruso, claro, y cuando no obtuvo respuesta se apresuró a subir ella a modo ilustrativo. El ascenso a través de arcadas y habitaciones polvorientas con pilas de lápidas olvidadas, ventanucos, sogas y suelos de madera dudosos, fue increíble. En el último piso, junto a las esperadas campanas y una vista de toda la ciudad a orillas del Volga, la señora -resoplando- os dejó una tarjeta de un salón de belleza y tras recuperar el aliento se fue sin más.

Encontrasteis así al azar una exposición de fotografías decimonónicas en una casa de aldea. Las imágenes recordaban mucho a los colonos americanos no sólo por los barcos de vapor estilo Misisipi sino por la ropa, las construcciones y un poco todo. Allí no había esclavos pero sí siervos que por desgracia eran lo mismo, incluso les llamaban almas muertas (de ahí el título de la famosa novela de Nikolái Gogól que es el equivalente ruso al Quijote español).

Hasta Cherepovets no habíais visto cómo era realmente una ciudad industrial rusa. Kandinski dijo en su momento que el color gris era la única forma de mirar al infinito; habiendo aceptado eso, Cherepovets te pareció infinita. Aún así, los bloques de edificios y su simetría marchita tenían algo de poético, igual que los caminantes cabizbajos y la lluvia de octubre. Desde lejos veríais las chimeneas, los silos, las humaredas.

Era año nuevo para los judíos, acababa el Rosh Hashanah y según tus cálculos -basados en precarias investigaciones- entraba su 5776. Por algún extraño motivo pensaste en eso cuando una tormenta alcanzó vuestro barco cruzando un lago. Todo se movió un poco y el gallego fue feliz un rato.

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