viernes, 14 de agosto de 2015

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En el tren solía estar un maquinista alto y apuesto, de unos cincuenta años, muy moreno, que debía ser de Puerto Rico. También solían juntarse cinco señoras negras que viajaban diariamente a Southeast desde Nueva York, una de ellas un poco más joven y guapa que las otras cuatro. Solían traer café y pastas y ponían una servilleta blanca en uno de los asientos y hacían un picnic improvisado.
Un día el maquinista se acercó y les pidió una galleta. Se sentó cerca y habló con ellas, que no paraban de reirse de esa forma histriónica que sólo usa uno cuando algo le hace gracia de verdad.
Desde ese día, todas las mañanas se acercaba el buen hombre, hablaba con ellas, les robaba una galleta y, cuando a las 8:44 exactamente sonaba el timbre de las puertas cerrándose, se iba corriendo a la cabina del tren a hacer su trabajo.
Estuvimos como dos años así, unos seiscientos viajes de ida, unas veinte cajas de galletas.
Un día la más joven no tenía café. Él se fue a paso rápido por el andén y en tres minutos volvió con uno. El tren se retrasó levemente pero sólo yo me di cuenta del motivo.
Luego cambiaron el turno al maquinista y ya no vino más a hablar con ellas. Ahora suelen ir hablando por los codos, como siempre, con las pastas, con el café, con sus libros y sus teléfonos, pero nunca las oigo reir.
Esta mañana me crucé con él en Grand Central. Ahora lleva gafas y le creció el pelo. Parece un señor.

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