Luego estuvo este momento en Grand Central. Qcho me pidió que le comprase jamón serrano y cuando llegó el tren me personé en el mercado donde una multitud discurría con cierta parsimonia mirando de lejos/cerca los atunes rojos, las frutas caras y quesos de sabe dios dónde. En la charcutería cogí mi turno como se hace en España, en uno de estos cacharros que siempre son rojos. Cuando me tocó le señalé la pata de jamón y pedí una libra (es decir, medio kilo). Siempre te dan una loncha para probar sobre un papel de estos acerados, es como un ritual donde tú siempre dices sí.
Mientras esperaba aparecieron dos viejitos argentinos que debían superar largamente los ochenta, tenían acento porteño y se estaban preguntando qué comprar. Les interrumpí diciendo que allí el jamón era muy bueno, que lo probasen. Me contestaron que no sabían cómo se decir cien gramos y bueno, los pedí yo por ellos. El señor, que quería demostrar que algo de inglés había estudiado, dijo que le gustaba cortado fino (thin) y en imperfecto inglés pidió lo contrario (thick). Fué fácil de enmendar.
En esa charcutería la caja está un poco aparte. Te dan las cosas y si no es mucho las llevas en persona y pagas. Nadie te controla, claro, que para eso es Grand Central. Le di $25 a una chica negra altísima con cara de tedio y me fui. Entonces me fijé que los dos viejitos se iban con su jamón en dirección contraria y se olvidaban de pagar. Quizás estaban robando a drede o por despiste, no había forma de saberlo. Pero me hizo gracia.
Les adelanté y algo más adelante me detuve en una panadería y compré apresuradamente la mejor barra que tienen, una maravilla oscura integral y pluscuamperfecta de cereales varios. Pagué y justo llegaban a paso lento los dos muy juntos, con el paquetito robado en una mano y agarrados de la otra.
Les saludé nuevamente y les dije que aquel jamón necesitaba un buen pan, así que se lo regalé. No cabían en su sorpresa. Ella me dio un beso, él la mano y me deseó suerte.
(y el cómplice sale de escena)
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