viernes, 8 de diciembre de 2017

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> Te habías preparado toda la vida para presenciar algo sobrenatural que jamás llegaba y cuando lo hizo fue -por imposición lógica- incomprensible. Algo bastante simple: caminabas por el andén de la estación de tren de North White Plains, en el Estado de Nueva York, una noche de noviembre. Miraste al cielo y viste la luna maravillosa rodeada de nubes estáticas y un aura iridiscente formando un anillo alrededor del satélite. Era bastante espectacular y le hiciste una foto. Bajaste la vista, alguien te dijo algo, respiraste siete u ocho veces y volviste a mirar. El cielo estaba con la luna en medio completamente despejado. No había viento.

> Cecilia y tú os subisteis a aquel taxi conducido por un sherpa nepalí que tenía miedo de las montañas y ahorraba para poner una gasolinera en Katmandú y tenía un negocio de cabras y trabajaba quince horas al día para levantarlo todo y ahorrar; entonces mencionó que había ido al casino y perdido tres mil dólares y le gustaba comer allí, juntar cosas, beber whisky y que su novia no le decía nada porque ella misma había palmado aún más pasta. Al cruzar con el coche por Times Square le pareció todo divertidísimo.

> En el aeropuerto de Linden, Nueva Jersey, os montasteis en un helicóptero pequeñito pintado de oscuro. Sólo cabían cuatro personas, dos delante y dos atrás. El ruido infernal de los rotores lo dejaste de oír cuando te pusiste aquellos cascos de copa. Se escuchaban las conversaciones de radio de la torre de control de Newark, la voz apagada de los controladores, la jerga técnica de paso-cebra alpha 252 permiso para despegar, charly abre punto pelota chisme. Cuando el aparato despegó no sentiste nada. Es decir, esperabas sentir mareo o algún tipo de fuerza motriz o aceleración o algo, pero no; era como si el mundo hubiese decidido moverse, sin más. Y de esa forma el Universo se fue desplazando a vuestro alrededor y se alejó y pudísteis ver Staten Island y la desembocadura del Hudson y el sur de Manhattan y miles y miles de edificios -todos al compás- hasta Central Park. Ahí el planeta decidió dar la vuelta y regresar. Suavemente, como si nunca hubiese pasado nada, se colocó en su sitio unos minutos después.

Recuerdas que el piloto llevaba una cazadora de piloto. Muy conveniente -pensaste-.

> Ya que teníais alquilado aquel coche os fuisteis por Nueva Jersey tierra adentro a explorar. Tras varias horas de road trip sacasteis la conclusión que en esa parte de América el ranking de cosas/lugares/eventos era el que sigue: ganaban por goleada los negocios de reventa de coches usados; en segundo puesto había un empate entre iglesias y casas de striptease, siempre cerca unas de las otras. Tras eso una pléyade de McDonadls, Dunking Donuts, Wendy's, Subways, Starbucks, gasolineras y algún que otro diner tradicional. En último lugar, pero no en números despreciables, psíquicos paranormalistas. Ah, y gente.


> "A pesar de que todos los días veías largas colas grises de gente entrando y saliendo del tren, masas en movimiento fluido y constante, desindidualizadas y anónimas, por algún motivo y siendo parte objetiva de ellas mismas, nunca te identificaste como parte de tales.

Esa sensación la denominaste Principio de Ausencia según el cual tu condición de sujeto te eximía de cualquier agrupamiento; de forma que jamás eras turista aunque viajases, no eras emigrante a pesar de vivir y trabajar en extranjero y de milagro eras español y gallego, siendo aquellas condiciones ineludibles que nunca conseguiste soslayar.

Por esa misma mecánica no conseguías disfrutar en los partidos, ni los de tu equipo favorito ni en los que participabas físicamente sudando y corriendo pero sin tener claras las motivaciones que se presuponían; amargabas los cumpleaños al más pintado, constituías un lamentable compañero de navegación, un desastroso copiloto, un fiasco de comensal, huésped, público, fan, seguidor, pasajero, invitado de boda o cualquier cosa que requiriese cierto gregarismo pasivo o una dosis de pertenencia silenciosa y cabal.

Por tanto estableciste el Principio de Ausencia como condición fundamental para la fotografía. Existía para ti una contradicción irresoluble entre el acto de acudir a una fiesta y la dicotomía resultante de pretender divertirse con los invitados y al mismo tiempo hacer fotos del asunto. Simplemente no podías imaginar qué clase de persona podría tomarse un malbec mendocino mientras discutía sobre Calvino o Becket o Cortázar y a la vez estar fijándose en las circunstancias de luz y hacer predicciones espaciotemporales acerca de los elementos en escena y, por supuesto, estar convenientemente preparado para su culminación. Habiendo aceptado eso, cuando te hacían un encargo o te proponías una serie fotográfica ya asumías una variable y un fijo. La variable eran las fotos, podían ser mejores o peores dentro de un rango y la suerte -por mucho que alguno se opusiese- también contaba; el fijo era que -cámara aparte- tú no sentirías absolutamente nada (como al ir en helicóptero)."

(fragmento de "La predicción y la espera")

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